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Biden en problemas

Estados Unidos: un presidente con popularidad en descenso tras un año de mandato

La última encuesta Gallup muestra una caída de la popularidad presidencial, en un año de gobierno, del 57% al 40%

La última encuesta Gallup muestra una caída de la popularidad presidencial, en u
La última encuesta Gallup muestra una caída de la popularidad presidencial, en u .
Luis Domenianni 13 febrero de 2022

Sin dudas, dentro de la sociedad norteamericana nadie o casi nadie está dispuesto a morir por Ucrania. Probablemente en la rusa, tampoco. Solo que ambas sociedades no cuentan con un peso específico similar: Estados Unidos es una democracia mientras que Rusia es un autoritarismo.

A la fecha, las principales preocupaciones del ciudadano común norteamericano son otras. Algunas por cuestiones irresueltas desde siempre como los conflictos raciales o la proliferación de armas de guerra. Otras de inmediata actualidad como la pandemia del Covid y las resistencias a las vacunas o la inflación.

La política exterior no figura como prioritaria. Sin embargo, el tumultuoso retiro de Afganistán, los misiles norcoreanos, los sobrevuelos chinos sobre Taiwán, los avances ruso y chino en el mundo y la crisis de Ucrania contribuyen a mellar la popularidad y la credibilidad del presidente Joe Biden, particularmente entre aquellos que se consideran patriotas.

Esos norteamericanos autoconsiderados patriotas conforman el soporte central del expresidente Donald Trump quien, pese a su derrota electoral del 2020, conserva una muy importante influencia sobre el Partido Republicano. Suficiente para generar una grieta en la sociedad que opone pro-autoritarios versus liberales.

Cabe preguntarse sobre las razones que deterioran la popularidad del presidente Biden cuando Estados Unidos muestra una fulgurante recuperación económica con un crecimiento del PIB que es récord de los últimos 37 años y cuando la tasa de desempleo se ubica en 4%, considerado como plena ocupación.

Por supuesto, todo confluye. Siempre conviven quienes valoran más los éxitos junto a quienes tienen muy en cuenta los fracasos. Pero el desbalance entre éxitos y fracasos adquiere notoriedad a favor de estos últimos cuando de la política exterior del presidente Joe Biden se trata. En tal sentido, la cuestión ucraniana adquiere una gran relevancia.

Un compromiso diplomático -con el escaso valor que dichos compromisos muestran en el tiempo- es el objetivo que se propone lograr Estados Unidos con Rusia en cuanto concierne a Ucrania y su demanda de admisión en la OTAN, la alianza militar defensiva-ofensiva occidental.

Compromiso diplomático que busca ser alcanzado con mucho intercambio en las discusiones, por un lado, y con movimientos militares, por el otro. Del lado ruso, con la acumulación de material bélico y más de 100.000 soldados cerca de la frontera ucraniana. Del lado norteamericano, con un refuerzo militar casi simbólico en Polonia y Rumania.

No hace falta demasiada lucidez para corroborar que la posición ofensiva es la rusa y la defensiva es la norteamericana. Es que no se trata de discutir la anexión unilateral de la península de Crimea ucraniana a Rusia. Tampoco de definir la pertenencia a Ucrania de los territorios gobernados por separatistas prorrusos de Donetsk y de Luhansk, en el este del país.

¿Sobre qué se discute, entonces? Pues sobre la pretensión del presidente ruso Vladimir Putin de vincular la seguridad nacional de su país con un compromiso norteamericano de no incorporar material militar adicional en los países que anteriormente formaban parte de la esfera de influencia soviética.

Y sobre la también pretensión del presidente Putin de una decisión de la defensiva-ofensiva de la OTAN de no “ampliarse” hacia el este. Es decir, por ejemplo, a Georgia, a Moldavia y, sobre todo, a Ucrania.

¿Cuál es la respuesta norteamericana? Discutamos. ¿Sobre qué? Sobre la seguridad de todos. Solo con el límite de lo inaceptable. ¿En qué consiste ese límite? En aceptar que la OTAN limite su expansión. Es decir, en negarle a Ucrania, Georgia y Moldavia no solo el ingreso a la organización sino el derecho de plantear dicha adhesión.

¿Dónde está el presidente Biden?

Si del conflicto ucraniano surge con nitidez la figura del presidente ruso Putin, la del presidente norteamericano Biden aparece como difusa, al punto que el propio presidente llegó a admitir la posibilidad que una invasión militar rusa fugaz y limitada no admitiría una respuesta contundente occidental.

