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El capitalismo de Biden y el chip comunista de Xi

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Atilio Molteni 12 julio de 2021

Por Atilio Molteni

Según muchos observadores, el Gobierno comunista de China cree que la nueva realidad internacional le otorga el derecho y la obligación de ejercer un papel más hegemónico en las relaciones internacionales. Esa doctrina parece descansar en la convicción de que el ciclo unipolar de Estados Unidos está agotado; en la existencia de una Casa Blanca poco dispuesta a modificar los enfoques y sanciones comerciales dictaminadas por Donald Trump y en lo difícil que resultaría enderezar los conflictos bilaterales sin armar una política de reparación muy paciente y ardua.

El presidente Joe Biden hizo bastante por generar esa mirada. En su reciente visita europea sostuvo que la rivalidad de su país con China es la mayor de las disputas entre la autocracia y la democracia del siglo XXI.

Ahí optó por destacar la existencia de un rápido proceso de cambio que exhibe la cercanía del punto de inflexión, donde será necesario dirimir si subsiste el predominio democrático o si la voz cantante del planeta estará subordinada a las reglas y planes del autoritarismo.

El objetivo del mandatario estadounidense radica en aglutinar a las principales democracias de pensamiento similar (like-minded) para generar un sólido, coherente y eficaz bloque de naciones dispuestas a competir en los planos de la economía, la tecnología de punta, el comercio y las inversiones que ungieron el desarrollo de China y otras naciones asiáticas.

El enfoque incluye el mejoramiento de la infraestructura física, la buena articulación de la economía digital y la oferta de servicios de salud que permitan respaldar la expansión global.

La estrategia de Biden incluiría el replanteo de los vínculos existentes, la posibilidad de erigir un nuevo sistema de normas globales y una acción inspirada en los principios de la convivencia entre los Estados. El obvio problema de tales enunciados es reflejarlos en políticas, reglas y compromisos específicos aceptables par a la comunidad internacional.

Mientras circulan esos nuevos proyectos fundacionales, los que con toda seguridad tendrán que legalizar la sustitución del Consenso de Washington, Beijing celebró el centenario del Partido Comunista de Chino (PCCh), una fuerza que vio la luz en 1921.

Este movimiento fue inspirado por un pequeño grupo revolucionario que deseaba imponer el marxismo-leninismo en un extenso país que entonces era pobre y débil. La embrionaria imagen de entonces es la antítesis de la monumental celebración de estos días, orquestada para convencer a su pueblo, y al mundo entero, acerca de que es la única organización política capaz de generar y llevar adelante las gestiones de una superpotencia rica y ambiciosa, devenida en la segunda economía mundial y en el mayor aparato comercial del planeta.

En los últimos 40 años, China también se convirtió en el más prolongado y voluminoso éxito económico. Su PIB creció de US$ 191.000 millones en 1980 a US$ 14.300.000 millones en la actualidad. A fines de 2020, ese PIB equivalía al 71% del registrado por Estados Unidos. También fue el aparente territorio de origen del Covid-19 y, según las versiones oficiales, el primer país en desterrar esa pandemia.

Semejante evolución permitió que más de la mitad de su actual población total (unos 770 millones de seres humanos), salga de la pobreza. Paralelamente, el país se convirtió en una visible potencia tecnológica y sus niveles de crecimiento explican una parte significativa de la reciente expansión de la economía mundial.

Dicha realidad fue impulsada por las reformas de 1978 que promovió el líder Deng Xiaoping, quien indujo a liberar las fuerzas de la economía, a promover las corrientes de capital, a bajar el desempleo y combatir con éxito el proceso inflacionario. La flexibilidad de ese comunismo hizo posible generar la cooperación con los países occidentales, cuyos gobiernos abrieron sus economías a las exportaciones chinas, un dato que estimuló el interés de las mayores empresas multinacionales por invertir en un semi-ignoto mercado asiático.

