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Aciertos y errores de una ceremonia que representa lo mejor y lo peor de la industria de los videojuegos

Los premios a títulos excelentes como Baldur's Gate 3 y Alan Wake 2 demuestran la independencia de una institución que reconoce lo mejor de la industria y le da prestigio. Pero la faceta más comercial del show desplaza a los creativos que cada vez tienen menos tiempo.

Sydnee Goodman, una de las presentadoras de The Game Awards 2023
Sydnee Goodman, una de las presentadoras de The Game Awards 2023
Pablo Planovsky 13 diciembre de 2023

"No se puede complacer a todos" dijo Geoff Keighley después de la décima edición de The Game Awards, que tuvo lugar el 7 de diciembre de 2023. Todavía no se sabe si la transmisión pudo romper el récord del año anterior, que llegó a tener 103 millones de espectadores. Al revés de lo que sucede con los Oscar, The Game Awards crece año tras año. Pero la institución que creó Keighley, presentador de televisión e hijo de uno de los mayores ejecutivos de IMAX, dejó al descubierto aciertos y errores en esta última ceremonia.

The Game Awards se inspira, sin ninguna duda, en los Oscar. Si consideramos a los videojuegos como una de las ramas del arte, entonces son parte de la rama más joven de todas. Ni siquiera tienen los 120 años del cine, la séptima y más joven de todas, después de la música, la escultura, la pintura, la literatura, la arquitectura y la actuación. Borges decía que el cine había devuelto al siglo XX la épica que abandonó la literatura. No se equivocó. El cine, además, supo congeniar los avances tecnológicos con las teorías sobre el espectáculo y la producción en cadena, hija del taylorismo que parodiaba Charles Chaplin en Tiempos Modernos. El cine hizo más que adecuarse a su época: definió el modelo de producción que seguiría, por ejemplo, la industria de la música.

Aunque se pueden rastrear los orígenes de los videojuegos en la década de 1950, la gran reinvención sucedió en los 80. Después del crash de 1983 que dejó a la industria al borde de la desaparición (con sobreproducción y baja calidad de títulos), Nintendo revivió y redefinió el concepto. En 1985 la legendaria empresa nipona impulsó al sector que estaba en coma con su primera consola hogareña. Hasta hoy, el mercado de las consolas (con Nintendo, Xbox y Playstation) convive con el auge del gaming en PC y smartphones.

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Timothée Chalamet fue youtuber dedicado a reseñar videojuegos antes de ser estrella de Hollywood

Pero los juegos todavía no tienen una identidad del todo clara. Para algún sector de la sociedad todavía son un entretenimiento para los más chicos; otras personas los asocian con los e-sports; otros se resisten a catalogarlos como la octava disciplina artística; para algunos, son una explotación comercial no muy distinta a la industria de los juguetes. Se puede argumentar que todos tienen un poco de razón. Pero, sacando la cuestión sobre los e-sports, lo mismo se puede decir hoy de la industria de la música, la literatura o el cine.

El objetivo de The Game Awards es noble: darle prestigio y seriedad a una industria que muchas veces es vista por encima del hombro, con mucho prejuicio. Los Oscar fueron concebidos con la misma idea y los más de 90 años que atestigua esa institución revelan que fue una idea brillante: con todo lo que se le puede criticar a los Oscar, entendieron el juego de la industria del entretenimiento. Para bien y para mal, los Oscar son parte integral de la industria del cine.

Lo malo de The Game Awards

El problema que enfrenta el show de Geoff Keighley es cada vez más evidente: el espectáculo crece, pero cada vez hay menos espacio para reconocer a los talentos detrás de los títulos más amados. Es cierto que los desarrolladores de juegos no tienen la presencia ni el carisma frente a cámara que tienen los actores de Hollywood, pero lo mismo se puede decir de casi cualquier persona que trabaje detrás de cámara en el cine. Cuando los Oscar intentaron sacar de la transmisión categorías como mejor sonido o mejor fotografía, los cinéfilos (con justa razón), se enojaron. El experimento duró un año.