Semejante afirmación quedó próxima de un “sincericidio”, a tal punto que la vocera de la Casa Blanca debió salir a relativizarla para vaciarla de contenido, pero quedó flotando como muestra de las hesitaciones del presidente norteamericano que insiste ante quien quiera oírlo que no responderá por la fuerza ante la eventual invasión a Ucrania

Tampoco consigue Biden encabezar de forma clara y, menos aún única, la tarea de contención del expansionismo ruso. Si, por un lado, el novel canciller federal alemán Olaf Scholz viajó a Washington para ofrecer seguridades sobre su rol en el conflicto, por el otro nada dijo sobre Nord Stream 2, el nuevo gasoducto aun no inaugurado para exportar gas ruso a Alemania

En la conferencia de prensa conjunta tras la reunión, Biden afirmó que, ante una invasión rusa, Nord Stream 2 no entrará en funciones, posición de fuerza relativizada por la mirada al costado de Scholz que se cuidó muy bien de comentar, y mucho menos apoyar, el punto.

Para agregar confusión, el protagonismo que siempre persigue el presidente francés Emmanuel Macron, engrandecido por su actual posición de presidente rotativo semestral de la Unión Europea, hace las delicias de un Putin que observa placentero como surgen desacuerdos en el bando contrario.

El presidente Macron fue a Moscú y vinculó la seguridad rusa con la seguridad europea, un punto por demás interesante a condición de haber sido consensuado con Estados Unidos. Nada indica que dicho consenso haya sido alcanzado o ni siquiera discutido. Por el contrario, todo indica que el presidente francés se cortó solo.

Del otro lado, desde el ala dura, tanto el secretario general de la OTAN, el exprimer ministro noruego Jens Stoltenberg, como el alicaído primer ministro británico, Boris Johnson, se posicionan como intransigentes frente a las exigencias rusas. Aunque es factible que, en este caso, ambos coordinen con el presidente Biden.

Como sea, el presidente ruso es el jefe indiscutido de un bando en tanto que el norteamericano pena por encolumnar al suyo. De ese estado de situación tomó debida nota el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, quien, con las tropas rusas a pocos kilómetros de la frontera, relativizó la amenaza y pregonó la desescalada.

Para no pocos norteamericanos, la influencia de Estados Unidos en el mundo decae. No es menor ni mucho menos, pero se achica. En Latinoamérica, Cuba, Nicaragua y Venezuela conforman un trío predispuesto a entregarse a los brazos rusos. 

En Africa, los mercenarios rusos del grupo Wagner, muy vinculados al Kremlin, campean por la República Centroafricana, por Sudán, por Mozambique, por Libia y, ahora, por Mali. En este último país, las autoridades pretenden reemplazar con los mercenarios a las tropas francesas pese a la lucha contra Al Qaeda y Estado Islámico en el norte y el centro sur del país.

En el Medio Oriente, Rusia mantiene su base naval en el puerto sirio de Tartús, desde donde su aviación naval ataca las posiciones de los grupos rebeldes que combaten contra el dictador Bashar Al-Asad.

Como puede apreciarse, las iniciativas rusas dejan, de momento, mal parado el liderazgo norteamericano en el mundo. Tanto Rusia como China son hoy los adalides de cuanto autoritarismo, en grado desde aprendiz hasta de dictador, pulula por el mundo. En un año de mandato presidencial de Biden, los autoritarismos avanzaron, las democracias no.

No todo es Rusia

No son pocos quienes afirman que, con el actual Presidente, las palabras sobrepasan en mucho a los hechos. O peor aún, mientras el Gobierno norteamericano habla, los gobiernos rivales producen hechos.

Más allá del caso ruso, prueba más que evidente de los hechos consumados que las palabras no retrotraen, varios otros asuntos a primera vista no vinculables ponen de manifiesto una relativa debilidad norteamericana que los autoritarismos y dictaduras de turno se encargan muy bien de aprovechar.

Uno de esos casos es Irán, un régimen abierta y declaradamente enemigo de Estados Unidos. El régimen teocrático de los ayatolas desarrolla, sin prisa, pero sin pausa, su capacidad de enriquecer uranio con el objetivo -siempre negado- de darle un uso militar.

El expresidente Trump retiró a su país del trabajoso acuerdo alcanzado al respecto con el Gobierno iraní y sancionó duramente en el campo económico al régimen teocrático. Las sanciones resultan eficaces para complicar la vida de los iraníes comunes, enfrentados a una alta inflación y una pronunciada escasez, pero afectan poco y nada a la camarilla dirigente.

Cierto, inflación y escasez movilizan a los sectores urbanos de clase media hacia la protesta. La respuesta del Gobierno es una durísima represión que ahoga con violencia la más mínima disidencia. En síntesis, mientras las sanciones económicas que tardan demasiado en producir el resultado esperado, el stock y el nivel del uranio enriquecido iraní crecen.

Ahora, con cuentagotas, Estados Unidos comienza a aminorar las sanciones en un intento de retomar el diálogo y recuperar el acuerdo nuclear del 2015, abandonado en 2018. El resultado será, casi con certeza, un nuevo congelamiento de la actividad de enriquecimiento por parte de Irán. Pero, sin marcha atrás.

