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Estados Unidos coexiste con el aislacionismo económico

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20 julio de 2020

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Algunos centros de reflexión estiman que tanto Donald Trump como Joe Biden, los dos candidatos que competirán en las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre, decidieron convivir con la nefasta política comercial que hoy se emplea para administrar los conflictos con China; desconocer importantes reglas económicas internacionales y diferir acuerdos de integración con mercados de gran interés global o regional. Ninguno de los candidatos quiere desperdiciar los votos ligados al aislacionismo económico o al temor del desempleo. Ello supone cámara lenta para resolver el impasse que armó la Casa Blanca con el fin de neutralizar los efectos del mecanismo de solución de diferencias de la OMC, organización a la que le bajó el precio en forma arbitraria e irracional. Hace tiempo que ambas fuerzas políticas creen en las virtudes electorales de mimetizarse con los reflejos populistas.

En una de las regulares sesiones de interpelación al titular de la Oficina Comercial (USTR) sostenida por el Congreso en junio último, los legisladores de ambos partidos optaron por debatir siete horas los detalles y no las críticas que deberían recibir ciertas propuestas y maniobras del actual gobierno.

Nada de eso resulta inesperado. En el último cuarto de siglo la dirigencia estadounidense dejó marchitar tanto el Consenso de Washington como la noción específica de seguir liberalizando el comercio mundial. Las bases políticas de ambos partidos no quieren mayor competencia de productos importados. Es la misma audiencia que se alegró de ver cómo el Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), daba y recibía el trato de alma gemela de parte del inquilino de la Oficina Oval y, como la mayoría de sus antecesores, sólo fue a Washington para garantizar que la casa está en orden (ver mis premonitorias columnas sobre el andar de AMLO).

Por si fuera poco, esos Centros arriesgan la idea de que Biden no sabe si escuchar a los asesores que le proponen recapturar una militancia destinada a resucitar y aggiornar la OMC o a los que le dicen que la liberalización del comercio global es un enfoque “piantavotos”. Al igual que Carlos Menem, el líder demócrata hoy sólo tiene clara su inocultable confusión. De todos modos, el ex vicepresidente de Barack Obama se diferenció de Trump al anticipar su intención de invertir US$ 2.000.000 millones para combatir el Cambio Climático y el deterioro ambiental, una gesta similar al Green Deal (el Pacto Verde) que impulsa la Unión Europea (UE).

Según los rastros que dejaron los comentarios de Biden acerca de la futura política comercial, es obvio que sus equipos no tienen una visión uniforme sobre el papel que deberían tener las cadenas de valor y si debe o no existir una política industrial en Estados Unidos, debate de plena actualidad en el Parlamento Europeo. Y aunque la economía estadounidense no tiene una dependencia extrema de los componentes importados, los analistas entienden que el valor de estas discusiones es sólo político y quizás equivocado.

Al mismo tiempo, los demócratas se preguntan si el Estado debería tener mecanismos para controlar si el mercado puede asegurar el abastecimiento de materias primos e insumos críticos apropiados para la producción local. En suma, lo único que parece definido es que el candidato demócrata quiere mejorar, profundizar y profesionalizar las negociaciones con China para ir resolviendo cada módulo de ese complejo proceso.

Ese clima de indecisión lleva a ceder a Pekín el papel que venía ejerciendo Estados Unidos como líder global, un país que, según las últimas estimaciones, finalizará 2020 como la primera economía del mundo y cuya máquina de decisión está hoy más controlada que antes por una dirigencia política que acaba de mostrar el puño stalinista a los defensores de las libertades y del capitalismo puro en Hong Kong.

De acuerdo con las proyecciones del Boletín Statista, las que se basan en precios-base de 2017 corregidos por el mecanismo que mide el cambio aplicable con la metodología PPP, expresada en billones de dólares (en castellano), China terminó 2019 con 22,53 y espera un crecimiento de 1,2% para 2020; Estados Unidos 21,57 y -5,9%; India 9,23 y 1,9%; Japón 5,21 y -5,2%; Alemania 4,47 y -7,0%; Rusia 3,97 y -5,5%; Indonesia 3,20 y 0,5%; y Reino Unido 3,12 y -6,5%. En otras palabras, Asia crece poco pero tiende a recuperarse, mientras que Occidente sólo se mueve de incógnita en incógnita. O, como solía decir Mauricio Macri, esperando el milagro del segundo semestre.

Lo peor de todo esto, es que, en muchos casos, el diagnóstico de Washington está basado en tonterías mercantilistas, ya que el actual Presidente de Estados Unidos asigna gran parte de sus padecimientos a los acuerdos regionales de integración como el viejo Nafta desechando la realidad de que sus déficits comerciales de gran calibre se originan en naciones como China y Alemania, con las que nunca suscribió acuerdos de esa naturaleza.

La pasada semana un ex miembro de la primera horneada del Organo de Apelación de la OMC (el mecanismo cerrado por reparaciones), sostuvo que esa Organización había perdido la capacidad de aprobar reglas consistentes con la compleja y diversificada evolución productiva y tecnológica del mundo, lo que es cierto, pero tuvo la mala idea de ilustrar el tema con el argumento de que ello explica la falta de reglas sobre temas centrales como la inversión, lo que es una falacia de jardín de infantes.