Puede que a la mayor parte del público no le importe ver quién es el sonidista o diseñador de producción que suba a recibir un premio al escenario. Quizas ni siquiera sea una imagen tan vendible frente a cámara como la de cualquier estrella. Pero no es esa la idea sino tratar de ver y compartir la emoción de los talentos que hicieron posible esa creación artística que tanto gusta. Y, con el paso del tiempo, esa figura puede ganar cierta notoriedad. Los Oscar contribuyeron en gran medida a acercar a la población no tan cinéfila con figuras como Steven Spielberg y Martin Scorsese, por ejemplo, al incluirlos en sus transmisiones cuando tenían picos de audiencia. No es lo mismo leer sobre los cineastas o técnicos que verlos frente a cámara en un show de muchísimo más rating que en cualquier libro, diario o programa de televisión aleatorio.

En sus tres horas de duración, la última ceremonia de The Game Awards dejó fuera a muchas categorías. Peor, apuró el discurso de casi todos los ganadores. Apenas 11 minutos del total fueron dedicados para los ganadores sobre el escenario. Una leyenda como Eiji Aonuma, productor de The Legend Of Zelda: Tears Of The Kingdom (ganador como mejor juego de aventuras) fue apurado para dar un discurso breve de agradecimiento. Un poco más de espacio tuvo Sam Lake, un hombre que creció en la industria, primero como guionista de juegos como Max Payne, Alan Wake y Control, hasta llegar a ocupar el rol de director de uno de los más premiados de la noche: Alan Wake II. Puede que Aonuma y Lake sean creativos desconocidos para la mayor parte de la población, pero para quienes celebran los videojuegos, son dos figuras muy importantes.

En lugar de darle más espacio a los artistas, más del 70% de lo que duró la ceremonia fue para anuncios de próximos lanzamientos. Keighley, que antes de The Game Awards conducía un programa de premiaciones mucho más austero (y torpe) en Spike TV, entiende que el show es parte de un negocio. Está bien que así sea: no hay nada de malo en mostrar trailers o adelantos que entusiasmen a un sector de la audiencia que, si no estuvieran esas promociones, no miraría la ceremonia. El problema es que no estaría logrando un equilibrio entre el arte y el entretenimiento.

The Game Awards no tiene el glamour y el prestigio de los Oscar. Es descaradamente comercial: Keighley puede vender durante el show hojas de afeitar, bebidas gaseosas o snacks grasientos. Se entiende que hay que conseguir sponsors, pero muchas veces esas publicidades contribuyen a reforzar el estereotipo de los gamers como adolescentes que solo consumen comida chatarra.

La crisis de identidad se refuerza con las categorías destinadas a los e-sports. The Game Awards no es el Balón de oro ni debería intentar serlo. Si se refuerza la idea de los videojuegos como una competencia deportiva, donde dominan títulos como League Of Legends o FIFA, se toma mayor distancia de los juegos como arte.

Geoff Keighley, el empresario que creó The Game Awards.
Geoff Keighley, el empresario que creó The Game Awards.

Lo bueno de The Game Awards

Hideo Kojima presentó un avance de su nuevo juego, que está desarrollando junto al director Jordan Peele (el comediante que hizo ¡Huye! y Nop). Kojima es una de esas personalidades que trascendieron su propia industria y coquetea constantemente con la industria del cine como si fuera un rockstar. Josef Fares (director de A Way Out y It Takes Two) o Sean Murray (director de No Man's Sky), en menor escala, también son nombres que empiezan a crecer como personalidades con cierto carisma. Tiene su cuota de espectáculo verlos a ellos tres sobre el escenario para anunciar sus futuros proyectos. Son publicidades, sí, pero al menos son acompañadas por las mentes creativas que dan la cara frente a cámara.

El otro gran acierto de The Game Awards tiene que ver con algo muy importante: los premios en sí. Es cierto que no existe la objetividad para evaluar el arte y que es una ilusión que nos gusta sostener para debatir (o vender) ciertas obras. Pero también se puede argumentar que gran parte del desprestigio que sufren los Oscar se debe a que muchas veces no supieron canalizar algunas de las obras que equilibraron éxito comercial, crítico y popular. Cuando el Oscar intenta imponer ciertas películas, por más que tengan su mérito y su grupo de defensores, el resultado deja a muchos defraudados.

