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Chile entra al Siglo XX; Colombia y Perú en crisis y Argentina, la nueva favorita

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Oscar Muiño 19 mayo de 2021

Por Oscar Muiño

A pesar de la grieta, el estancamiento, la mediocridad de sus últimos gobiernos y las apariencias, Argentina se convierte en la nación sudamericana con mejores perspectivas políticas. No puede jactarse de sus logros, pero -para sorpresa de todos, en particular de los propios argentos- está en condiciones de surfear las crisis sociales y políticas que desgarran a la América del Sur. No será la mejor vecina del barrio, pero apunta como la menos mala.

No tanto por mérito -aunque algunas virtudes vienen de lejos y nadie ni nada lograron quebrarlas- sino por las profundas rupturas que dinamitan el subcontinente.

El hecho más impactante -se veía venir pero nadie quiso mirar- ha sido la elección del 15 y 16 de mayo para la nueva Constitución de Chile. Comicios que no eligen un gobierno sino algo mucho más importante. Aspiran a cambiar una sociedad.

Chile cambia para siempre

Chile votó por reclamos múltiples, algunos muy costosos. Nuevos derechos habrán de incorporarse. Los problemas que Argentina encaminó bien o mal -con Yrigoyen y Perón, con las presidencias fundacionales y sobre todo con una sociedad plebeya y protestona desde los días virreinales- acaban de cruzar la cordillera para instalarse hasta ser satisfechos.

Chile entra definitivamente al Siglo XX. Su vieja estructura de poder duró dos siglos, con algunas zozobras. Diego Portales lideró la consolidación de un esquema centralizado, un poder capaz de garantizar el orden como primer valor. Sin ser nunca presidente, lideró el Partido Conservador y amarró Chile a un régimen dominado por las clases altas, con alta eficiencia administrativa y trato duro a la protesta. Las élites sociales, económicas y políticas se reclutaban en las mismas familias patricias. La democracia, escribía Portales, “era para ilusos” y no para la América española. Una República Aristocrática, consentida por los de abajo.

Diversos gobiernos reformistas se sucedieron en un marco habitualmente institucional -más respetuosos de la República que de la democracia- hasta que la Unidad Popular ganó en 1970. Era demasiado audaz y Salvador Allende perdió el gobierno y la vida en la sangrienta Restauración Conservadora de Pinochet. La vuelta a la democracia fue difícil, bajo una Constitución tutelada por las Fuerzas Armadas (el propio Pinochet sería senador vitalicio).

Logros económicos se combinaron con el crecimiento de la histórica desigualdad. Hasta que en 2011 los estudiantes ganaron la calle. Exigían mucho más que estudiar gratis. Enjuiciaron el modelo creado por los fundadores del Estado. Los jóvenes de la creciente clase media advirtieron que su endeudamiento -abunda el crédito, pero a tasas altas- impedía el estilo de vida que aspiraban. El reclamo se extendió a la salud pública, al sistema previsional privado.

El desencanto abrió el camino a la protesta y la protesta a la rebelión. Las grandes movilizaciones de 2019 -en octubre fue la Marcha del Millón, la mayor en la historia chilena- obligaron a una convocatoria sobre la Constitución. Un proceso semejante al voto que exigieron las clases medias y populares argentinas desde fines del siglo XIX. La diferencia: no hubo en la élite chilena un Roque Sáenz Peña, el visionario que decidió limitar el poder de su partido y su clase social. A la inversa: la derecha chilena votó en octubre pasado para mantener la Constitución de Pinochet. Fue aplastada (78-22) y agravó su soledad para estos comicios de mayo.

El polo conservador confiaba emerger como fuerza principal o, en el peor de los escenarios, retener un tercio capaz de bloquear cambios profundos. Fracasó. Los resultados del fin de semana fueron un desastre para el oficialismo y magros para el centroizquierda de la Concertación. La izquierda dura superó ampliamente sus pronósticos y dieron la mayor sorpresa los candidatos independientes, convertidos en primera minoría. Saben lo que no quieren y carecen de experiencia. Promesa de días difíciles y conflictos duraderos.

Viene una sociedad plural, quisquillosa, que debate el poder real. La formación de capital habrá de caer, para que los chilenos logren acceso a servicios aceptables de salud pública, educación estatal y previsión social. Aguardan décadas de acuerdos y desacuerdos, una economía más volátil, con crisis crónica y etapas de calma. Al final -si todo se encamina- habrá una sociedad más justa y, por lo tanto, más sustentable.

Colombia choca

Como suele ocurrir, todo estalló sin aviso. Una torpe reforma tributaria -otra vez economistas latinoamericanos imaginando ingresos y egresos en power point sin contabilizar los actores humanos ni las reacciones sociales y políticas- desencadenó una ola de manifestaciones. Primero, para evitar la ley fiscal, luego para tumbar al presidente.

