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Turquía: la grieta aún no saldada entre el Imperio Otomano y la república laica

Sea Libia, Siria, la región del Cáucaso o el Mediterráneo oriental, el Gobierno del autoritario presidente Recep Tayyip Erdogan se inmiscuye en cuanto conflicto ronde alrededor.

Luis Domenianni 20 septiembre de 2021

Por Luis Domenianni

Turquía forma parte hoy, desde una visión externa, del neoimperialismo que genera una cuota importante de la inestabilidad política y económica en que se encuentra inmersa una parte significativa del mundo.

Se trate de Libia, de Siria, de la región del Cáucaso o del Mediterráneo oriental, el Gobierno del autoritario presidente Recep Tayyip Erdogan se inmiscuye en cuanto conflicto ronde por los alrededores del territorio de su país.

Conocidas son para los analistas, los observadores y los ministerios de Relaciones Exteriores de las principales potencias mundiales las ambiciones otomanas que movilizan al presidente turco.

Incluido en la corriente que postula un rol político para el islam, aunque no teocrático, como es el caso de Irán encabezado por un religioso, el presidente reivindica en privado el califato del sultán en el Imperio Otomano, caído como consecuencia de la derrota en la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Por definición, el califato es el gobierno de un estado islámico bajo el liderazgo de una personalidad con el título de califa. El califa es considerado un sucesor político-religioso del profeta Mahoma.

Dicha consideración otorga, hoy teóricamente, antes en la práctica, el acatamiento de todos los musulmanes. Es decir, la base ideológica para la formación de estados multiétnicos fundamentados, en mayor o menor medida, en la creencia común.

Así ocurrió con el califato otomano que duró poco más de cuatro siglos (1517-1924). Así pretendió que ocurriese Abu Bakr El-Baghdadi, fallecido jefe de la organización Estado Islámico cuando proclamó su propio califato y su supremacía sobre los musulmanes.

Hablar de imperialismo, hasta la segunda mitad del Siglo XX, implicaba referirse al colonialismo europeo que dominaba la práctica totalidad del continente africano y gran parte del asiático. Sus exponentes principales fueron el Reino Unido y Francia. Secundarios: Portugal, los Países Bajos y Bélgica. Terciarios: España, Dinamarca, Suecia, Alemania e Italia.

Luego, producto de la propaganda izquierdista -fundamentalmente, comunista- la definición de imperialismo adquirió una connotación puramente ideológica.

Así, el sayo recayó sobre los Estados Unidos, no por su presencia “colonial” en territorios hoy integrantes de la Unión como Hawái o Alaska, o en estados asociados como Puerto Rico, sino por su expansión económica planetaria.

La nueva definición permitía maquillar los imperialismos ruso y chino, ambos originados en las formas de gobiernos imperiales que presidían ambos países y continuados cuando sendas revoluciones instalaron gobiernos comunistas.

La situación en Hong Kong, en Tibet, y en el Sinkiang-Uigur; los conflictos himalayos con la India; las pretensiones soberanas, sin fundamento jurídico alguno, sobre el Mar de la China meridional y el estado prebélico frente a Taiwán, demuestra con suficiencia el carácter imperialista de la dictadura china.

Desde el lado ruso, las dos guerras de Chechenia; el férreo control del Cáucaso y el Asia Central rusos donde predomina el islam; el aliento y la ayuda al separatismo pro ruso en Georgia, Moldavia y, sobre todo, Ucrania, muestran una continuidad entre el imperio de los zares, la era comunista y el actual autoritarismo.

Pero a Rusia y a China, hay que sumar como nuevo actor imperial a la Turquía bajo el Gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo que lidera el presidente Erdogan.

Desde adentro

En el plano interno, una de las características del régimen turco es la intolerancia. Una intolerancia que adquiere diversos ribetes. Desde el antiguo odio hacia los armenios después del genocidio de las primeras décadas del Siglo XX hasta la represión sin miramientos contra cualquier reivindicación hecha en nombre del pueblo kurdo.

Pero, también la intolerancia se vuelca hacia la disidencia política no étnica. Quienes osan discutir el régimen o el gobierno más allá de los límites de la oposición tolerada sufren persecuciones casi siempre avaladas por un poder judicial adscripto al oficialismo.

Escritores como Ahmet Altan, con una condena de diez años de cárcel anulada por en casación, ahora en libertad condicional tras cinco años de prisión, pero a la espera de un nuevo proceso acusado de haber apoyado el golpe de estado fracasado de julio del 2016, son testimonio del régimen represivo impuesto por el presidente Erdogan.

O generales en retiro que son detenidos casi 25 años después de un intento frustrado de golpe de estado y que resultan condenados con reclusión perpetua por haber redactado un memorándum publicado por el Ejército turco en? 1997.

