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Argentina ante el nuevo enfoque operativo de la ONU

Atilio Molteni 09 septiembre de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

Si bien está claro que muchos de los debates globales son llevados a foros más específicos o convenientes para sus principales actores, no hay duda de que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) es el escenario donde se dirimen una amplia variedad de temas picantes o sensibles que forman la agenda internacional.

La proximidad de un cambio de mandato o de autoridades presidenciales obliga a preguntar y a preguntarnos dónde está parada Argentina en tales debates, ya que ser parte de la masa crítica o de la masa sistémica de la ONU permite empujar con mayor solvencia los intereses particulares del país.

Al trazar las líneas y enfoques de alianzas, resulta imposible olvidar que la tradicional y unilateral preponderancia de Estados Unidos es un dato viejo. Hoy el planeta asiste a la competencia global multidisciplinaria entre Washington y Beijing dado que China es una superpotencia económica y una potencia regional en Asia y el Pacífico.

Tampoco es astuto subestimar las acciones que desarrolla Moscú con la finalidad de reconstruir su zona de influencia en los países que integraron la ex URSS o en zonas críticas como el Medio Oriente.

La pasada semana se destacó en El Economista que el presidente Donald Trump intentó reintegrar al Gobierno ruso al Grupo de los Siete (G7) y el tema no parece totalmente concluido. Y, por último, aunque sin duda queda mucha carne por cortar, hay otros Estados que desafían el orden internacional existente, como sucede con Corea del Norte e Irán, cuya incidencia no resulta menor en ciertos debates de la ONU, pues sus Sistema convoca y reúne con efectividad a esos Estados miembros, les permitirle expresar su opinión sobre los grandes problemas mundiales y es todavía, no obstante los muchos reparos aplicables, la manifestación fundamental de la gobernabilidad mundial cuando asoman serios cuestionamientos a la diplomacia multilateral.

La Carta de la ONU fue suscripta el 26 de junio de 1945 al terminar la Conferencia de las Naciones Unidas de San Francisco y su texto entró en vigor el 24 de octubre del mismo año. Este nuevo formato surgió de un acuerdo que comenzó a gestarse en 1943 entre Estados Unidos, Reino Unido y la URSS, aciones que optaron por volver a algún tipo de organización internacional de carácter permanente una vez que acabara la Segunda Guerra Mundial, donde se pudieran superar los defectos de su antecesora, la Sociedad de las Naciones y fuera posible ejercer con certeza el principio de la igualdad soberana de todos los Estados amantes de la paz.

La gestación de la ONU no fue un proceso lineal. Aunque concluyó recién el 7 de octubre de 1944 en la Conferencia preparatoria de Dumbarton Oaks, en Washington DC, tal evento dejó pendiente la cuestión referida a la capacidad de veto asignable a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Tal mecanismo fue zanjado en las conferencias de Yalta y Potsdam entre las grandes potencias, donde prevaleció, por múltiples razones, un ambiente de gran cooperación entre ellas. Fue en esa etapa cuando se pudieron tratar los problemas más sensibles que emergieron al concluir la Segunda Guerra Mundial, como el futuro de Alemania y de los países que fueron volcados al socialismo forzoso de Europa Oriental.

A diferencia de la Sociedad de las Naciones, se reconoció como piedra básica del Sistema ONU el derecho exclusivo y las prerrogativas de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad, órgano al que se confirió la primordial responsabilidad de mantener la paz y la seguridad internacionales, ya que los restantes miembros de la Organización optaron por reconocer que ese órgano habría de actuar en nombre de ellos al desempeñar las funciones que le impone dicha responsabilidad. Inicialmente el Consejo se integró por 11 miembros -desde 1965 fueron 15- con la representación permanente de los Estados Unidos, Francia, Reino Unido, URSS (ahora la Federación Rusa) y China.

La característica de las decisiones del Consejo son su obligatoriedad y el hecho de que deben ser adoptadas por el voto afirmativo de once miembros, incluyendo los permanentes, por lo que estos últimos tienen el derecho de veto (el que no resulta aplicable a las cuestiones de procedimiento).