Colombia es otro país donde a la macroeconomía le va bien, y a la mayoría de la población bastante mal. Con aumento de pobreza, un Estado mediocre o ausente y malos servicios de salud y educación pública.

Sigue una sociedad bastante estratificada desde los días del dominio español. Con familias descendientes de conquistadores y colonizadores que se cruzan entre sí y retienen el poder político y social. Una oposición dispersa y una ciudadanía aletargada. El plebiscito en 2016 rechazó el acuerdo de paz luego de décadas de guerra civil (propuesto por el anterior presidente Juan Manuel Santos) cerró una posibilidad de reencuentro. Ojalá lleguen otras.

Una sociedad atravesada por los narcodólares, con Fuerzas Armadas fogueadas en combate y paramilitares -¿también militares?- dudosos en derechos humanos y compleja relación con la producción y distribución de sustancias tóxicas. Con muchos minifundistas destinados al cultivo, con regiones enteras cruzadas por balaceras y poblaciones desplazadas, esa sociedad sin sindicatos (cuando se dice “paro” en realidad significa “marcha”) exhibe tantos logros parciales como vacancias estratégicas. Esas marchas raramente convergen en propuestas organizativas capaces de disputar el poder.

El sistema político parece lejano a la población pero a salvo de sorpresas, aunque siente algún cosquilleo. Estos días, indígenas organizados irrumpieron en la zona de Cali y hubo conatos de combate entre blancos e indios. La gente en la calle preocupa, sobre todo si se queda allí.

Mientras, crece la candidatura de un exguerrillero torturado por los militares: Gustavo Petro. Cree que “el problema de Colombia es que no se ha desarrollado el capitalismo”. Cuando fue alcalde mayor de Bogotá fue destituido luego de estatizar la recolección de residuos. En mayo de 2022 se vota ¿Qué pasaría si gana la presidencia?

Perú: cómo echar presidentes

La macroeconomía transmite maravillas del Perú. Sin embargo, todo gobierno se derrumba. Con media docena de presidentes destituidos y perseguidos por la justicia (incluso uno suicidado, Alan García) y los partidos pulverizados. La desintegración política difícilmente sería imaginable con ciudadanos satisfechos. ¿Es razonable pensar que un país que crece y funciona echa y enjuicia a sus presidentes y liquida sus organizaciones?

Inmensa variedad de gobernantes. Alberto Fujimori, Valentín Paniagua, Alejandro Toledo, Alan García. Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino, Francisco Sagasti. Hubo de todo: economista, banquero, militar, empresario, ingeniero. Incluso algún político profesional. De ascendencia criolla, indígena, europea. Hubo un hijo de judío alemán y hasta un presidente inscripto por su padre en el consulado japonés. Fujimori fue condenando por crímenes de lesa humanidad y peculado Toledo terminó prófugo cuando se buscaba su extradición. Ollanta fue detenido por presunto lavado de activos, Kuczynski renunció y es investigado por delitos económicos.

La elección presidencial del mes pasado no augura mejorías. ¡En la primera vuelta ganaron los votos en blanco! Como no se computan, Pedro Castillo salió primero con sólo 15 % de los votos válidos. Keiko Fujimori llega al ballotage peor aún, en la primera vuelta apenas superó el 10%.

Castillo es un maestro marxista y Fujimori encarna el autoritarismo conservador. Dos exponentes minoritarios, con programas de máxima. El triunfador emergerá débil. Con un puñado de legisladores, quedará a tiro de juicio político. Pronóstico: gane quien gane habrá intentos de destitución, probablemente exitosos. A Castillo le resultará muy difícil ganar; y si gana, evitar su desestabilización. Keiko Fujimori sale de atrás pero puede cosechar el voto vergonzante. Si triunfa, tal vez intente evitar su propia destitución con una asunción de mayores poderes (siguiendo el modelo paterno), rompiendo con el Congreso.

En todos los casos, mal pronóstico. Ojalá no se cumpla?

Bolivia o la sombra de Evo

Los mandatos de Evo Morales fueron los más sólidos y exitosos de los llamados socialismos del siglo XXI. Quedan opacados por su final, al forzar Evo -contra el plebiscito que lo prohibía- una nueva reelección. Un dudoso intento de fraude fue aprovechado por sus rivales para motorizar un golpe de Estado. Su sucesora Jeanine Áñez ejerció un interinato desafortunado, que terminó con una avalancha de votos opositores. Bolivia decidió el regreso al poder del Movimiento al Socialismo a través de Luis Arce, con 55% de los votos.

El MAS volvió al gobierno el 8 de noviembre de 2020. El crédito duró poco. Seis meses después, se derrumbó. De las diez principales ciudades, solo ganó Oruro y Sucre. Cayó en sus antiguos bastiones de La Paz y El Alto y en las cuatro gobernaciones que fueron a ballotage.