Ese golpe de estado, a diferencia de los tres más recientes, no produjo víctimas, pero alcanzó para derrocar al entonces primer ministro y mentor ideológico de Erdogan, el islamista y entonces primer ministro Necmettin Erbakan. Varios de los generales encarcelados sufren patologías seniles. Casi todos superan los 80 años de edad.

Pero, tampoco los religiosos quedan exentos del alcance de la represión. Es el caso de un imán llamado Resur Ucdag, quién fue condenado por un tribunal de Dyibarkir, región con predominio kurdo, por dos publicaciones en Facebook, consideradas como propaganda del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) catalogado como organización terrorista.

El caso trajo aparejado una condena, en este caso de la Corte Europea de Derechos Humanos, que juzgó arbitrarios y no probatorios los fundamentos de la sentencia.

Otra víctima de la represión autoritaria resulta los medios de difusión independientes. Es tal el rigor impuesto que la cadena Fox TV fue sancionada financieramente porque uno de sus periodistas calificó de “pesadilla” a los violentos incendios que asolaron 35 provincias del país, causaron 8 muertes y destruyeron 170 mil hectáreas de bosque y cultivos durante el verano.

Y es que el manejo -mejor dicho, el desmanejo- de los incendios forestales por parte del gobierno motivó críticas. La reacción del gobierno fue acusar a la oposición de intentar imponer “el terror de la mentira”. Acusación extensiva a los medios de comunicación independientes.

Resultado: un proyecto de ley para restringir la libertad de expresión con el consiguiente rechazo de la Unión de Periodistas turcos a través de un comunicado apocalíptico donde afirma que “la sociedad pierde el derecho a la información y nuestro país pierde su democracia”.

Por el contrario, los medios vinculados con el gobierno gozan de plena libertad aún para publicar reportajes inexistentes. Fue el caso del diario Sabah muy próximo a la Presidencia que publicó una entrevista con el candidato conservador alemán Armin Laschet, quién hacía gala de su “amor inmenso por Turquía”. Todo muy poético, solo que la entrevista nunca existió.

Claro que una cosa son los medios de difusión formales y otra, muy distinta, las redes sociales. Por ejemplo, YouTube donde todas las semanas aparece un jefe mafioso, llamado Sedat Peker quien, desde el exterior, revela sus relaciones con altos miembros del gobierno.

El ministro del Interior Suleiman Soylu; el yerno del presidente Erdogan y ex ministro de Finanzas, Bertat Albayrak; y el anterior ministro del Interior, Mehmet Agar; siempre están en la mira del fugitivo Peker, quién aporta semanalmente nuevos datos. Y anticipa que “habrá más”. Sus seguidores ya suman 500 mil.

Los kurdos

Repartidos entre Siria, Irak, Irán y Turquía, suman más de 45 millones de individuos, de los cuales más de 15 millones habitan en Turquía.

Desde la caída del Imperio Otomano, los kurdos reclaman un estado nacional. El Tratado de Sèvres que determinó la partición del citado imperio aprobó la creación de un Kurdistán independiente, aunque limitado a solo algunos de los territorios poblados por kurdos. Pero, nunca fue ratificado.

Tres años después, en 1923, un nuevo tratado, el de Lausana, aceptó un encuadre especial para las minorías no musulmanas, tras el triunfo del padre de la Turquía moderna, Mustafá Kemal, sobre el ejército griego. Amparó a armenios y a griegos, pero no así a kurdos de religión islámica.

A partir de entonces, las insurrecciones kurdas se sucedieron en los distintos estados donde se asientan los miembros de la etnia.

En Turquía, dicha insurrección fue protagonizada por el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), fundado por el hoy preso Abdullah Ocalan. Secuestrado en Nairobi, Kenia, por los servicios de inteligencia turcos, Ocalan fue condenado a muerte, pena que quedó conmutada por la de prisión de por vida, que cumple actualmente.

El PKK llegó a contar con 10.000 combatientes armados y declaró una guerra contra el Estado turco cuya consecuencia fue más de 40.000 muertes y más de 3.000 aldeas kurdas destruidas.

Desde la prisión de Ocalan, la actividad militar del PKK disminuyó hasta decaer a unas pocas acciones armadas llevadas a cabo desde los santuarios donde se refugian en el vecino Irak.

No obstante, la represión turca no cede. Desde atentados “nacionalistas” contra locales del Partido Democrático de los Pueblos (pro kurdo), el último de los cuales ocurrió en Esmirna, en junio del 2021, hasta encarcelamiento de los dirigentes que reclaman un Kurdistán independiente.

Así, los diputados del Partido Democrático de los Pueblos son destituidos, unos tras otros, bajo acusaciones de apología o de propaganda del terrorismo. Su líder, Salahattin Demirtas, miembro electo de la Asamblea Nacional turca, está en prisión desde el 2016 por el “delito” de “colaboración con banda armada y propaganda a favor de organización terrorista”.

