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Juresa es psicoanalista y escritor.
Entrevista

José Luis Juresa: "No entrar nunca en el juego de la vida produce un dolor agónico e interminable"

En conversación con El Economista, Juresa sostiene que "un psicoanálisis es la construcción de una vida posible" y que "lo más difícil es no desesperar por darle sentido a los síntomas, y dejar que éstos revelen el que portan, el Real".

Ramiro Gamboa 04 agosto de 2024

"Cuando no se juega, cuando no se vive, el dolor es agónico, es la señal de una vida que jamás se realiza", explica el destacado psicoanalista y escritor argentino José Luis Juresa. El autor, en conversación con El Economista, sostiene que "un psicoanálisis es la construcción de una vida posible" y que "lo más difícil es no desesperar por darle sentido a los síntomas, y dejar que éstos revelen el que portan, el Real". 

En esta entrevista, Juresa habla sobre los efectos de un análisis que promueven el trabajo y el amor: "El amor y el trabajo están enlazados, son prácticas desalienantes en la medida en que están entrelazados, o sea, que se ame lo que se haga, que la dedicación al trabajo sea una dedicación a vivir y que la vida se realice como tal, en la singularidad de cada sujeto". Sobre política, el autor entiende que "hay un desplazamiento del contexto del 2001, que era sintetizado en la frase 'que se vayan todos' en un más desaprensivo y explosivo 'que se vaya todo a la mierda'" y asegura que "si los políticos se analizaran realmente, no habría tanto cinismo".

Autor de textos como "Lacan: la marca del leer" y "Gérard Haddad: un periférico del psicoanálisis", entre otros, novelista en coautoría con Fernando Rabih del libro "Dakota" y ganador del premio Lucian Freud de ensayo psicoanalítico, Juresa publicó su último libro, "La realidad por sorpresa", en 2024. "En 'La realidad por sorpresa', José Luis Juresa reinventa el psicoanálisis", escribe en el prólogo la psicoanalista Alexandra Kohan, y la escritora Leila Guerriero detalla: "Sus 234 páginas son el gesto emocionante de alguien que no solo sabe, sino que va más allá: sabe no saber". 

En "La realidad por sorpresa" (como se argumentó en esta reseña) Juresa hace una crítica a la lógica del capitalismo salvaje que busca moldear "cuerpos deshumanizados, expropiados de todo 'espíritu', extraviados como restos de un almicidio". 

El autor da cuenta de su mitología personal a través de sus muertos sagrados, como el encuentro en un sueño con su psicólogo, "el decir de un analista que, aun sin estar, puede seguir analizando", y la narración de los últimos días de su padre, otro cuerpo inmortal con el que sigue ligado y que le sigue hablando a pesar de la muerte. La escritura de Juresa es democrática sin ser banal, allana el camino de la comprensión y clarifica temas complejos.

—Usted diferencia lo infantil de la infancia: detalla que lo infantil es la actitud de quien cree que todo es sustituible; en cambio, la infancia sabe que, apenas nacido, el humano es arrojado al reino de lo insustituible. "Lo infantil es la actitud del que corta el juego cuando el individuo ve que pierde y, al contrario, la infancia sabe jugar", especifica en "La realidad por sorpresa". ¿Puede ser doloroso el reconocimiento de que hay personas insustituibles, momentos irrepetibles? ¿Puede alguien pensar que jugar es difícil porque uno se lanza a un partido que no tiene ganado?

—Hay un dolor que es insoportable, y otro tipo de dolor ligado a la vida. El dolor inaguantable impide vivir, tiene que ver con lo interminable, con la destrucción. En cambio, el dolor ligado a la vida es parte de los efectos de vivir, del paso del tiempo y sus marcas. En este segundo dolor hay reconocimiento, crecimiento, novedad, es el acto por el que se produce un desprendimiento necesario. Todo lo que nace está conectado con este segundo tipo de dolor. El juego conlleva algo del riesgo. No entrar nunca en el juego de la vida produce un dolor agónico e interminable, y un dolor que no se priva del juego podría ser el de salir lastimado o derrotado luego de haber jugado. La lógica cultural del capitalismo rechaza a los perdedores y empuja a pensarlo muchas veces antes de arrojarse al riesgo. Perder es inadmisible, en los casos extremos, por lo tanto lo que se priva es el juego. Cuando no se juega, cuando no se vive, el dolor es agónico, es la señal de una vida que jamás se realiza.