La afluencia de capital fijo en China ayudó a modernizar su organización industrial, la infraestructura y el desarrollo tecnológico, en el marco de una corriente donde tuvieron una función clave ciertos sectores sensibles como las telecomunicaciones y el hoy estratégico polo aeroespacial. Los inversores fueron al Asia con el obvio propósito de maximizar sus ganancias en virtud de los bajos costos de producción, las menores exigencias regulatorias de alto costo (como las normas medioambientales) y por la concepción política de sus propios gobiernos, cuyas dirigencias imaginaron que los mayores estándares de vida en China darían lugar a la democratización del país, algo que nunca sucedió.

Bajo el mando del presidente Xi Jinping, quien ejerce el cargo desde 2012, la democracia es una entelequia. Se trata de un líder que tiene las funciones combinadas de Jefe de Estado, Presidente del PCCh y comandante del Ejército de Liberación del Pueblo. Durante su prolongada gestión se acentuó el estilo autoritario en todos los campos, incluido el manejo de la economía nacional.

Esta realidad provocó la gradual modificación de las políticas occidentales hacia Beijing, una reacción que, en el caso de Estados Unidos incluye, desde 2017, la de considerar a China como competidor estratégico.

Así llegamos a la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2020, donde prevaleció el sentimiento de que en Occidente no existía unidad de criterio acerca de cómo enfrentar la mayor agresividad de China y que las aludidas naciones estaban perdiendo influencia como centro de rector o de interés del escenario global.

Un año después, en la Reunión del G7 efectuada el mes pasado en Cornwall (Reino Unido), las cosas se dieron vuelta. China devino en asunto central del debate y sus miembros acordaron tener una posición común en temas como los derechos humanos y las acciones de Beijing en el Indo-Pacífico. Adicionalmente emergió el teórico consenso de que el mundo debía retornar al multilateralismo y contar con una posición coordinada ante las mayores tensiones globales. El factor diferencial entre ambas deliberaciones fue la prédica del presidente Biden, quien exhortó a sus colegas a forjar una política común ante la tóxica influencia china.

Mientras acontecía el 100 aniversario de la creación del PCC,h se distribuyó un nuevo informe del centro de investigación Pew, cuyo texto demuestra que las opiniones desfavorables hacia el régimen de Beijing hoy alcanzan niveles muy altos en 17 de las economías más avanzadas del mundo. La encuesta revela que las personas y entidades consultadas opinan que China no respeta las libertades individuales de su pueblo.

Esa opinión refleja el 88% de la población japonesa; 78% de la australiana; 77% de la de Corea del Sur; 76% de la de Estados Unidos; 73% de la de Canadá; 71% de la de Alemania; 66% de la de Francia y 63% de la del Reino Unido. Como saldo de tales debates e informaciones, la nueva percepción de Occidente hacia China es de alerta y minucioso análisis.

Durante la celebración del aniversario que ocurrió en la célebre Plaza Tiananmen de Beijing, Xi destacó, ante 70.000 invitados, el papel cumplido por el PCCh “en un movimiento imparable de rejuvenecimiento de la nación china” ante las agresiones del imperialismo extranjero, para después recordar el carácter excepcional del pueblo chino y su superioridad cualitativa en ciertas áreas.

Tampoco se privó de alegar que “no tolerará consejos santurrones de parte de quienes piensan que tienen el derecho de aconsejarnos”. Y si bien el mandatario no fijó un plazo para la reunificación de China con Taiwán, afirmó que constituía una misión histórica e inmodificable del partido celebrante. Fue un discurso nacionalista en el que advirtió que cualquier violación de la soberanía de ese país hallará “una gran pared de acero construida por los 1.400 millones de chinos”.

De este modo, ambos extremos de esta global medición de fuerzas presentan de distinta manera el mismo tinglado. Sólo coinciden en que el mundo está definiendo sus nuevos códigos de convivencia y que los actores exhiben poca certeza respecto de cuáles son las reglas y las líneas rojas de tales vínculos.

Bajo tan dura perspectiva, no son éstos los tiempos de audacias para las naciones que, como la Argentina, atraviesan una crisis sanitaria y económica de enormes proporciones. Más bien es la hora de desarrollar y aplicar una política exterior de lógica prudencia con todos los interlocutores que determinan nuestras pocas opciones de ayuda indispensable en el campo financiero, económico y comercial. O sea, los tiempos que obligan a tener el cerebro enchufado las veinticuatro horas del día.

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