La guerra civil siria, donde los contingentes kurdos jugaron un papel central para desalojar a los yihadistas de Estado Islámico, motivó un nerviosismo especial del presidente Erdogan. Al punto que ocupó militarmente una parte del territorio sirio para evitar una continuidad geográfica entre los kurdos de Siria y sus homónimos de Turquía.

Pero todo tiende a cambiar. Razón de ser: la necesidad de la reinserción de Turquía en la comunidad internacional, tras las aventuras militares en la intención de la recuperación de una esfera de influencia perdida un siglo después de la caída del Imperio Otomano.

Geopolítica

Y el cambio tiene una razón de ser en primera instancia: la inmigración. Se trata de un acuerdo entre Turquía y la Unión Europea que consiste, grosso modo, en la primera alberga los inmigrantes, la segunda paga el costo de dicho albergue.

Hasta el momento, Turquía recibía inmigrantes en ruta hacia Europa, provenientes mayoritariamente de Irak y de Siria. Ahora, tras la victoria en la guerra civil por parte de los talibanes, se agregan los afganos. Aquellos que no pudieron abandonar el país por la vía del puente aéreo y que ya comenzaron a hacerlo por vía terrestre.

Los refugiados afganos deben atravesar Irán e Irak, antes de alcanzar territorio turco. El presidente Erdogan los recibe, siempre y cuando la factura la pague la Unión Europea o sus integrantes.

Pero, además, para los occidentales resulta fundamental recuperar a Turquía, en gran medida debido al inevitable choque con el otro imperialismo regional: Rusia. Como consecuencia, europeos y norteamericanos parecen dispuestos a perdonar las incursiones desestabilizadoras turcas en el Medio Oriente, en el norte de África, en el Mediterráneo Oriental y en el Cáucaso.

Debe ser un perdón extremadamente amplio para incluir las acciones militares turcas en Siria contra los kurdos aliados de los norteamericanos; la participación de las tropas turcas en la guerra civil libia; los conflictos con Grecia y Chipre en el Mediterráneo Orienta; y el apoyo con drones y armamento al ejército azerí en la guerra que opuso Azerbaiyán y Armenia.

Tan amplio que debe cubrir hasta los destalles protocolares como el asiento secundario al que debió resignarse la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyden, durante su visita al Palacio Presidencial para entrevistarse con el presidente Erdogan.

Un perdón que incluye, además del particular caso von der Leyden, el abandono formal por parte de Turquía de la Convención Internacional contra la Violencia sobre las Mujeres; la represión de la oposición y la persecución de los kurdos.

Una vez más, la Unión Europea y, en segundo lugar, los Estados Unidos abandonan los principios republicanos y liberales en aras de un realismo geopolítico cuando menos oportunista.

Y lo hacen no sin cierta ceguera. Pese a su apariencia de hombre fuerte, el presidente Erdogan no se encuentra en un momento de popularidad. La economía presenta signos de estancamiento al crecer solo 0,9% en 2019 y 1,8% 2020.

Las cuentas son por demás pesimistas si se las mide desde el ingreso per cápita. Allí, el retroceso es del 0,2% en 2016; del 4,4% en 2017; del 14,6% en 2018; con un pequeño rebrote del 1,6% en 2019; para continuar con una nueva caída del 8,6% en 2020. La tasa de inflación anual es del 19% y la desocupación supera el 13%.

Un panorama que repercute sobre la popularidad del gobierno y del presidente. Ya en el 2019, el presidente jugó todo su prestigio para evitar una derrota trascendente en la alcaidía de Estambul, donde comenzó su carrera política, pero no pudo impedir un traspié estrepitoso al perder por más de 800.0000 votos de diferencia.

No resulta ajena a la caída, la percepción sobre corrupción que la sociedad experimenta respecto del partido de gobierno y de su líder, ni la arrogancia y el autoritarismo del partido islamista.

El ahora alcalde de Estambul, Ekren Imamoglu, promueve un retorno al estado laico y no son pocos quienes lo imaginan como candidato presidencial para enfrentar a Erdogan en el 2023.

Por último, la pandemia, Turquía contabiliza poco más de 60.000 muertos. Relativamente poco para un país de casi 84 millones de habitantes. No obstante, estos últimos días, la cantidad de fallecidos por Covid-19 parece ir “in crescendo”, posiblemente en razón de una vacunación no del todo satisfactoria. A la fecha, el 46,56% de la población recibió las dos dosis.

En conclusión, Turquía se apresta a revivir una lucha entre dos tradiciones. La una, varias veces centenaria que reivindica el califato islámico otomano y cuyo principal actor actual es el presidente Erdogan. La otra, la secular de Mustafá Kemal, conocido como Ataturk, también autoritaria, pero laica y modernista. En el medio, el sempiterno conflicto kurdo.

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