"Juresa avanza, pero piensa mejor, vuelve a decir, depone la certidumbre, construye metáforas extraordinarias para alcanzar expresiones más plenas, co
"Juresa avanza, pero piensa mejor, vuelve a decir, depone la certidumbre, construye metáforas extraordinarias para alcanzar expresiones más plenas, coloca al analista en el lugar de un gran lector y no en el de quien detenta el poder de saberlo todo", escribe la cronista Leila Guerriero sobre el libro "La realidad por sorpresa" publicado por la editorial Paidós.

—Si la infancia, antes que un período de la vida, es la estructura misma sobre la que la vida humana es posible, ¿cómo hacen las personas para ser hospitalarias con la infancia, para darle lugar?

—La infancia, como trato de ubicar en el libro y en otro que espero que pueda salir en un tiempo, no es la niñez. Este es un descubrimiento fundamental del psicoanálisis. La infancia es ese tiempo prehistórico con el que la vida se relanza; la infancia es como el caldero de información en el que se puede ir a la búsqueda de un material nuevo para inventar una solución, o al menos componer una pieza que resulte novedosa y haga que la cosa fluya de nuevo o por primera vez. La infancia no tiene tiempo ni lugar, la niñez sí. Lo que tal vez sí se puede afirmar, es que la niñez es el tiempo del individuo más "próximo" a la infancia.

—"Toda amenaza de desconocimiento de sí, toda 'aventura' exploratoria que implique cuestionar el fundamento de su soberano dominio de sí mismo, el individuo la rechazará con fuerza y hasta con violencia", usted escribe en su libro. ¿Qué asusta a un individuo de no saber quién es? ¿Por qué "no saber" da miedo?

No se trata de la identidad, sino de la sorpresa. Es lo que cuestiona la identidad, y no una supuesta identidad "secreta" lo que nos asusta. Es colocar al que creo ser y quiero ser entre signos de pregunta, lo que, finalmente, produce el síntoma con el que llegamos a análisis. Esto hay que dejarlo en claro: el psicoanálisis no es un trabajo de "conocimiento de sí mismo", para el forjamiento de una identidad definida y definitiva, una caracterología, sino todo lo contrario; es una aventura del desconocimiento, un andar a tientas que, paradójicamente, alivia, porque uno se libera de la propiedad del ser, de la carga que implica "ser como supuestamente uno es", librarse del destino y de las misiones de la existencia, de los fantasmas del sentido y la trascendencia a "priori" para los que creemos o nos inducen a creer que hemos nacido. Con el psicoanálisis se aprende a improvisar un poco sobre la marcha del vivir.

—Usted cita al físico italiano Carlo Rovelli: "Nosotros describimos el mundo como acontece, no como es. La mecánica de Newton, las ecuaciones de Maxwell, la mecánica cuántica, etc., nos dicen cómo acontecen determinados eventos, no cómo son ciertas cosas; entendemos el mundo en su devenir, no en su ser". ¿Alguien es o va siendo? ¿Las personas son acontecimientos? Me interesa esta idea porque habilita que una vida triste cambie, da lugar a la idea de que siempre podemos contradecir nuestro "destino", lo que creemos ser o nos dicen que somos.

—Tal cual. Este párrafo de Rovelli me pareció interesante porque tacha al ser y la identidad y la consistencia identificatoria en la que el ser se apoya para fijarse en la identidad, como si esta fuera única y definitiva. Muchas veces tenemos la sensación de ser distintos o al menos un poco distintos; según con quien estemos, acentuamos tal o cual rasgo o deseo que nos habita según con quien hablemos o nos relacionemos. En los sueños pasa lo mismo, cuando en la pantalla del sueño aparecen distintos personajes que representan distintos aspectos del yo, nos muestra de qué "estamos hechos", las costuras con las que remendamos la supuesta consistencia de nuestra imagen de nosotros mismos, de nuestra "coherencia", en la que preferimos vernos por una necesidad de buena forma y de reconocimiento de nosotros mismos. Es necesario decir "ese soy yo", pero sin convertirnos en fanáticos. Sabemos, en el fondo, que el espejo nos devuelve la luz, no la oscuridad, y que en la opacidad, como en el universo, hay una información vital que nos determina más de lo que somos capaces de ver y reconocer. En el universo están la materia y la energía oscuras, y resulta que esa materia y esa energía es mucha más de la que somos capaces de ver.

