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Inflación: por el camino equivocado

Entre 2001 y 2008 los países desarrollados tuvieron una inflación promedio anual de 2,7% mientras que la de Argentina fue de 15,3%. Luego, entre 2009 y 2019 la inflación promedio de los avanzados fue de 1,5% y en Argentina, 24%. Ahora, el nivel es aún mayor.

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Héctor Rubini 26 julio de 2021

Por Héctor Rubini (*)

El proceso inflacionario no va a tener solución sin un diagnóstico y una perspectiva realista sobre su naturaleza y consecuencias. Durante décadas prevalecieron varias ideas benévolas resumidas en la frase “un poco de inflación nunca viene mal”. Resumía varias ideas sueltas de un enfoque básico central: la centralidad del Estado para asignar de recursos a favor de un desarrollo industrialista orientado a la sustitución de importaciones y/o redistribuciones de ingresos.

El enfoque supone que las redistribuciones de ingresos deseables son alcanzables subsidios y regulaciones que permitan lograrla sin afectar al resto de la economía. Si aumenta permanentemente el gasto público y el déficit fiscal, se trata de financiar con deuda (preferentemente interna) o emisión monetaria. Supuestamente no es ese el combustible para la inflación. Si esta aparece o se acelera, se la tiende a atribuir a rigideces de corto plazo en ajustes de precios y salarios, y a eventuales shocks externos (cambiarios o en precios internacionales de materias primas o agroalimentos exportables).

En consecuencia, si hay inflación, se lo interpreta que es por la traslación a los precios al consumidor de subas en el tipo de cambio, precios de materias primas, o el salario. La puja distributiva y la “restricción externa” resumen el llamado “origen multicausal”. Otros, apelando a debates de cuatro décadas atrás, sostienen que la “causa” fundamental es la inercia que resulta del ajuste de contratos salariales, de alquileres o tarifas públicas.

La implicancia práctica para la toma de decisiones políticas no es irrelevante. Tal visión lleva a recomendar que para controlar la inflación hay que apelar a instrumentos de intervención en mercados, sin restricción alguna para aumentar el déficit fiscal y la emisión monetaria. El recetario habitual incluye controles de precios, de cambios, del comercio exterior, del movimiento de capitales, de los contratos salariales y, en las versiones más conciliadoras, pactos o acuerdos sociales.

La experiencia del último medio siglo es más que decepcionante: la estrategia lleva a cierta estabilidad transitoria seguida, tarde o temprano por el retorno a otro ciclo inflacionario, a veces con mayor intensidad. Algo que es más probable cuanto mayor sea la caída de la oferta de bienes bajo esos controles, y cuanto mayor sea el aumento del déficit fiscal financiado con emisión monetaria durante el período bajo controles de mercados. Algo que pone a la economía a tiro de una ulterior crisis cambiaria, inflacionaria o de la deuda pública.

Este menú aplicado desde la salida de la Convertibilidad terminó a partir de 2011 en un sendero de estanflación que ya acumula más de una década. Un fenómeno que no ha sido regla general en el resto del mundo, ni mucho menos. Si se observa además el comportamiento de la inflación de las últimas dos décadas, el descenso de la inflación en los países desarrollados y varios de nuestra región ha venido de la mano de la políticas fiscales y monetarias disciplinadas y creíbles.

A sus bancos centrales se los ha tendido a sujetar a instituciones que les provea independencia formal, o un sistema estricto de controles legales que los preserva de su subordinación a políticas fiscales o sectoriales discrecionales. En períodos de extrema emergencia (crisis subprime o Covid-19) ese principio ha sido sacrificado, pero la llamada “dominancia fiscal” no es la regla urbi et orbi ni mucho menos.

Por algo la mayoría de los países del mundo, y sobre todo los desarrollados, no tienen tasas de inflación anual en torno a las de nuestro país. Sin embargo, en este fin de semana la Secretaria de Comercio Interior afirmó en una entrevista que “hay otros países que no tienen el nivel de inflación de Argentina, y no son desarrollados”.

