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El silencio de la política

El ruido de y en la política es lo hoy dominante. Un nivel ramplón y miserable que los envuelve a todos, casi sin excepción, en un remolino escatológico.

Cristina Kirchner saludando desde uno de los balcones del Congreso a militantes y dirigentes políticos, esta semana.
Cristina Kirchner saludando desde uno de los balcones del Congreso a militantes y dirigentes políticos, esta semana.
Carlos Leyba 26 agosto de 2022

¿Qué nos espera? Esa pregunta nunca encierra un contenido de expectativas favorables. 

No es la pregunta propia de la incertidumbre diagnóstica que dice (¿qué nos pasa?), que refleja la molestia por algo que no debería estar ocurriendo, un  llamado a despertar, a salir de la inacción, una pregunta sanadora. 

Preguntarse por “qué es lo que nos espera”, señala que hemos abandonado la necesidad de una explicación y que nos hemos resignado a una respuesta que no podremos conducir. Una aceptación pasiva, no hay contenido positivo en ella, supone una situación frágil y probablemente, un futuro más obscuro. 

Interrogarnos por lo “qué nos espera”, es una demanda de pronóstico, implica que no nos permitimos imaginar el futuro. 

Encierra una renuncia a proponer a “hacer” algo. 

No surge de la esperanza entusiasta, sino de la sensación de que lo que nos espera será malo y además, inevitable. Que no vale la pena hacer el esfuerzo para evitarlo.

¿De dónde surge esa pregunta que resume, al menos, una actitud de una parte de la sociedad? 

Hay razones económicas. La que más preocupa es la inflación que erosiona los ingresos de tal manera que muchos han caído en la pobreza. Tal es su intensidad y su larga duración que muchos, que resistían como habitantes de los sectores medios, se aproximan hoy a esas condiciones de vida.

Ese proceso de “coyuntura”, de “desequilibro macro económico”  está unido a causas más profundas que han generado una formidable declinación de la gran clase media. 

Fuimos, en la América Latina, el país de una enorme clase media que es el sustento más propicio para el desarrollo de la “vida democrática”. Condición necesaria para sostener un sistema democrático y republicano, aunque no suficiente. 

La “vida democrática”  no es lo mismo que la Democracia, como sistema, pero es su humus. La Democracia, es legitimación y un sistema de reglas y un orden moral: la República. 

La “vida democrática” es lo que L. A. Romero llamó la “Argentina buena”  de “optimismo y movilidad ascendente”. 

El la sitúa desde fines del S. XIX hasta “los últimos años sin desocupación ni pobreza significativas” (La Nación, 20/8/22). 

Esos años, estadísticamente, son los de la mitad de los setenta del S. XX. Romero se detiene fines de los sesenta. Olvidó la década 1964/74 que fue de crecimiento de 8% anual entre puntas, sin un año de caída. Entonces se podía comprar un departamento a 12 años de plazo con un 10/15% al contado y todo lo demás en cuotas en pesos. 

Esa fue la materialización de esa sociedad de clase media de la “vida democrática”. 

El fuerte crecimiento de los sectores medios ocurrió cuando la economía tuvo un desarrollo asociado a los sectores productivos que conformaron, en cada oportunidad, motores de desarrollo: primero el modelo de la expansión agropecuaria del S. XIX y luego el modelo de la expansión de la industria del S. XX. 

En ambos casos un gran consenso nacional acerca de “lo que nos esperaba” hizo posible que eso se concretara. Hubo lo que reclamaba al presente la joven politóloga Ana Iparraguirre, en el programa de Carlos Pagni, “liderazgo con visión de futuro”. 

Viene a cuento aquello de “no hay viento favorable para un velero sin rumbo”. 

Es decir, el viento de cola, con rumbo transforma; pero sin él puede volcar la nave. 

En ambas etapas de progreso económico y social, por las razones que fuera, la clase dirigente y los intereses económicos, conjugaban el mismo rumbo, la economía crecía y con ella la clase media y se afirmaba la cotidianeidad de “la vida democrática” que, repito, no es lo mismo que la institucionalización de la democracia.              
Nuestra democracia -la que estamos viviendo- surgió después del horror de la violencia guerrillera y del Genocidio de la Dictadura. 

La democracia institucional fue una respuesta que surgió, pero después que había comenzado el crecimiento descomunal de la pobreza y la continua, tal vez lenta, erosión de la clase media. 

Raúl Alfonsín condujo el comienzo de ese proceso, con el Preámbulo de la Constitución de 1853 y con la convicción que con la democracia “se come, se educa, se cura”. Los 40 años que van de aquellas palabras al presente han terminado con aquella Constitución y el “se come, se educa, se cura”, están franco retroceso con más pobreza, menos clase media, carencias alimentarias y declinación educativa. 

Una democracia con menos “vida democrática”, menos “Argentina buena”. Es un dato. Cabe aquí también la pregunta: ¿qué nos espera?

La inflación es una fuerza erosionante. Se la asocia a los desequilibrios macroeconómicos que se vienen acumulando desde hace décadas: en democracia tres signos monetarios; crecimiento del Estado cada vez más improductivo; aumento de la presión tributaria y de la evasión; más déficit fiscal; más fuga de excedentes; más deuda pública y más incumplimientos; menos crédito a la producción y a menos plazo; más emisión monetaria como placebo de soluciones. Todo eso es cierto. 