—¿Podría alguien pensar que la causa del insomnio y de tenerle miedo al sueño es, en parte, por la pérdida de control que implica soñar? ¿Alguien que no le teme a irse a dormir es alguien menos preocupado por una "historia oficial", alguien menos perseguido, alguien menos asustado?

Todos hemos crecido y hemos sido criados en la idea de que la vida solo es diurna, y que lo que sucede cuando vamos a dormir es una pérdida de tiempo necesaria, un descanso para seguir en la acción de la vida cotidiana, llena de ruido, de obligaciones ligadas al sustento que nos hace olvidar de nosotros mismos, de los ruidos que nos habitan, de los ecos y de los silencios íntimos que nos atemorizan porque podrían dejarnos "fuera de combate" dentro de la supervivencia a la que estamos acostumbrados. Parece que siempre tenemos que estar fuertes y preparados para el combate, para la guerra social que se ha filtrado en nuestras existencias de maneras múltiples e indetectables a simple vista, y han sido naturalizadas. El estado de alerta, el estado de guerra, la prevención y la seguridad son los grandes temas de la vida cotidiana, a todo nivel. Irse a dormir es irse a una zona de relajación y "desarme" que, en los casos más extremos, puede ser o resultar en una amenaza inadmisible. El resultado es el insomnio, la ausencia de relajación para el dormir, la forma extrema de no dejar que se aparezcan ante sí las imágenes y los rastros de una vida desconocida que nos habita más allá de la sobreadaptación de la vida cotidiana, la "paranoia" de guerra social en la que somos solo individuos soberanos y dueños de sí mismos, controlados y apropiados de sí.

—Usted analiza que hay personas que buscan dejar de ser humanos para convertirse en máquinas. Que la sobreadaptación del sistema en el que vivimos hace que las personas no tengan "errores" y funcionen a toda máquina. Hay personas que consumen rivotril o distintos tipos de drogas y medicamentos para poder seguir. ¿En el fondo el consumo de estas drogas está asociado a un deseo de ser máquinas? ¿Alguien que calma los ataques de pánico con rivotril es alguien que quiere callar su rasgo de humanidad?

—No hay un deseo de ser máquinas, sino más bien parece una necesidad, un efecto de imposición. Cuando alguien llega al consultorio tal vez lo hace angustiado por sentirse disfuncional para esa batalla sobreadaptativa, por no sentirse adecuado para la gran lucha por la supervivencia. Hay síntomas, que vendrían a funcionar como "palos en la rueda" del sistema: el cuerpo se rompe, se gasta, desfallece, se enferma como límite, y mejor que sea así. El deseo está perdido, el sujeto se siente desorientado, no sabe qué quiere o qué desea, solo quiere volver a sentirse "útil", y que las cosas estén como estaban. Volver al punto anterior. Pero eso ya no se puede, y empezar a hablar de lo que pasa es dar por perdido ese "anterior" y apostar por una novedad que a la vez opere como solución, pero no para volver a sobreadaptarse a las exigencias mecanicistas, sino una solución para que ese malestar que ahí estaba, que se había convertido en parte del paisaje de la existencia y que solo se puso en cuestión con el estallido sintomático y angustioso, ahora se alivie por efecto de una transformación que contabilice dónde la vida significa algo para ese sujeto. Un sentido real para su existencia. Eso propicia el psicoanálisis.

—¿Cuál es la diferencia entre goce y amor?

—El goce es algo fundamental, es la "sustancia" por la que nos enteramos de que estamos vivos, de que la vida es algo más que cumplir con los ciclos que nos impone la biología. El problema humano es que el goce es concentrador y el amor suele ser distributivo. Esto es: el amor nos enlaza al otro, en cambio el goce, desregulado, es completamente autista. Por eso el goce y el amor, enlazados por el deseo, es lo que se llama vida. El problema del capitalismo desregulado es que es concentrador y autista, como el goce, y por eso cuesta mucho crear una alternativa, porque coincide bastante bien con la lógica del individuo, y no la del sujeto del inconsciente y del deseo. La lógica del individuo es: soy autónomo, autosuficiente y mi triunfo es la derrota de los otros. El sujeto del inconsciente lleva implícito el reconocimiento del otro, de la cultura, de lo transindividual en el tiempo y en el espacio. No soy optimista respecto del recrudecimiento del capitalismo desregulado, sin ley, concentrador y las aplicaciones tecnológicas. Posiblemente servirán para concentrar aún más la riqueza que para generar una sociedad de sujetos libres del trabajo alienado. Y se necesitará mucho entretenimiento para hipnotizar a las masas hambrientas.