¿Qué dicen los datos? Que eso sólo ocurrió durante la Convertibilidad, tan criticada durante años por funcionarios (y no sólo economistas) de la actual administración: según los datos del FMI, entre 1992 y 2001 la inflación (IPC) promedio anual de los países desarrollados (allí se agrupan como “avanzados”) fue de 3,7% mientras que la de Argentina fue de 4,2%.

Ahora bien, entre 1980 y 1991 los países desarrollados tuvieron una inflación promedio anual de 9,1% mientras que en Argentina fue de 678,5% (286,3% entre 1980 y 1988, y 1.855% anual durante la alta e hiperinflación de 1989-91). Para períodos posteriores, la comparación tampoco avala lo afirmado por la funcionaria. Entre 2001 y 2008 los países desarrollados tuvieron una inflación promedio anual de 2,7% mientras que la de Argentina fue de 11,7% según los datos de la intervención del Indec, y 15,3% según varias estimaciones privadas. Luego, entre 2009 y 2019 la inflación promedio anual de los países avanzados fue 1,5% y en Argentina 24% según los datos oficiales, y 29,4% según estimaciones privadas para el subperíodo previo a 2017.

En suma, muy lejos de los valores de los países desarrollados, sobre todo fuera del período de la Convertibilidad, en los que la regla, más bien que la excepción, han sido controles de precios, de cambios, de contratos, del comercio exterior, del movimiento de capitales. Más aún, difícilmente 2021 cierre con una inflación lejos de 48%. Asumiendo ese dato como “bueno”, la inflación promedio anual para 2020-2021 de nuestro país sería de 45,4%. La de los países desarrollados, en base a las estimaciones del FMI sería de 0,9%.

La distancia de las tasas de inflación de los países avanzados es de unas pocas decenas de puntos porcentuales, pero en términos relativos nos ubica mensualmente entre el pelotón de los países más inflacionarios del mundo. Entre 1980 y 1988 la inflación promedio mensual de nuestro país era 27 veces mayor que la inflación promedio de los países avanzados, pero para 2020-2021 la inflación mensual promedio de Argentina terminaría siendo 51,5 veces mayor.

Es claro que nuestra inflación está bien alejada de la de los países desarrollados y de buena parte de los países de nuestra región. Pero su persistencia va agudizando de manera inequívoca el empobrecimiento de la población. Como bien se lo advertía Thomas Sargent (premio Nobel de Economía en 2011) al Gobierno de Brasil a mediados de los años '80, “una inflación persistente resulta de un régimen fiscal y monetario coordinado que requiere que el banco central permanentemente imprima dinero para proveer al fisco ingresos vía un implícito impuesto inflacionario”.

Este problema podría inicialmente resolverse con un apretón monetario, pero sin ajuste fiscal no es solución. Si el déficit no se elimina, continuará invariablemente mientras se pueda financiar con deuda. Un apretón monetario forzaría a mayor emisión de deuda, pero sin futura reversión del desbalance fiscal, habrá inevitablemente más emisión monetaria, y tarde o temprano más inflación en el futuro. Esta es la trampa a la que lleva la visión “no monetaria” en la práctica: a la caída en la restricción presupuestaria que tarde o temprano lleva a lo inevitable: abandonar el facilismo político de corto plazo, y asumir los costos para un programa de crecimiento y estabilización de verdad. No una serie de parches sin programa ni un plan, o siquiera algún “hilo conductor” claramente definido y explicad a la población.

El desafío no es simplemente allegar recursos para sostener algunos sectores productivos, sino el de una estrategia creíble y sostenible de estabilidad y crecimiento. Algo que al menos en los últimos 20 años ha sido resuelto en los países más prósperos y estables con instrumentos fiscales y monetarios y convencionales, y no con el intervencionismo discrecional con fines redistributivos o meramente electoralistas.

(*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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