Hideo Kojima y Jordan Peele presentando OD, el nuevo juego que dirigen juntos.
Hideo Kojima y Jordan Peele presentando OD, el nuevo juego que dirigen juntos.

Que artistas y espectadores terminen defraudados es inevitable. En las redes, muchos expresaron descontento porque Spider-Man 2 fue el gran perdedor de la noche. Pero Baldur's Gate 3, el que ganó Juego del año, es un título más que merecedor. No significa que los otros sean malos: son distintos niveles de excelencia. En estos diez años de ceremonia, es difícil objetar que cualquiera de los ganadores de Juego del año fue un mal ganador. The Witcher 3, Elden Ring, The Legend Of Zelda: Breath Of The Wild, entre otros, son más que merecedores del honor. En los pocos casos en los que se puede cuestionar al ganador, como pasó cuando se God Of War se llevó el premio, es porque enfrentaba a otro título descomunal como Red Dead Redemption 2.

El otro gran acierto que confirma año tras año que los shows de premiaciones tienen que tener actractivos adicionales que vayan más allá de los premios y nominados, tiene que ver con la orquesta en vivo. Esta vez fueron un paso más allá, con la presentación del rock metalero que acompañó el baile de Sam Lake festejando la noche que tuvo Alan Wake 2. La orquesta en vivo es uno de las mayores victorias que creó The Game Awards, todos los años.

Sam Lake, director y guionista, festejando la exitosa noche de Alan Wake II
Sam Lake, director y guionista, festejando la exitosa noche de Alan Wake II

La polémica: ¿estudios independientes?

Otra fortaleza de The Game Awards es que no sucumbe a premiar títulos porque sean los más vendidos del año o los lanzamientos de los estudios más poderosos. Call Of Duty, por ejemplo, es una serie que año tras año está entre los más vendidos pero no goza de buen prestigio crítico entre los especialistas o los jugadores. The Game Awards resiste la tentación de querer quedar bien con las grandes empresas.

Sony perdió las 10 nominaciones que tenía. Microsoft ganó solo 2 con Forza Motorsport (y Starfield, la gran apuesta de la empresa, perdió mejor RPG). Nintendo, con Super Mario Wonder y Zelda, ganó 3 de las 15 nominaciones que tenía. Capcom y Square Enix, con Street Fighter 6 y Final Fantasy XVI, respectivamente, se llevaron algunas estatuillas. Activision Blizzard, Ubisoft, Warner Bros. Games y Ubisoft fueron los grandes perdedores de la noche. No significa que los juegos que producen o distribuyen sean necesariamente malos (algunos de esos, como Mortal Kombat 1 o Hogwarts Legacy fueron de los más vendidos del año): significa que los ganadores están, de nuevo, en un nivel de excelencia distinto.

Swen Vincke, director de Baldur's Gate 3, ganador de juego del año, vestido con una armadura
Swen Vincke, director de Baldur's Gate 3, ganador de juego del año, vestido con una armadura

Los más ganadores de la noche fueron Baldur's Gate 3 (6 premios, incluyendo juego del año) y Alan Wake 2 (3 estatuillas, incluyendo mejor dirección). Fueron producidos, respectivamente, por Larian Studios y Remedy Entertainment. Hubo polémica en redes sociales sobre si esos estudios pueden ser considerados o no estudios independientes. Que los estudios no sean multimillonarios como Activision Blizzard o Bandai Namco no los hace necesariamente indies (como sí sucede con Sea Of Stars, producción de Sabotage Studio, que ganó mejor juego independiente). Larian y Remedy fueron, con justicia, premiados por demostrar que es posible desarrollar títulos sobresalientes con "presupuestos medianos". Algo que el cine, hace rato, perdió.

La décima ceremonia de The Game Awards deja muchas lecciones para fortalecer el crecimiento (no solo) de la industria de los videojuegos. Keighley tiene razón: no se puede complacer a todos. Pero tiene que empezar a mitigar las críticas que empieza a crecer año tras año, si no quiere caer en errores conocidos (como los Oscar) y otros nuevos.

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