El ejemplo de reivindicación histórica de las mayorías campesinas e indígenas que se sintieron representadas tal vez como nunca por Evo Morales está en tela de juicio.

Aunque la imagen de Evo se ha desdibujado en su patria, se ejemplo contagió a contingentes indoamericanos, desde Colombia hasta Ecuador, Perú e incluso el noroeste argentino.

Ecuador, también en crisis

Ecuador es otra nación con creciente intervención indígena en la política, con fuerzas como Pachakutik.

El banquero Guillermo Lasso acaba de ganar la presidencia luego de sacar menos del veinte por ciento de los votos en la primera vuelta. Desalojó en el recuento al indigenista Yaku Pérez, con sospechas de “ayuditas” del correísmo que creyó -equivocadamente, a la luz del resultado final- que podría vencerlo más fácil que a Pérez.

Hoy gobierna un presidente en minoría, y al acecho del correísmo y los indigenistas. Mal pronóstico en una sociedad fracturada con un Parlamento opositor y un bloque que siente que le han robado la presidencia.

Catástrofe en Venezuela

La crisis continental no se limita a los amigos tradicionales de Estados Unidos.

El desastre mayor -millones de emigrados, derrumbe de la actividad económica y casi todos los indicadores- pervive en la República Bolivariana. El régimen de Nicolás Maduro sigue en Venezuela a pesar de ser minoritario por motivos varios. Buena parte de la oposición se hartó y decidió exiliarse, lo que vació de liderazgo a la protesta. Tampoco Juan Guaidó fue capaz de crear un contrapoder. Es cierto que el aparato militar y de inteligencia sostiene al régimen, pero lo mismo ocurría en la Unión Soviética cuando se desmoronó. Y los niveles represivos no parecen peores que los vigentes cuando la rebelión ganó las calles con miles de manifestantes.

El país se hunde como ningún otro, el gobierno dura porque la oposición es incompetente para construir un polo de poder alternativo. El gobierno no sabe gobernar pero le alcanza para mantenerse en el poder; la oposición parece esperar que otro se encargue de echar a Maduro.

A la vista, todo seguirá empeorando hasta que en un momento, sin aviso, se rompa la fuerza armada. Antes que eso ocurra, alguien deberá construir un proyecto político. Como fuere, al país le costará décadas recuperarse de su infeliz experiencia.

Bolsonaro, Lula y el Covid

Brasil acarició el cielo cuando decenas de millones de pobres comenzaron su paso a las clases medias. Se diluía el fantasma de una guerra social, el imaginario de saqueadores o revolucionarios bajando de las favelas hacia los barrios elegantes.

Las presidencias de Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva parecían completar un despegue que redoblaba el crecimiento brasileño y llevaba a sectores postergados a una vida mejor. La crisis que terminó con la destitución de Dilma Rousseff, la persecución judicial a Lula -según acaba de fijar el Poder Judicial brasileño- y el raro atentado en campaña electoral culminó con la llegada de Jair Bolsonaro.

Una sociedad que parecía achicar la distancia entre sus extremos vuelve a tensarse. La pelea Bolsonaro-Lula es mucho más que un combate personal o una trifulca entre grupos. Es el regreso al Brasil de las grandes rupturas. Lula ha envejecido y Bolsonaro ha conducido una catástrofe sanitaria. El futuro no parece estar al alcance de ninguno de ellos. Pero sí el regreso a un Brasil que parecía haber quedado definitivamente atrás.

Consecuencia: está en tela de juicio el rumbo no sólo interno sino de política internacional del país que emergía como indiscutible líder por potencia económica y demográfica.

Para colmo, Biden

El presidente Joe Biden no olvidará que Bolsonaro compartió hasta el final las denuncias de Donald Trump. Esas que imaginaban un fraude electoral. Biden sabe que si la comunidad internacional hubiera imitado a Brasil, tal vez hoy no podría sentarse en el Salón Oval. En la Casa Blanca no abunda la misericordia; habrá que ver cuál será la factura que Brasil habrá de pagar gracias a la irresponsabilidad de su presidente. Con Venezuela fuera de juego, y Chile y Colombia en una crisis que va para largo, más la inestabilidad de los nacientes gobiernos de Perú y el Ecuador, queda claro que la Argentina resulta la potencia regional con menores dificultades profundas. Naturalmente, aprovechar esa condición dependerá de acciones criollas. Que las élites logren rellenar la grieta y pongan en marcha ciertos acuerdos indispensables. Las gestiones del kirchnerismo, el macrismo y la actual exhiben que nadie puede gobernar solo. Una oportunidad que se agranda ante la crisis estructural del continente, que está arrastrando a los que parecían alumnos más aventajados.

¿Aprovechará esta vez la Argentina su chance?

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