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La cuarentena es la hora de la política

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Carlos Leyba 27 marzo de 2020

Por Carlos Leyba

El objetivo central del Gobierno, y que comparte con su acción la mayoría de la sociedad, es disminuir el contagio del coronavirus y ha dispuesto, por el tiempo que sea necesario, la “cuarentena” como eje central de nuestra vida colectiva.

Pero la cuarentena, a pesar de las evidencias médicas que la prescriben, está siendo cuestionada alegando que este “remedio puede ser peor que la enfermedad”.

Primero, no se trata de un remedio: se trata de evitar el contagio. El contagio ilimitado es la probabilidad de la muerte en corto tiempo de un número inusitado de personas a consecuencia de la incapacidad del sistema sanitario para recibir una avalancha, una puerta 12, de contagiados.

Difícilmente algo sea peor que eso. Y peor sería, para el Gobierno, no haber hecho lo aconsejado por el consenso médico. Afortunadamente, Gobierno y oposición acuerdan en esto.

Quienes alegan que el “remedio es o puede ser peor que la enfermedad” lo hacen en función del forzado parate del aparato productivo de los bienes y de los servicios no esenciales, que se produce como consecuencia de la cuarentena. La producción se detiene no porque ha caído la demanda sino porque no se puede trabajar.

Los “esenciales” son los que tienen que ver con la alimentación, la salud, la seguridad (en todas sus dimensiones), la preservación del aparo productivo y con el abastecimiento de todas esas actividades y la realización de las exportaciones, el transporte, la energía, los recursos monetarios para no detener el comercio habitual. No son pocas las personas que deberán trabajar. La cuarentena reduce los contactos. Y cuando la presencia fuera del hogar es inevitable rigen las normas del “aislamiento social”.

Podemos decir que la cuarentena pone en suspenso la producción, entre otras cosas, de bienes de consumo durable, de servicios no esenciales de consumo y de máquinas para producir bienes o servicios que no tengan que ver con los “esenciales”. Una parte sustantiva del modelo de la “sociedad de consumo” fue congelada por un virus.

Ese freno implica una caída importante. Para algunos sectores un desplome. Para otros hasta un ritmo mayor de actividad, por lo menos, en los primeros días.

Unos trabajan. Y producen su salario. Otros no pueden hacerlo. Y es para estos que la política debe instalar un estado de excepción.

La excepción de la política económica consiste en garantizar que ninguna empresa quebrará (desorganización del capital) como consecuencia del parate, y garantizar que aquellos que no trabajan puedan percibir el salario, o parte de él, de manera que los consumos de subsistencia (excluidos aquellos bienes y servicios que no se habrán de producir) estén financiados.

¿Cuál es la excepción? El capitalismo, y ese pretende ser nuestro sistema, se caracteriza por el régimen de trabajo asalariado. El trabajador, a cambio de su trabajo, recibe un salario. El empleo asalariado es la clave del éxito del sistema capitalista. Y el desempleo su fracaso, justamente porque no puede generar el sistema de distribución que lo define.

Tibor Scitovsky sostenía que así como las elecciones eran la manera en que las sociedades manifestaban su conformidad con el gobierno o con la oposición, la medición del desempleo manifestaba la medida del fracaso de la política económica. La contradicción mayor de esta lógica de hierro la manifestó Milton Fridman que adormeció, con una pretendida proposición científica, la conciencia de toda una generación de economistas. Dijo: “Hay una tasa natural de desempleo que garantiza la estabilidad de los precios”. Bendijo el desempleo.

La legítima preocupación de muchos que hoy temen que la cuarentena cancele los ingresos de muchos trabajadores y, en particular, de quienes no son asalariados (cuentapropistas o los que militan en el ejército de la pobreza) es lamentablemente tardía.

Lo inadmisible es que, muchas de esas personas, hayan sostenido y avalado las políticas económicas de exclusión basadas en la idea que, por ejemplo, la apertura incentiva la competencia y otras generalidades más apropiadas para “revistas de peluquería” que para comunicadores, políticos o economistas. Lo hecho, hecho está.

Ahora sólo nos queda una economía de excepción: el Estado debe garantizar que todos tengan, por el tiempo de la cuarentena, los ingresos para una vida mínima razonable y que, a su vez, las empresas no quiebren.

Desorganizar el capital sería impedir la recuperación futura, que será generosa, y mutilar más la vida de los trabajadores sería garantizarnos conflictos inimaginables e inútiles.

Así que ahora la cuarentena de las personas tiene que estar acompañada de los controles que impidan que el aluvión monetario, necesario e inevitable, no se extinga en una marea inflacionaria.

Cuarentena para las personas y para los precios, para los costos y para los salarios.

