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El nuevo episodio bélico entre Israel y Hamas

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Atilio Molteni 17 mayo de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Cuando están en juego la guerra y la paz, o por lo menos la necesidad de un lógico replanteo de estrategias en el Medio Oriente, el asunto es preguntarse cuáles son las condiciones para obtener una respetable tregua sin olvidar que la tolerancia religiosa y racial es hoy un bien poco apreciado en la región.

No se debe ignorar que alcanzar un grado mínimo de estable convivencia demandará una fórmula no tradicional y equilibrada que permita serenar a todos los que exhiben algún derecho objetivo en esa disputa, teniendo en cuenta el derecho israelí a ejercer su defensa.

Que Donald Trump dejó de pésimo humor a la mayor parte de los estamentos palestinos y no palestinos con interés de convivencia en el área, es sólo una obviedad. Por ello nadie desestimó la inquietud colectiva por los enfrentamientos registrados en la Puerta de Damasco desde el 13 de abril y luego en la Explanada de las Mezquitas -Haram Al-Sharif- de Jerusalén (que es el Monte del Templo para los judíos).

Según los testimonios, los incidentes tomaron mayor dimensión desde el 7 de mayo como resultado de fuertes pujas entre la policía israelí y grupos musulmanes que defienden su derecho a rezar en la Mezquita al-Aqsa al concluir el Ramadán. También la oposición al posible desalojo de familias palestinas del barrio Sheikh Jarrah, ya que éstos interpretan las nuevas reglas como otro avance judío sobre Jerusalén del Este.

Tales escaramuzas ganaron impulso cuando grupos de judíos ultraortodoxos conmemoraron el Día de Jerusalén, evocando el hecho como prueba de la liberación total de la ciudad tras la Guerra de los Seis Días librada en 1967.

Lo cierto es que, el pasado 10 de mayo, el grupo Hamas decidió agitar las banderas de la resistencia ante la situación y dio un ultimátum al gobierno israelí. El mensaje fue que debía retirar sus fuerzas de al-Aqsa. Tras ello, a las 18 horas los guerrilleros comenzaron a lanzar, desde la Franja de Gaza, centenares de misiles (hasta el domingo fueron más de 2.000) de distinto tipo sobre un teatro de operaciones que exhibe el nuevo alcance de la “ferretería” desplegada contra las autoridades y el pueblo israelí.

El objetivo de esta milicia radica en explotar la crisis para obtener un eventual liderazgo sobre el pueblo palestino, con la intención de convertir sus acciones en un éxito político, una tarea bastante utópica ante la capacidad operativa de la Fuerzas de Defensa israelíes.

Israel no bajó la vista. Volvió a emplear con considerable éxito el sistema de defensa llamado “Cúpula de Hierro”, cuya tecnología permitió interceptar el 90% de los misiles dirigidos a su territorio, una medida que no evitó ni evita el traslado a los refugios, en circunstancias difíciles, de sus ciudadanos.

Con el actual criterio, el Estado judío ingresó al cuarto episodio bélico de características similares, ya que otros enfrentamientos con Hamas fueron registrados en 2008, 2012 y 2014 (y cientos de incidentes), donde la política de contención tuvo resultados temporarios.

El actual teatro de guerra incluye cientos de operaciones aéreas sobre Gaza, en el que se busca destruir los centros de comando de esta organización, eliminar a la conducción (Hamas dispondría de otros 5.000 misiles, morteros y misiles antitanques y 30.000 combatientes) e inutilizar los túneles ocultos que permitan acciones terroristas contra Israel. Además, se movilizaron tres brigadas ante la cerca fronteriza, que comenzaron a atacar Gaza con artillería terrestre.

Dada la asimetría del conflicto, todas estas operaciones incluyen la adopción de extremas medidas para evitar que el ataque a los combatientes gazatíes instalados en zonas y en edificios habitados por civiles (las que Hamas no tiene ninguna intención de evacuar), produzca dramáticos daños colaterales a personas ajenas al combate en curso, utilizadas como escudos humanos.