Juresa es psicoanalista y escritor. Fue reconocido con el premio Lucian Freud de ensayo psicoanalítico en 2013 por su trabajo Clarice Lispector.
Juresa es psicoanalista y escritor. Fue reconocido con el premio Lucian Freud de ensayo psicoanalítico en 2013 por su trabajo Clarice Lispector y la historia de una transformación.

—"El psicoanálisis es una ciencia artesanal en la que se va tallando un saber singular sobre lo que, en cada sujeto, significa vivir", narra en "La realidad por sorpresa". ¿Qué es lo que impide a los sujetos acercarse a ese "saber vivir" singular que usted menciona?

—Freud dijo que un análisis promueve el trabajo y el amor. Entiéndase bien: no estaba diciendo que hay que trabajar y casarse para curarse de la neurosis, sino que el amor y el trabajo están enlazados, son prácticas desalienantes en la medida en que están entrelazados, o sea, que se ame lo que se haga, que la dedicación al trabajo sea una dedicación a vivir y que la vida se realice como tal, en la singularidad de cada sujeto. Un psicoanálisis es desalienante porque rompe con las cadenas del destino y de las "misiones" en las que el individuo se confunde, la galería de espejos en las que cree verse como reflejo de sí mismo. Amar es una práctica de la entrega, de la creencia, de la fe, pero en ningún caso de orden religioso, sino una fe empujada por el deseo y por una sensación de ser en eso que se hace, que básicamente es vivir. Por ejemplo, un psicoanalista es por lo que hace, y no por lo que se dice que es, los espejos en los que se coagulan miradas y prejuicios, que imponen formas e inhiben los movimientos y la soltura del estilo con el que se recrea una praxis. El amor implica entregarse a una otredad en medio de tiempos mezquinos, que velan por la supuesta seguridad del "sí mismo". Paradójicamente, el ser humano parece realizarse más plenamente, en esa entrega, y la supuesta bendición del "sí mismo" nos sumerge en el malestar y la tensión de buscar asegurárselo a como dé lugar.

—En "La realidad por sorpresa" usted recuerda a su psicoanalista muerto, José Slimobich, y cuenta que se lo encontró en un sueño. ¿Los muertos les hablan a los vivos? ¿El amor de los muertos sigue presente?

—Recomiendo mucho leer a Vinciane Despret, una autora belga que escribió libros como "A la salud de los muertos" o "Muertos a la obra". Despret trabaja el modo en que los muertos tienen la capacidad de influir en los vivos según lo que fuimos para ellos y de alguna forma seguimos siendo. "Los muertos siguen actuando en un futuro que a ellos les importaba", escribe en una frase hermosa, poesía pura. En ese futuro estamos nosotros respecto de nuestros muertos, y sobre ese escenario, ellos insisten, del mismo modo que insiste el deseo. De alguna manera, el deseo y lo muerto se enlazan.

—¿El amor, el afecto entre analista y paciente es parte de la cura?

—La transferencia es una manera de ubicar el amor que, básicamente, como todo amor, es e implica creer. Pasa que el dispositivo analítico lleva esa confianza a las palabras, y dentro de ese dispositivo no se ama a la figura de quienes lo sostienen —analista y analizante—, sino las palabras y el efecto que producen. El individuo está dividido entre lo que cree ser y lo que lo sorprende porque aparece en las palabras que dice un saber que no sabía saber. Ese saber no es un conocimiento de sí mismo, tal como si se poseyera un libro secreto del que no se tiene la menor idea y que ya estaba escrito, sino que se va escribiendo en la medida en que es leído por el analista. Esa lectura no es posible sin las palabras dichas y sin el amor de transferencia, es decir, sin esa suposición de saber (creer) que se "cuelga" en la figura del analista y que este no debe encarnar sino solo sostener como un semblante, hasta su caída por obra del propio análisis.

