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La desmesura de las posiciones enfrentadas ha desbordado todos los cauces previsibles y alcanza a los tres poderes
Lawfare

Un nuevo episodio de la guerra judicial que lleva al límite la estabilidad del sistema institucional

Una verdadera prueba de estrés institucional que exige hasta el límite la capacidad del sistema institucional para administrar el conflicto y encontrar soluciones superadoras

Enrique Zuleta Puceiro 25 agosto de 2022

El estallido de un nuevo episodio en la guerra judicial que conmueve desde hace ya años al sistema político sorprendió por la virulencia de sus efectos. Desde cualquier perspectiva que se la analice, está claro que la nueva contienda implica una verdadera prueba de estrés institucional que exige hasta el límite la capacidad del sistema institucional para administrar el conflicto y encontrar soluciones superadoras. 

El caso del lawfare argentino presenta, en efecto, facetas que lo diferencian de otros ejemplos que vienen sacudiendo a la mayor parte de las sociedades de la región. 

A diferencia de los casos de México, Brasil, Bolivia, Colombia y un largo etcétera que conviene tener presente a efectos comparativos, en Argentina no solo se trata de una aplicación casi automática de lo que los alemanes llaman “derecho penal del enemigo” a quienes abandonan el poder. La guerra judicial conecta, nuestro caso, con una guerra cultural más amplia, de profundas raíces en la historia política del país. 

En Argentina, la persecución judicial a los vencidos y el intento de cancelarlos e inhabilitándolos política y socialmente se remonta ya a épocas incluso anteriores a la Organización Nacional. 

En una obra recientemente publicada por la Academia Nacional de la Historia, se recoge una prolija investigación histórica sobre los juicios y condenas entre los miembros de la elite dirigente en el Río de la Plata (Ver: Polastrelli, I.: Castigar la disidencia. Juicios y condenas en la elite dirigente rioplatense. 1806/1808-1820. Buenos Aires: Academia Nacional de la Historia, 2019).

Durante toda la frase previa a la Independencia, se penalizó y persiguió el “delito de independencia”. Es decir, se persiguió como gravísima traición a la patria la participación, del modo que fuera, en planes independentistas. 

Fueron tiempos de espionaje generalizado, que concluía en juicios, acusaciones y penalidades extremadamente severas. Una vez producida la independencia, los héroes de la resistencia antiinglesa o francesa como Liniers y Martín de Alzaga fueron ajusticiados. 

Fueron épocas de delitos civiles y religiosos, en las que se castigaba es la disidencia cualquier tipo de desafío a la unanimidad revolucionaria. Las logias revolucionarias instauraron, a su vez, una persecución abierta que abarcó las luchas intestinas de la Primera Junta de Gobierno y desencadenó el sumario a militares y civiles juzgados desde el jacobinismo revolucionario. 

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Cuando luego de Mayo de 1810 llegaron las derrotas militares, los perseguidos y enjuiciados fueron algunos de los principales proceres de la independencia, como Belgrano después de la expedición al Paraguay, Castelli al Alto Perú o Antonio González Balcarce en Huaqui. 

Entre 1813 y 1820, la guerra judicial -lo que hoy llamamos lawfare- giro en torno a juicios políticos y juicios de residencia que alcanzaron a la Asamblea del Año X, a los sucesivos miembros del Directorio y al Congreso de 1820. 

La lucha contra la corrupción era ya desde entonces y hasta hoy solo un pretexto. Lo fundamental fue y sigue siendo el control político de la disidencia, una forma de perseguir y eliminar opositores. Encarcelarlos, desapoderarlos de sus bienes, hacerlos desaparecer del juego político, al igual que las guerras civiles en España, Italia y el resto de los países de tradición mediterránea.

Es este un rasgo que está presente desde siempre en el ADN de la política argentina. Fue y seguirá siendo un rasgo siempre presente en todas las transiciones políticas. Operará como un obstáculo mayúsculo para cualquier intento de construir una cultura de la cooperación que haga posible las transiciones exitosas del poder político en democracia. La doble prohibición constitucional del decomiso en la Constitución histórica de 1853 buscó precisamente poner freno a la pretensión de los vencedores de Caseros de erradicar las raíces mismas del federalismo rosista. 

A su vez, la incorporación al artículo 36 de la reforma de 1994 de la imprescriptibilidad y sanción de inhabilitación perpetua de los delitos dolosos contra el Estado que impliquen enriquecimiento, asimilándolos a los atentados al orden constitucional, representó en el extremo contrario, una condensación de esta larga tradición de intentos de exclusión política de los vencidos.     

Quienes dudan de la existencia del lawfare -guerra política a través del derecho o continuación de la política a través de medios jurídico-institucionales- no pueden ya negar la importancia central de esta dimensión de la conflictividad política e institucional. 

La desmesura de las posiciones enfrentadas ha desbordado todos los cauces previsibles y alcanza a los tres poderes. Fiscales, legisladores, funcionarios, intendentes, embajadores, asociaciones profesionales y políticas de todo el país se han ido sumando a una escalada polarizadora que desplaza en importancia a cualquier otro punto de la agenda pública. 

Lo más negativo es tal vez el hecho de que el terreno del duelo y las armas escogidas son las del derecho penal, un derecho que, por su propia naturaleza, opera como un instrumento de simplificación extrema de los conflictos sociales. En efecto, desde un punto de vista penal, se es culpable o se es inocente - no cabe ser “algo culpable” o “ algo inocente”. El penal es un derecho del todo o nada, que enfrenta en un combate despiadado al ministerio público con imputados a los que se les impone de antemano la prueba de su inocencia. Es un derecho sin matices ni equilibrios, en el que todo vale porque habrá vencedores y vencidos y se comprometen valores esenciales. 

Es un derecho de argumentos y soluciones siempre extremas y definitivas, que simplifican hasta el absurdo cuestiones de máxima complejidad. Si algo explica la fascinación de la política y de las sociedades contemporáneas por el derecho penal es precisamente esta posibilidad de simplificación antagónica. 

El gran filosofo italiano Norberto Bobbio explicaba que la fascinación actual por el espectáculo penal radica en el hecho de que, en materia penal, “la sangre llega al río”. Hay culpables o inocentes definitivos. Es, por ello, un terreno fértil para los ajustes de cuentas y para la canalización de venganzas y resentimientos eternos, que se transmiten a lo largo de generaciones. 

El nuevo estallido de la guerra judicial encuentra al país y a sus instituciones en uno de los peores momentos de desconfianza en las instituciones. Los jueces y en especial los ficales tienen hoy en Argentina peor imagen que los dirigentes sindicales o que los senadores. Disputan con la dirigencia política el podio de la desconfianza colectiva. 

Todo ello no solo amplifica los términos del conflicto. Compromete también hasta el límite la capacidad de resiliencia institucional del sistema. En este punto, la responsabilidad de jueces y políticos no es mayor que la de los medios de comunicación y el resto de las instituciones públicas y privadas. Un verdadero desafío, en vísperas ya de un nuevo proceso electoral, que promete cambios cualitativos en la escena política nacional.

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