Pero, ¿es causa o consecuencia? Lo cierto es que detrás está el profundo desequilibrio estructural de una economía que produce pocos bienes transables, que invierte poco, sobre todo en la productividad de los bienes transables; que vive una anarquía logística que hace difícil la productividad en un territorio inmenso y con un desbalance demográfico colosal. 

De la población activa, 80% de la ocupada lo hace en servicios, y una enorme proporción de ellos en el área pública o en ocupaciones marginales de bajísima productividad. 

La consecuencia es que la Argentina, en definitiva, cambia naturaleza por trabajo. Exporta naturaleza e importa trabajo. Un intercambio desigual y agotador hijo de la ausencia de rumbo y que termina en una economía para la deuda. A por un crédito viajará Sergio Massa. El endeudamiento no se detiene. Esta estructura lo hace necesario.    

Por eso la pregunta es: ¿qué nos espera?   

Esa angustia es la consecuencia del fracaso de la “la política”, los intelectuales, los dirigentes, que nada hacen -al que menos nada hacen que mueva el amperímetro- para instalar la esperanza colectiva entusiasta que disipe la bruma del escepticismo. 

Este es el origen de esa pregunta. El silencio de la política. 

Un silencio que no oculta el ruido que sí produce la política. 

Ha sido refrescante y esperanzador, por eso lo repito, que Ana Iparraguirre, sintetizará la gran carencia argentina en la ausencia de liderazgo y la ausencia de una visión de futuro que enamore.

A esa ausencia de ideas que convoquen al futuro lo debemos llamar el silencio de la política. 

Porque la política es, como decía Ortega y Gasset, tener ideas claras acerca de lo que hacer desde el Estado para construir una Nación. Conversar acerca de ello. No hay tal cosa como “liderazgo” sin visión. Y en la Argentina de hace muchos años “la visión” no está en oferta ni en debate. ¿Cómo va a haber liderazgo?

Los grande períodos de crecimiento de la “vida democrática” surgieron de “una visión” pensada y debatida, que generó liderazgos. Las ideas fueron anteriores a los líderes. 

Lo dice T. Halperín Donghi respecto del S. XIX y no cabe duda que otro tanto ocurrió en el S. XX. 

Este S. XXI, de decadencia y declinación de la “vida democrática”, mensurable por la explosión de la pobreza y la declinación de la clase media, carece de visión y en esas condiciones la política, la verdadera, permanece en silencio y sin liderazgo. 

Sin rumbo, el viento favorable aumenta el riesgo de vuelco, sea el gas, el litio o la soja. Pasó y volverá a pasar mientras la política siga confundiendo “ruido” con pensamiento y discurso.

El ruido de y en la política es lo hoy dominante. Un nivel ramplón y miserable que los envuelve a todos, casi sin excepción, en un remolino escatológico.

El ejemplo del Frente de Todos, que ya consumió 67% del tiempo para el que fue elegido, es triste. Tal vez era previsible. Pero es legítimo suponer que, los amigos, los consejeros, podrían haber ayudado a gobernar. No ha sido así. Han peleado entre ellos. Sin que ninguno haya peleado por una “causa”, digamos, noble.

El trámite judicial, la acusación de un fiscal, ha generado por la acusada, por el Presidente, por todos los funcionarios y dirigentes del peronismo, del sindicalismo, un enfrentamiento con la Justicia que amenaza trasladarse a las calles. 

Ese ruido de la política propiciado por todo el oficialismo es una amenaza sobre lo que está instituido y genera la pregunta: ¿qué nos espera?

La oposición, con sus peleas menores en las que disputan quién será de ellos el candidato, no ha sido capaz de emitir una sola idea que revele que visión de futuro. Hacen ruido. Pero acerca de lo que importa para el presente y para el futuro permanecen en el más absoluto silencio, salvo que crean que estos son tiempos de obviedades. No lo son. 

Hay que ser capaces de proponer para cambiar la pregunta: ¿qué nos espera?

Para eso hay que ser capaces de diseñar una visión. No la tuvieron antes. No hay razón para pensar que la tienen ahora si siguen permaneciendo en silencio acerca de esto.

En este contexto, la insólita reacción sobre una acusación que debe ser refutada en términos técnicos, estamos en riesgo de escaladas sin destino. ¿Quién se anima a decir cuál es el objetivo de las convocatorias del oficialismo?

Alberto fracasó como presidente para los argentinos. Su rescate depende ahora de Sergio Massa y de los dólares que pueda conseguir. Notable.

Cristina lo propuso para una misión imposible. ¿Cómo hacer razonable que los secretarios personales del matrimonio K, como Rudy Ulloa, Daniel Muñoz y Fabian Gutiérrez, todos pobres, se hayan hecho ricos en menos de 12 años? O que Lázaro fuera mucho más que rico en tan poco tiempo. 

Alberto no construyó un éxito económico y político que garantizara la prórroga del poder en el tiempo y tampoco el escenario de Copperfield que hiciera creíble que nacer o vivir en Santa Cruz, permite que cualquiera en 12 años se haga millonario.

No hay rumbo. Hay tormentas externas e internas.

Por eso, el "¿qué nos espera?" expresa la angustia de la sociedad ante el silencio de la política.

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