En los años 90 se negoció en el marco de la OCDE un proyecto orientado a crear un Acuerdo Multilateral de Inversiones (conocido por su sigla inglesa MIA, proceso en el que Argentina fue país observador), y del que salió un texto que hubo de patinar no sólo porque era malo y superficial, sino porque tanto el gobierno francés como otras naciones europeas se acobardaron al ver manifestaciones de poca monta frente a la sede de esa Organización.

El proyecto capotó a fines de 1993 en vida del ex GATT, o sea antes de que naciera la OMC, cuando Estados Unidos era un indiscutible protagonista del ejercicio y compartía el esfuerzo con los miembros de la Comunidad Económica Europea (aún no existía la UE), Japón, los gobiernos de Oceanía y otros participantes. O sea que fueron los líderes del capitalismo tradicional los que entonces no dieron pie con bola sin que nadie les atara las manos, y ello aconteció cuando la liberalización del comercio y la inversión estaban de moda en casi todos los rincones del planeta. Era la época en que China recién empezaba a gatear económicamente y aún no era miembro del nuevo Sistema Multilateral de Comercio, ya que la OMC se estableció a mediados de 1995 y Pekín recién se convirtió en miembro en noviembre de 2001. ¿Capisce?

Lo mismo pasó con otros proyectos que no vieron la luz del día. En la Ronda Uruguay del GATT, la última negociación multilateral de envergadura (1986-1994), Estados Unidos y otros países introdujeron con éxito el proyecto de Acuerdo sobre el Comercio de Servicios más conocido por la sigla GATS. Y entre los servicios que en ese entonces quedaron sin cubrir por tales reglas, se destacan ni más ni menos que todas las formas de transporte. Resulta que fue Washington quien no quiso poner sobre la mesa la Ley Jones (Jones Act) que desde principios del Siglo XX le da el monopolio del servicio de cabotaje marítimo nacional por razones “de seguridad” y porque con parecidas excusas quiso preservar en el marco de la OACI (ICAO en inglés), las negociaciones sobre las libertades de mercado que se pactan en el negocio de la aviación civil. ¿Es posible hablar de comercio sin hablar de transporte?. Aunque sea estúpido “si se puede” y se pudo, así que el antedicho diagnóstico de que esos fracasos son imputables a la existencia de la OMC son absolutamente falsos. ¿Por qué tampoco hubo avance en las negociaciones plurilaterales para actualizar el GATS con el llamado proyecto TISA?

Según algunos, la solución para sacar del pozo a la OMC debe basarse en reponer el sistema multilateral de dos tiempos, basado en proyectos plurilaterales como los aprobados en la Ronda Tokio, o sea retrasando en más de 40 años el reloj de la política comercial. Bueno, el TISA fue un proyecto plurilateral y el asunto por ahora está en vía muerta. El proyecto de Acuerdo plurilateral sobre Bienes de Ambientales (cuya sigla inglesa es EGA) responde a las mismas características y reposa en una cama criogénica.

Otra faceta de la actual realidad fue la expuesta, también la pasada semana, por el ex Primer Ministro de Australia, Malcolm Turnbull (2015-2018), quien dijo de manera inequívoca, y en un diálogo de corta audiencia realizado en otro Centro de Reflexión que pude seguir en directo, que si Estados Unidos no ofrece mejores opciones, la Iniciativa sobre las rutas Cintura y Camino que impulsa Pekín, le servirá a China para colocarse al frente del planeta (me refiero a la Belt and Road Iniative o BRI), cuyos incentivos se están llevando por delante lo que queda del liderazgo de Washington. El proyecto chino parece convocar, problemas operativos y políticos aparte, a 138 países, 18 de ellos de América Latina (la lista completa está en internet).

La visión de la clase política estadounidense supone un voluntario confinamiento y repliegue económico-comercial, donde la globalización no tiene definiciones precisas y el multilateralismo suena a rareza tóxica. En ese nuevo escenario, emergen con vida las fórmulas de un desarrollismo que propone vender productos globales a partir de métodos artesanales y costosos de producción.

El pasado viernes el saliente Director General de la OMC, embajador Roberto Azevedo, estimó que la caída del comercio global a fines del 2020 puede alcanzar a “sólo” 13%, merced al papel activo de China e India, los dos países que revelan cierta expansión económica. En junio esa caída del intercambio aún estaba en un 18%, pero los especialistas creen que con raspar la base de la lata por otro 2,5%, el antedicho objetivo de “moderada caída” resultaría alcanzable.

Y una observación final. A pesar de que el Jefe de la Casa Blanca no cesa de ayudar a su adversario político con los errores que apila diariamente, y de que Biden lleva una ventaja que va de 8 a 15 puntos, no es sano olvidar que Hillary Clinton creyó que Donald no saldría vivo de las elecciones primarias del Partido Republicano o que, en vista de sus debilidades como candidato, ella ganaría las elecciones generales de 2016 con la fusta bajo el brazo. La historia demostró que el Colegio Electoral da permanentes sorpresas, sobre todo cuando las principales dudas acerca de los méritos de Biden nacen, otra vez, en su propio partido.

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