Juresa también es coautor de la novela "Dakota" junto a Fernando Rabih.
Juresa también es coautor de la novela "Dakota" junto a Fernando Rabih.

—Usted detalla en "La realidad por sorpresa" que "por el amor de transferencia se posibilita el desvío del programa del destino: la muerte". ¿El amor de transferencia entre analista y analizante es lo opuesto a la muerte? 

—La materia amorosa es un medio para transformar. Lacan dice que por amor el goce cede al deseo. Para hacerlo más sencillo: en la vida común de los seres humanos, el enamorado cambia algo por amor. En el caso de la transferencia analítica, no se cambia por amor a la figura del analista, sino que se capta claramente el poder transformador de las palabras, en tanto estas se dicen. Uno no es el mismo después de decir algo en lo que se siente involucrado, ya no es el mismo que aquel que no sabía cómo decir algo o no lo decía por pura especulación. No saber cómo decir algo equivale a estar desbordado por eso que tenemos encima, sin distancia, que no podemos apreciar ni reflexionar; estamos metidos dentro de ese cuadro, somos objetos de esa confusión, y cuando vamos logrando apreciar algo, el modo en que estamos tomados por eso que nos desborda, cuando logramos reconocer algo de lo que nos pasa, construir en torno a eso un "paisaje" simbólico, y el modo en que estamos involucrados en eso, de pronto lo podemos decir, lo podemos nombrar, y todo cambia, pierde intensidad y eficacia neurótica. Encontramos una solución. La solución está en las palabras que vamos diciendo. El de transferencia es un amor que se desliza del objeto que el analista representa a las palabras que el analizante dice, en la medida en que esas palabras van demostrando su poder de "curación".

—Si lo que para cada persona es "vivir" es distinto según cada sujeto, ¿cómo se convive en la diferencia?

—La política es lo que nos permite vivir en la diferencia sin matarnos, y no solo la política: el arte, toda forma de sublimación que, a su vez, requiere de un grado de satisfacción directa. Por ejemplo, no se puede sublimar el deseo de comer y transformarlo en una metáfora o en una alucinación; en algún punto, hay que comer. Para eso está la política, entre otras cosas, para que la comida se produzca y se distribuya. Volviendo al psicoanálisis, sería ridículo pensar en analizarse si antes no se come, si no se satisfacen ciertas condiciones para que un análisis sea posible. Nadie llega al consultorio por la angustia de no poder comer, más bien podría llegar al consultorio por la angustia de no tener apetito, o por la depresión que subyace a esa falta de deseo. En todo caso, la diferencia lleva implícita la existencia del otro y su reconocimiento como tal. Una comunidad solo puede vivir como tal en la diferencia. No es lo mismo que "la masa", en la que la diferencia es motivo de amenaza y disgregación. Masa no es lo mismo que comunidad, obviamente.

—Usted escribe en "La realidad por sorpresa" que el analista tiene confianza en que en la palabra del paciente se aloja una memoria vital que reorientará al sujeto al reencuentro de una vida para él, la suya. ¿Qué pasaría si cada uno de los cuarenta y seis millones de argentinos se reencontrara con su propia vida? ¿Cuáles serían los efectos de ese análisis? ¿Ese "sentirse vivo" tiene efectos políticos, sociales y económicos? 

—Es una pregunta que interroga a la política, más que al psicoanálisis. El psicoanálisis es un discurso, lo cual quiere decir un tipo de lazo social, que no se propone transformaciones colectivas. Se supone que la política es la encargada de eso. Sabemos que la suma de los individuos no equivale a la comunidad, por lo que en el supuesto de que todos los miembros que integran una sociedad se analizaran, y si esos análisis llegaran a término, tampoco eso garantizaría transformaciones a nivel colectivo como sustitución de la política. Ahora, si usted me pregunta si entre los políticos hubiera más personas realmente analizadas, tal vez ahí sí habría algunos efectos. El cinismo sería mucho menos intenso, tal vez. También hay momentos de aparición de ciertos políticos que le hablan a la comunidad como si fueran una suerte de analistas sociales, de lectores que se sienten y se hacen sentir muy cercanos a la gente y resultan muy representativos. Son políticos que pueden leer más allá de sí mismos y de sus intereses corporativos, hacen lecturas sociales y esas lecturas tienen consecuencias transformadoras de las condiciones de vida de una sociedad.