Desde un punto de vista realista se tuvo en cuenta que era necesario otorgarles esa posición privilegiada, como única manera de obtener la participación y el compromiso de todos ellos, mientras los principios universalistas se insertaron en otros pasajes de la Carta, como el funcionamiento de la Asamblea General, pero cuyas decisiones son simples recomendaciones sin valor obligatorio (vinculante), como lo demuestran las resoluciones adoptadas sobre la Cuestión Malvinas. Desde 1946, y como consecuencia de la Guerra Fría, el Consejo de Seguridad estuvo generalmente paralizado en su función de mantener la paz y seguridad, debido al uso del veto por sus miembros permanentes (193 veces en el período 1945 a 1990) y por la falta de acuerdo sobre la estructura militar prevista en los artículos 43 y siguientes de la Carta, por el que los Estados se comprometieron a poner fuerzas a disposición del Consejo de Seguridad. A pesar de ello, hubo otros avances significativos como el proceso de descolonización, que transformó las características de la sociedad internacional (los miembros de la ONU pasaron de ser 51 a 193), la creación de una serie de organismos especializados (en los campos más diversos como el Medio Ambiente) y por el desarrollo de las operaciones para el mantenimiento de la paz, basadas en el Capítulo VI de la Carta.

Las primeras de esas operaciones se concretaron en 1948, en oportunidad del envío de observadores a la tregua en Palestina. En 1949 también se destacaron observadores militares para controlar los nuevos vínculos entre India y Paquistán, hasta que en 1956 se innovaron los enfoques con el envío de una unidad de la ONU a Egipto para permitir el retiro de la fuerzas anglo-francesas, que habían invadido la zona del Canal de Suez, proceso en el que se consideró necesario interponer una fuerza moderadora y casi arbitral entre egipcios e israelíes.

Recién en 1990, al finalizar la Guerra Fría y comenzar un período de distensión, el Consejo de Seguridad empezó a funcionar, por un tiempo, como fuera previsto originariamente, pues se aplicaron con más facilidad sanciones y se desarrolló un nueva generación de operaciones que tuvieron en cuenta su Capítulo VII, llamadas “multidimensionales” o de imposición de la paz, que se aplican a conflictos selectivos en cuanto a su carácter y donde existe un acuerdo en cuanto a su solución. Tal enfoque no resultó viable en los conflictos más severos, donde las posiciones de los miembros permanentes persiguen fines y visiones contrapuestas.

Semejante evolución explica la existencia de cambios gatopardistas: hacer muchos cambios para que nada sustantivo termine por cambiar. No obstante tan arduo galimatías, los ajustes demostraron ser uno de los mejores atajos para cumplir con los propósitos y principios de la Carta, ya que las misiones no sólo aumentaron en número, sino que también revisten mayor complejidad. Llegaron a ser, como promedio, alrededor de veinte por año, compuestas por unos cien mil hombres (militares, policías y civiles), lo que demandó un presupuesto anual cuatro veces mayor (que superó los 5.000 millones de dólares).

Los proyectos operativos se rigen por tres principios básicos: consentimiento de las partes; imparcialidad y no uso de la fuerza salvo en legítima defensa y en cumplimiento de cada mandato. Casi todas las instrucciones se guían por un mecanismo flexible, que sigue las características de la misión a cumplir. Actualmente hay 14 operaciones de paz desplegadas en cuatro continentes: 7 en África, 1 en América Latina (Haití), 1 en Europa (Kosovo), 4 en Medio Oriente y 1 en Asia (relaciones entre India y Paquistán).

De ser una acción originariamente concebida para mantener el cese del fuego entre los contendientes, las misiones terminaron por convertirse en un instrumento para asegurar el proceso de consenso o arreglo político a través del dialogo y la reconciliación; la protección de civiles, la asistencia en proyectos de desarme; la desmovilización de combatientes, la organización y protección de actos electorales y el interés de asistir la vuelta a la legalidad de las instituciones. Actualmente, la Argentina participa en cuatro y en el pasado lo hizo en dieciocho misiones, por lo que se calcula que unos 100.000 militares y fuerzas de seguridad nacionales fueron parte de este tipo de operaciones, una práctica que el país debería cultivar con inteligencia.

Por otra parte, existe una tensión permanente entre la soberanía de los Estados, la que se retrotrae a la Paz de Westfalia y la búsqueda de la seguridad humana, a través de la protección de las personas sujetas a riesgos de genocidio u otros crímenes contra la humanidad y de guerra, con acciones que se orientan a lo que se denomina como el nuevo principio en evolución de la “responsabilidad de proteger”. Tal principio se basa en la responsabilidad de cada Estado de dar protección a los ciudadanos y en el derecho de trasladar y acudir a la comunidad internacional cuando el miembro relevante no está en condiciones de garantizar tal protección.

A pesar de lo anterior, su aplicación fracasó en el caso de Libia (2011), y tampoco se hizo de manera eficiente en la compleja guerra civil de Siria, donde no existió un consenso de objetivos y acciones en el Consejo de Seguridad. Esta es una de las nuevas normas que está en pleno proceso de concepción, ámbito en el que está todo por hacerse. No estaría de más que el Gobierno que llegue al poder el próximo 10 de diciembre ponga el dedo en el renglón al definir su papel en la ONU.

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