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El proteccionismo de EE.UU. no cambiará en el corto plazo

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Héctor Rubini 11 agosto de 2020

Por Héctor Rubini

El mandato de Donald Trump llega a su fin en poco más de 5 meses. Deja un legado económico razonable desde el punto de vista de la recuperación de la actividad y el empleo. El instrumental aplicado ha sido marcadamente heterodoxo. Una combinación de proteccionismo comercial, con políticas monetarias y fiscales activistas (bien keynesianas), restricciones para el ingreso de personas extranjeras, y rebajas de impuestos a las empresas y las familias de más altos ingresos. La expansión económica fue una constante, con tasas de crecimiento trimestrales positivas sin interrupciones hasta la catástrofe mundial de este año.

Los números de comercio exterior no mostraron una reacción positiva como la deseada por la Casa Blanca. En 2017 el déficit comercial (bienes y servicios), sin estacionalidad, fue de U$S 42.816 millones (promedio mensual), pero en 2018 y 2019 superó los U$S 48.000 millones mensuales. En este año hubo un saldo excepcionalmente bajo en febrero de U$S 34.672 millones pero, si se excluye ese dato, el promedio para el período enero-junio de este año arroja un déficit promedio mensual de casi U$S 48.000 millones.

Los números muestran que el mercantilismo de Peter Navarro, Wilbur Ross y Robert Lightizer, focalizado en confrontar con la República Popular China y otros socios comerciales percibidos como “amenaza” para algunos sectores (Unión Europea, Canadá, Corea del Sur, Brasil, Argentina, Japón), no ha sido exitoso para revertir el “rojo” comercial estadounidense.

Sin embargo, el proteccionismo selectivo, baja de impuestos y aumento de gasto en infraestructura, junto a una política monetaria laxa, han permitido crear empleo, reducir incertidumbre para la mayor cantidad posible de familias de ingresos medios y bajos. Objetivos más que necesarios para captar votos.

Es cierto que el uso de la capacidad instalada en la industria venía descendiendo el año pasado, antes del derrumbe de este año por efecto del Covid-19, a 60% de uso, rebotando en junio a 66,9%. Un salto que todavía nadie puede afirmar si es una reacción transitoria o anticipo de una reactivación permanente. Pero también es cierto que desde el inicio de la presidencia de Trump hasta fines del año pasado, la caída persistente de la tasa de desempleo, un aumento de la actividad de búsqueda laboral y también de apertura de vacantes laborales era permanente, no transitoria.

En plena campaña electoral, republicanos y demócratas no pueden sino exagerar logros propios y defectos ajenos. En febrero pasado la página web de la Casa Banca se refería al inicio de una “nueva era de prosperidad económica”, ufanándose de crear 5 millones de nuevos empleos respecto de las presidencias de Barack Obama. En la vereda opuesta, varios ex funcionarios demócratas insistían en medios con que la recuperación económica bajo la actual administración no fue más que cosmética en torno de continuar los lineamientos básicos de la recuperación poscrisis subprime iniciada por Obama.

En un artículo en The New York Times, el economista y empresario Steven Rattner, exfuncionario del Tesoro en el segundo período de Obama, presentó a principios de febrero algunos indicadores que, más allá del sesgo de selección de muestras, ensombrecen algunas exageraciones de la administración Trump frente a la herencia recibida de Obama: a) la velocidad de creación de nuevos empleos bajo el mandato de Trump (antes de la crisis del Covid-19) en sus primeros 35 meses del gobierno ha sido inequívocamente inferior al observado en los últimos 35 meses del segundo mandato de Obama, b) el crecimiento interanual del PIB en cada trimestre de los primeros 3 años de la gestión Trump fue de 2,3%, inferior al 2,4% registrado en los últimos 3 años del segundo Gobierno de Obama, c) en los primeros 35 meses de gestión de Trump, el promedio mensual del salario real por hora creció a razón 0,8%, pero en los últimos 35 meses del Gobierno de Obama, había crecido 1,3%, si bien mostró una inequívoca baja en los meses previos a la elección presidencial de 2016.

Ciertamente algunos indicadores muestran una mejora inequívoca de la economía, mientras otros tornan bastante borrosa la diferencia en el desempeño agregado entre una y otra gestión. Ahora bien, la falta de una política nacional coordinada para afrontar el impacto del Covid-19 sobre la población, y el controvertido discurso y giro de la política de seguridad interior luego del asesinato de George Lloyd probablemente hayan tornado irreversible la desventaja que muestra el actual presidente en todas las encuestas.

Difícilmente sea la economía la que mueva el amperímetro de las preferencias electorales para los comicios del martes 3 de noviembre. Pero también es difícil que se registren cambios significativos al menos hasta las elecciones de medio término de 2022.

Si gana Trump (hipótesis hoy altamente improbable), no es de esperar ningún cambio ni en el expansionismo monetario y fiscal en curso. Es probable, eso sí, que se endurezca más la política militar y el proteccionismo comercial respecto de la República Popular China, Corea del Norte, Venezuela y otros países percibidos como peligrosos para Trump y sus asesores.

Si gana Joe Biden, tampoco es de esperar muchos cambios. Sí es probable que se abandone el actual sesgo distributivo de la política impositiva y la insistencia de Trump en hacer desaparecer el Obamacare y todo atisbo de seguro de salud universal.

Tal vez la política comercial se reencarrile hacia los lineamientos de la Organización Mundial de Comercio y se recompongan las relaciones con la República Popular China, pero no mucho más que eso. La caída de producción y empleo dentro y fuera de EE.UU. torna dificultoso abandonar el proteccionismo comercial de manera drástica. Quizás tenga sentido esperar cierta distención con Canadá y México, pero no mucho más que eso. Sería una sorpresa, hoy no esperada por nadie, una liberalización comercial acordada con otros países y bloques. La Unión Europea no está dispuesta a abandonar más de medio siglo de proteccionismo, y la República Popular China tampoco está dispuesto a otorgar ventajas. Menos con la caída del comercio internacional. ¿Habrá margen para que cierta distensión con Biden presidente signifique un cambio en las relaciones comerciales internacionales?

El candidato demócrata ha reiterado como slogan de campaña que “America First” significa “America Alone” (Estados Unidos solo). Si la idea en mente es la de abandonar ciertas actitudes aislacionistas, todavía sigue sin mostrar las cartas en claro. ¿Cambiará el relacionamiento con Israel, Irán, China, Corea del Norte, Cuba o Venezuela? ¿Habrá una nueva política comercial en la transición hacia una “normalidad” luego del Covid-19? En la relación con América Latina, ¿sólo cuentan México y Brasil, y eventualmente Colombia, como ha sido una constante en las últimas dos décadas?

Un segundo mandato de Trump no asoma como promisorio para nuestra región y menos aún para nuestro país. Pero tampoco es nada esperanzador (salvo alguna sorpresa) una presidencia demócrata a cargo de Biden. Los países emergentes, y en particular América Latina, no son prioridad para el futuro candidato de la Casa Blanca. Y sin revertir el proteccionismo agresivo de los últimos 3 años y medio, las reacciones en igual sentido de buena parte del resto del mundo tendrán consecuencias negativas para todos, y en particular para nuestra región. En ese caso, si la dirigencia estadounidense (y no sólo la republicana) no modifica su política hacia nuestra región, los potenciales beneficiarios, como proveedores de financiamiento y de oportunidades de negocios serán otros. Y el Gobierno que no deja de ocupar en los países emergentes los espacios que otros abandonan o descuidan, sigue siendo uno solo: el de la República Popular China.

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