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El terrorismo afgano exige otro enfoque, no reacciones emotivas

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Atilio Molteni 30 agosto de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Es muy posible que el Presidente de Estados Unidos haya tenido que lamentar los errores que son propios de quienes descartan las verdades de perogrullo. Como siempre pasa en estas contingencias, recibió los reparos y las preguntas atinadas, así como las propuestas sensatas, cuando ya era demasiado tarde para salir del pantano con la cabeza erguida. Cuando los daños ya eran visibles e irreparables; o cuando estallaron las sangrientas catástrofes de una retirada caótica.

Lo cierto es que Joe Biden sólo entendió en forma tardía sus gravísimas opciones, a las que se agregó la toma del poder por el Talibán. Por ese motivo y sin razón para seguir tanteando otras medidas de alto riesgo, decidió cortar de inmediato el cordón umbilical que unía a su país con un largo, costoso e inmanejable conflicto. Esa mirada lo indujo a retirar las tropas y sus representantes del territorio afgano antes del 31 de agosto. Esa medida desampara a mucha gente que colaboró con el proceso conjunto de las fuerzas locales asistidas por Washington y otros países de la OTAN.

La Casa Blanca tuvo por cierta la creciente amenaza de ataques originados por el grupo local del Emirato Islámico (o ISIS-Korastan), que busca explotar el caos ante el cambio de régimen en Kabul. Está compuesta por ex miembros de la rama de Al-Qaeda paquistaní y desertores de otras bandas que se organizaron desde 2015, y se oponen al control de Afganistán por el Talibán, alegando ser el único movimiento jihadista creíble.

Tal posibilidad se hizo realidad el 26 de agosto mediante el empleo de una bomba de gran poder detonada por un terrorista suicida que causó decenas de víctimas, incluyendo 13 soldados estadounidenses, que se encontraban cercanos a uno de los ingresos del aeropuerto.

Semejante episodio provocó convulsión en los gobiernos involucrados que a estas horas están concluyendo la evacuación de sus tropas, nacionales y colaboradores de todo origen. Dos días después el Presidente Biden advirtió que un nuevo ataque podía tener lugar.

Biden ya había explicado a su opinión pública que concretaría la decisión de concluir la evacuación y anticipó intentos de represalia contra los terroristas, afirmando que los atentados de este origen no quedarán impunes. De inmediato, por medio de un ataque con un drone se eliminó a dos miembros de ISIS-Korastan en Nangarhar (una provincia al este del país) que estarían involucrados en la planificación de ataques en Kabul. Así las cosas, el Jefe de la Casa Blanca enfrenta la crisis más volátil de su corta presidencia y las críticas del Partido Republicano, cuyos miembros desean aprovechar la nueva realidad para debilitar su gestión, pasando por alto el acuerdo que en su momento concretó el expresidente Donald Trump con el Talibán.

Al perder toda su paciencia estratégica, Estados Unidos se limitó a aceptar los requerimientos del Talibán, quienes demostraron tanto su creciente poder como el rechazo a la idea de prolongar la retirada más allá del 31 de agosto. Sin embargo, las fuerzas estadounidenses establecieron una colaboración práctica con su antiguo enemigo para el control de quienes querían llegar al aeropuerto tratando de evitar una crisis humanitaria. Pero el ataque contra el aeropuerto tuvo lugar y aunque la dirigencia del Talibán condenó el luctuoso ataque, es difícil hallar a quien apueste a que existen criterios disciplinados entre sus miembros.

De poco sirvió que el Grupo de los 7 (G7) diera a conocer una Declaración Conjunta mediante la que se exhortó a todas las partes a establecer un gobierno representativo e inclusivo, que absorba una razonable participación de las mujeres y de los grupos minoritarios, objetivo que hoy parece lejano y utópico. Además, ese foro destacó la necesidad de adoptar un enfoque de largo plazo para tratar con el Talibán para proteger la seguridad global y la estabilidad regional.

Por su parte, China, Rusia e Irán harán lo que sea menester para la estabilidad de Afganistán y ajustar el escenario que deja Estados Unidos con su retirada, donde el antiterrorismo fue una pieza central. Algo similar cabe esperar de Pakistán, cuyas ambiciones responden a características impredecibles.