Por otra parte, Hamas, que es una organización considerada por muchos países como terrorista, es de extrema orientación islámica que mezcla la estrategia militar con el componente desestabilizador de la religión, un factor que le posibilitó controlar la Franja de Gaza desde 2006, para luego desalojar a las facciones de palestinos laicos partidarios de Al Fatah. Sus líderes siempre se opusieron al proceso de Oslo y a la existencia de Israel.

La franja de Gaza es un territorio muy estrecho y aislado de 48 kilómetros de largo por un ancho que oscila, según los casos, entre 12 y 6 kilómetros. Su población alcanza a unos 2 millones de habitantes, separados por una valla controlada estrictamente tanto por Israel como Egipto.

Los grupos terroristas como Hamas y la Jihad Islámica que tienen asiento en ese peculiar territorio, se benefician de la ayuda económica que Catar otorga a sus habitantes y reciben, paralelamente, la cooperación militar de Irán.

En semejante escenario la posibilidad de mando de la Administración Nacional Palestina (ANP), creada al amparo de los mencionados Acuerdos de Oslo, cuyos dirigentes se establecieron en Cisjordania y son reconocidos como tales por numerosos Gobiernos (entre ellos el de nuestro país), es hoy una ficción que se halla en visible y profunda crisis política y de pérdida de legitimidad, debido a que sus líderes no fueron competentes para lograr la creación de un Estado.

El presidente de la ANP, Mahmoud Abbas, fue electo como sucesor de Arafat en 2005 pero gobierna de hecho y por decreto. Tras muchas vueltas y dilaciones, el 29 de abril decidió suspender las elecciones legislativas que por primera vez había convocado para mayo, ante el posible triunfo de Hamas. Al hacerlo invocó la incertidumbre de que las autoridades israelíes permitan votar a los residentes que habitan en Jerusalén del Este.

En adición a ello, la ANP cambió de fisonomía y se volvió una entidad más autocrática. Las decisiones políticas están influidas por la mala salud de Abbas y por las acciones de los candidatos que se disputan su sucesión.

Los ataques del terrorismo palestino contra Israel, incluida la segunda Intifada que se desató a partir del 2000 y fue tangible por unos cuatros años, llevó a los sucesivos Gobiernos israelíes a renegar de los objetivos fundamentales del proceso de paz de Oslo. Sus líderes concentraron las energías en fortalecer los asentamientos judíos en Jerusalén y en la Margen Occidental del río Jordán, situación que de hecho dificulta la continuidad del eventual Estado palestino.

Al observar estos hechos, los diferentes líderes estadounidenses que se alternaron en el poder en los últimos lustros optaron por buscar un acuerdo entre israelíes y palestinos como parte de sus políticas en Medio Oriente. En diciembre de 2000, el expresidente Bill Clinton presentó sus “parámetros” como un paquete de negociación que debía ser la base para un Tratado de Paz, pero su propuesta no llegó muy lejos a pesar de que aún son válidas las ideas para resolver los problemas fundamentales como las nuevas fronteras, los asentamientos, la seguridad, el status de Jerusalén y el problema de los refugiados.

Con posterioridad, George W. Bush y Barack Obama trataron de promover la paz en calidad de “honestos intermediarios” (honest brokers). La “hoja de ruta” elegida con esa finalidad se sustentó en la noción de crear un Estado palestino soberano, pero con limitaciones muy concretas. En diciembre de 2016, el entonces Secretario de Estado John Kerry asumió como cierta la existencia de un consenso internacional para la fórmula de dos Estados, pero los protagonistas involucrados no quisieron hacer ninguna clase de concesiones.

En semejante contexto, el Primer Ministro Benjamin Netanyahu dirigió un proceso que hizo posible consolidar los asentamientos israelíes y dejar atrás la negociación efectiva con los palestinos (tema que no figuró en los debates de las últimas cuatro elecciones parlamentarias). También mostró particular eficacia a la hora de enfrentar los múltiples conflictos regionales, alegando siempre la necesidad de oponerse al propósito iraní de eliminar el Estado de Israel.