Del lado de Corea del Norte, un proceso similar. Sanciones norteamericanas que afectan la economía norcoreana pero no detienen el avance en materia de producción de armas nucleares y de capacidades balísticas, como prueban los seis ensayos con misiles de distinto alcance llevados a cabo en 2022.

También aquí es muy posible que, concesiones mediante, el Gobierno norcoreano reduzca por un tiempo su desarrollo bélico. Mientras tanto, no solo cuenta con bombas nucleares, sino también con misiles transatlánticos capaces de transportar ojivas nucleares hasta los propios Estados Unidos.

De su lado, China no solo intenta competir en materia de producción, sino que incorpora dicha competencia como un elemento más en la carrera por la supremacía mundial. El elemento central de la penetración china es la iniciativa denominada como Ruta de la Seda, basada en las inversiones reembolsables en distintos países del mundo.

Frente a todos estos desafíos, el Gobierno del presidente Biden demostró al menos cierta indolencia a la hora de exhibir firmeza, aunque la negativa al pedido ruso sobre la OTAN, la alianza militar AUKUS -Australia, Reino Unido, Estados Unidos- y la coordinación con Japón y la India en el Pacífico parecen decir lo contrario.

Con Trump, Estados Unidos abandonaba la escala mundial y se encerraba en sí mismo en el unilateralismo, cuando proclamaba el lema de “America First”, América primero. Con Biden, se trata de la política contraria: el retorno al multilateralismo.

No cabe duda acerca de la preferencia de los aliados tradicionales de Estados Unidos, en general las democracias liberales del mundo, por el multilateralismo que los tiene en cuenta. Pero el multilateralismo no alcanza solo como idea. Requiere además eficacia.

No es la economía, estúpido

La pérdida de popularidad del presidente Biden contrasta con los muy buenos resultados económicos que el país alcanzó en el 2021. En primer término, el empleo. Durante el último trimestre de 2021, la creación de ocupaciones laborales alcanzó la impresionante cifra de 1,8 millones, pese al recrudecimiento de la pandemia del Covid a través de la variante Omicron.

Semejante resultado representa un descenso en la tasa de desocupación al cuatro por ciento de la población activa. En otras palabras, pleno empleo según los criterios de la Organización Internacional del Trabajo. La tendencia continuó durante el primer mes del 2022 con 476.000 nuevos puestos de trabajo.

La buena noticia es resultado de otra estrechamente vinculada: el crecimiento del PIB estadounidense. Tras la caída del 3,3% en 2020, el PIB no solo logró su recuperación en 2021, sino que retomó la senda del crecimiento neto con un aumento del 5,7%.

Un crecimiento anual que se explica por un incremento del consumo por parte de los hogares del 7,9%, pero sobre todo por la demanda de bienes -con exclusión de servicios- que alcanzó un impresionante 12,1%.

El bemol ante tanta euforia radica en la inflación con guarismos inéditos en los últimos cuarenta años. Efectivamente, el crecimiento de los precios medido durante todo el 2021 representó un aumento del 7% anual. Un paño decididamente frío ante tanta euforia.

Y un presagio, confirmado por el titular de la Reserva Federal, Jerome Powell, de un inevitable incremento de las tasas de interés, actualmente casi en cero, para combatir la inflación. Según algunos expertos, la tasa de corto plazo ya debería ubicarse alrededor de 2% anual.

Si la inflación genera escepticismo entre los propios votantes del presidente Biden, el balance de su primer año de gestión muestra dos carencias en materia de compromisos preelectorales asumidos por el mandatario.

Se trata del retorno al Estado providencial tan afecto a los demócratas y de la sanción de una ley nacional que proteja el acceso al voto de las minorías. En ambos casos, el presidente atribuyó el fracaso, no sin gran parte de razón, al bloqueo parlamentario por parte de los republicanos.

Si bien el Congreso aprobó el multimillonario plan de gasto público en materia de infraestructuras, bloquea la reforma social pregonada por el presidente que representa un aporte estatal de US$ 1,7 billones.

Del lado de la ley que proteja el voto de las minorías, se trata de impedir los cambios en los mapas electorales que llevan a cabo algunos estados, particularmente gobernados por republicanos, donde la población no blanca es concentrada en una o muy pocas circunscripciones electorales para quitarle peso en materia de representación ciudadana.

Objetivamente, el balance del año de Gobierno del presidente Biden no debería ser malo, aunque para muchos debió haber sido mejor. La última encuesta Gallup muestra una caída de la popularidad presidencial, en un año de gobierno, del 57% al 40%.

La imagen de Joe Biden, según Gallup
La imagen de Joe Biden, según Gallup

El propio Biden, con una mezcla de realismo y optimismo, define su primer año de mandato con palabras significativas: “Los mejores días están delante de nosotros, no atrás”. 

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