Durante la era del colonialismo británico Afganistán y Pakistán tuvieron una historia común, de la que heredaron una frontera de 2.700 kilómetros de extensión que surgiera del “Acuerdo de la Línea Durand” de 1883. Esas disposiciones separan las zonas de influencias pastunes de cada uno de ellos, lo que siempre emergió como una materia de disputas con Kabul, especialmente tras la independencia pakistaní de 1947.

Cuando en 1979 la exUnión Soviética invadió Afganistán, los grupos “mujahedeen”, que eran fundamentalmente pastunes, recibieron desde Pakistán constantes remesas de armas y dinero suministrados por Estados Unidos y Arabia Saudita, un proceso que sirvió tanto para derrotar al Ejército soviético, como para crear el Talibán, cuya ideología fundamentalista se nutrió en las escuelas religiosas o “madrazas” pakistaníes.

Así las cosas, en 1996 el Talibán asumió el poder en Kabul, etapa en la que desalojó al gobierno nacionalista de Najibullah. Desde entonces las autoridades de Islamabad aumentaron sus vínculos con los nuevos gobernantes para asegurar sus objetivos de seguridad respecto de la India y definir, también, sus enfrentamientos por la región de Cachemira. Por su parte, Nueva Delhi endosó a la Alianza del Norte, una coalición integrada por diversos grupos étnicos contrarios al Talibán que tuvieron gravitación en su derrota.

En 2001, tras la voladura de las Torres del World Trade Center, y como respuesta a la intervención estadounidense, los pakistaníes apoyaron las reacciones de Washington. No obstante, su gobierno también siguió colaborando, desde su territorio, con los fundamentalistas. En varias oportunidades lo hizo con la tarea de su servicio de inteligencia (ISI), el que continuó vigente hasta su victoria el pasado 15 de agosto. Cabe recordar que Osama bin Laden fue eliminado en 2011, cuando estaba refugiado en las adyacencias de Abbottabad, que es una importante guarnición militar paquistaní y cuya presencia no podía ser ignorada por el ISI.

Además, en la última etapa de la administración del gobierno secular afgano, Pakistán solía facilitar los contactos con el Talibán, ya que alentaba hallar un arreglo diplomático entre las partes que negociaron en Doha (Catar). Esos impulsos nunca se concretaron.

La actual realidad de Pakistán es, por ahora, muy diferente. Tras haber pasado 20 años, los analistas consideran que no va a beneficiarse de la relación que han mantenido con algunas de las figuras prominentes del Talibán, debido a las acciones terroristas que pueden tener lugar en su territorio, donde existe el movimiento denominado Tehrik-e-Talibán Pakistán (TTP), cuyos participantes se enfrentan con sus fuerzas de seguridad, buscando la autonomía de la región del Beluchistán.

Otro problema es confirmar cuál será la orientación última del gobierno del Talibán en el ejercicio del poder, el que se supone tendrá grandes dificultades para transformarse en una administración eficiente.

Los líderes afganos pueden dar lugar a un régimen que controlen pero que también facilite la participación de las diferentes etnias que pueblan el país o, en caso contrario, podría ingresar en una etapa de enfrentamientos constantes entre diversos sectores y la subsecuente presencia del terrorismo islámico, con consecuencias en sus vecinos y en Pakistán, que ya tiene más de dos millones de afganos refugiados en su territorio y miles tratando de ser aceptados en la frontera.

Estados Unidos trató de condicionar las acciones de Islamabad con diferentes resultados. Sin embargo, ahora es muy posible que rediseñe sus políticas, teniendo como objetivo permanente su capacidad nuclear. Bajo esa perspectiva podrían asignar relevancia a los puntos de vista de Nueva Delhi, que es uno de los países de la región más preocupados por las políticas regionales de China. Esto difiere del pensar de los pakistaníes, quienes siempre exhibieron una relación estrecha con Beijing a través de numerosos proyectos comunes de desarrollo que forman parte de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI).

El objetivo de las potencias regionales es que el Talibán lleve adelante sus promesas de establecer un gobierno inclusivo. Pero si regresa a su camino teocrático o se transforma en un centro del jihadismo, la totalidad de la región tendrá grandes dificultades para su pacificación.

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