Esta es, tal vez, la hora de un acuerdo social en que, a pesar de la precaria representación de todos los sectores económicos y sociales, administremos una situación de escasez provocada, con el compromiso colectivo de debatir un nuevo paradigma que, vaya paradoja, nos convierta de una vez por todas, después de décadas de negarlo, en un país de productores y no de consumidores saturados por la apelación a la deuda generada por una generación impulsora de la peor demagogia que es la de endeudarse sin generar las políticas para formar las capacidades de pago. Consumidores y deudores, la peor combinación.

El desafío es que tenemos que afrontar las consecuencias de la que es, hasta ahora, la única terapia validada: el aislamiento de cada uno en su casa que, de cumplirse, logra que los infectados no infecten y que el virus no se expanda abiertamente.

Y que de esa manera sea posible “aplanar la curva” e impedir una catástrofe sanitaria.

Es cierto que el concepto “casa” tiene tantos significados como condiciones de hábitat desgraciadamente existen. Desde quienes “viven” en la calle a los que viven hacinados en precarias construcciones y sin las condiciones mínimas aceptables para el Siglo XIX, o quienes tienen la fortuna de la amplitud y el paisaje. La palabra casa y cuarentena va de una suerte de castigo adicional al de vivir en esas condiciones normalmente, a la leve limitación de no poder caminar por las calles.

La cuarentena no es lo mismo para todos. Pero lo es porque la vida, antes del coronavirus, no era la mismo para todos.

Lo que es imperdonable es que como sociedad, no habiendo sufrido ni devastaciones naturales ni guerras en el territorio continental, según distintos registros hemos generado una estructura productiva (de eso se trata) que hace que entre 20% y 40% de la población y un porcentaje aún mayor de niños, vivan en condiciones de catástrofe social. Es la estructura productiva la responsable de este riesgo que hoy el coronavirus aviva.

La catástrofe sanitaria implica la saturación de la estructura y el agotamiento de los recursos humanos y, en consecuencia, el riesgo de una guerra perdida. Difícilmente haya algo peor. Destrucción de la vida.

En la guerra también acaece la destrucción del aparato productivo. Al salir de ese escenario de posguerra se requiere la reconstrucción física de lo que teníamos antes del conflicto. En esta guerra, la guerra contra el coronavirus, no está en juego la destrucción del aparato productivo. Depende de nuestras decisiones.

Aquí y ahora se trata de administrar la cuarentena de modo tal de evitar los daños sociales colaterales que puedan dar lugar a conflictos graves, que son posibles como consecuencia de la destrucción previa del tejido social.

Destrucción minuciosa que se viene arrastrando hace décadas ante la parálisis mental de la clase dirigente y, en particular, de quienes se dedican a la política, en todas las formaciones, y a los que les ha tocado administrar la vida publica nacional, provincial y municipal durante años.

Cuando comenzó la Dictadura Genocida, las personas bajo la línea de pobreza ascendían a 800.000. Y, antes de ese período, las villas miserias eran situaciones gravísimas, pero de paso. También entonces existía el trabajo social en las villas y el ingreso a ellas era abierto y sin cuidados especiales. Lo sabemos los que cargamos años de haber vivido en una sociedad infinitamente mejor.

La probabilidad de permanecer en esas lamentables condiciones de habitación, en aquellos años, era indirectamente proporcional a la demanda de trabajo. Antes de la Dictadura Genocida, lo más probable era el pleno empleo.

En todos y cada uno de los años de la Dictadura en adelante, la pobreza creció sistemáticamente a una tasa “china” del 7% anual y hoy en esas condiciones, sobreviven entre 12, 14 o 16 millones de personas. No es nuevo. Son 45 años en los que la dirigencia política no los vio venir. Y estaban llegando a los conurbanos a tratar de vivir de los deshechos. No los quisieron ver. Era mejor negarlo. ¿O lo fueron a buscar? Tal vez sin saberlo.

Pero las políticas de destrucción deliberada, no bélica sino económica, del aparato productivo son las responsables de este engendro único. No creo que haya otro ejemplo de tamaño experimento social.

Del que ahora, casi con unanimidad, todos se duelen y sufren ?tal vez con razón? por las consecuencias sociales de la cuarentena que podría implicar que mucha gente fuera del trabajo y una ruptura de la cadena de subsistencia. Pero si eso es posible es porque es una deriva de aquella destrucción.

El Gobierno y todos los gobiernos de la oposición están demostrando una voluntad de consenso y una comprensión del momento. Es eso muy estimulante. Tal vez el coronavirus termine por amigar a los ciudadanos con la política a la vez que la política se amiga entre sí. Auspicioso sentido de futuro. Por ahora sorprende la ausencia de las propuestas empresarias y sindicales para encarar los problemas del presente y sobretodo los del futuro.

La hora indica que, sea como sea y con controles ad hoc de una economía de excepción, el Estado debe dar crédito para que la máquina social no se detenga y para apostar al futuro de la recuperación de esa máquina. La cuarentena es la hora de la política.

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