La normalización de los vínculos diplomáticos de Israel con los Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Sudán y Marruecos (los Acuerdos de Abraham, formalizados a partir del 15 de septiembre de 2020), demostró que esos Estados árabes podían dejar de lado el eterno requisito previo de solucionar la cuestión palestina y que estaban dispuestos tanto a estabilizar la región como a ponerle límites a Irán. Tal escenario ofrece diversos interrogantes ante los actuales acontecimientos.

Tampoco es posible ignorar la nueva violencia comunal que había quedado en la congeladora desde octubre de 2000, debido a que en ciudades donde coexisten árabes y judíos volvieron a emerger graves enfrentamientos étnicos. Esos hechos están protagonizados por una joven generación ajena a los dictados de Hamas y de ignota conducción política, casi del tipo que existen en algunos países de América Latina, a las que tampoco son ajenas las acciones de grupos judíos ultranacionalistas.

Ello presagia una situación anárquica si se computa que el 20% de la población israelí es de origen árabe, lo que supone un claro riesgo para la coexistencia futura de ambas comunidades, hecho que redunda en la presencia de fuerzas de seguridad adictas a métodos muy severos.

A diferencia de sus antecesores, la política del expresidente Donald Trump se orientó a priorizar la visión y los intereses israelíes sobre la mayoría de los conflictos, enfoque muy presente en su “Plan de Paz para la Prosperidad” y en el sensible apoyo a los asentamientos israelíes.

Tal enfoque fue revertido por la conducción del actual jefe de la Casa Blanca, quien sostiene que la única manera de asegurar el futuro de Israel como Estado democrático y judío reside en otorgar a los palestinos la titularidad del Estado al que tienen derecho, conforme a la fórmula aceptada por la comunidad internacional de “dos Estados conviviendo en paz y seguridad”.

En adición a ello, está claro que semejante objetivo se inserta en el marco de menor compromiso que hoy exhibe Washington en resolver el conflicto israelí-palestino, ya que el presidente Biden le da mayor entidad al programa nuclear iraní, algo que se añade a la prioridad de enfrentar los problemas derivados del papel que desea asumir China en calidad de superpotencia.

Sólo que el escenario surgido en las últimas horas obliga a tomar en cuenta la violencia de la crisis en curso, como lo demuestran los contactos diplomáticos con Israel, con la ANP y con otros países del área para lograr el fin de la lucha. A su vez, el presidente Biden habló con Netanyahu, condenó las acciones de Hamas y reconoció el derecho israelí a defenderse, pero aconsejó proteger a los civiles y a los periodistas, un desarrollo que hoy tiene inciertas derivaciones.

Ante la movida de Estados Unidos, el Gobierno israelí sostuvo que sus operaciones habrán de continuar mientras sea necesario para hacerle notar al liderazgo de Hamas el alto precio de este nuevo conflicto, sin que ello implique descartar un cese del fuego como resultado de las gestiones en curso con la presencia del Subsecretario adjunto de Asuntos Palestinos, Hady Amr.

La posible tregua coincide con la necesidad de solucionar los conflictos entre las comunidades, que exigirá una receta capaz de ensamblar las consecuencias militares, políticas, religiosas, económicas y sociales de los israelíes y palestinos que están obligados a cohabitar en esas tierras, pues el intento de ocultar este problema demostró ser una mala idea.

Una derivación política adicional fue que Yair Lapid, del Partido de centro izquierda “Hay un Futuro”, quien recibió el mandato de formar un Gobierno del presidente Reuven Rivlin, tiene ahora dificultades para organizar una posible coalición contraria a Netanyahu a pesar de que la semana anterior parecía un hecho alcanzable.

Siquiera es descartable que el Primer Ministro Netanyahu salga beneficiado de la crisis y sea invitado otra vez a reintentar la formación de un nuevo Gobierno bajo su liderazgo. Si ninguno de ellos logra enderezar las cosas, Israel tendrá que convocar un quinto proceso electoral en menos de dos años.

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