Para agregar algo a la respuesta, hubo autores que se plantearon algo como lo que está en el espíritu de su pregunta: una suerte de "psicoanálisis preventivo", semi-educativo, para crear una especie de sociedad menos neurótica, menos enferma. Pero esto contradice uno de los imposibles del discurso analítico: el psicoanálisis no educa, no es una pedagogía de la salud, ni produce "salud" en los términos en los que el Estado lo mide. No hay una medida universalizable que "calcule" los efectos masivos de una supuesta aplicación de "psicoanálisis para todos". Ni la habrá.

—¿Puede alguien pensar que los jóvenes que aspiran a ser Elon Musk encontraron en Milei a alguien que, de alguna forma, los representa? ¿El psicoanálisis va en contra del modelo político de Milei?

—El psicoanálisis no va en contra de nadie, salvo que sea alguien que cruzó la raya de los derechos humanos. Todo ser que habla puede hablar en un consultorio, y no hay partidocracia psicoanalítica. Y esto por lo mismo que digo en el libro: el psicoanálisis no es un tribunal de conducta, ni un comisariato político ni del pensamiento. Lo que piensen los jóvenes o las modas que cada época impone por identificación y necesidades del mercado, no son un obstáculo para hablar. Es importante que los analistas reflexionen sobre la época en la que practican el psicoanálisis y piensen el sujeto de su época. Ese es un tema fundamental: el progreso y la vitalidad del psicoanálisis dependen de los analistas y su capacidad para reflexionar el tiempo que les toca vivir.

—¿Qué tiempo nos toca vivir?

Tal vez sea el de una velocidad que nos deja afuera. Como lo sitúo en el libro, si el ser humano es el "error" del sistema, y por lo tanto, la tendencia a la corrección, al perfeccionamiento tecnológico, a la eficiencia productiva, al reciclamiento, la maximización y la reproducción de la ganancia, al endiosamiento de la seguridad a todo nivel, el rechazo del riesgo, la idealización de la comunicación total, es lo que hegemoniza la cultura y la organización social, entonces ¿por qué no eliminamos al ser humano y listo? La velocidad es la última y más refinada forma de autoexpulsarnos del universo. No digo que eso no pueda suceder y deba ser detenido. Es imposible, la tecnología lo posibilita, y por lo tanto, sucede y seguirá sucediendo. Los cuerpos desaparecidos lo son en extensión, toda la humanidad corre el riesgo de desaparecer, al punto en que, para estar a la altura de esas velocidades, vendrán los injertos tecnológicos adosados al cuerpo, las ortopedias tecnológicas que irán haciendo del ser humano un híbrido máquina digital-biología hiperadaptada. El psicoanálisis, nacido de los desvíos, de los equívocos, los lapsus, los sueños, los olvidos, en definitiva, de las "deficiencias" del sistema de maximización y reproducción productivas, de los basureros en los que se revuelven los restos descartados, los requechos de la humanidad, o sea, de lo inservible para la utilidad, será una de las respuestas al malestar que se irá acelerando en la medida en que todo este proceso sociotecnológico se vaya acercando, forjando cada vez más por el avance tecnológico asociado al enraizamiento de una cultura de la pura acción irreflexiva y reproductiva. Por lo tanto, el psicoanálisis sobrevivirá del mismo modo en que sobrevivirá el agua, nunca dejará de ser necesario. Digo esto porque lo necesario es el deseo. No hay humanidad sin deseo, y esa contradicción es irresoluble para el sistema, y si pretende resolverla al modo inherente de su lógica, iremos al estallido. El goce imposible del sistema es el devorarse a la humanidad toda, y ese goce imposible es lo que sostiene la realidad.

—Usted escucha a muchas personas. ¿Cómo podría conectar esa escucha con el contexto político y social actual?

—Sobre todo el año pasado hubo un desplazamiento del contexto del 2001, que era sintetizado en la frase "que se vayan todos" en un más desaprensivo y explosivo "que se vaya todo a la mierda". Veo una suerte de explosion renovada de esa creencia tan común, la del "borrón y cuenta nueva", del reseteo imposible, del renacimiento y la refundación, como si la historia no hubiera existido y la complejidad fuera capaz de resumirse en una intención bienhechora con rostro diabólico. Veo esa cosa peligrosa y tan arraigada entre nosotros, que a veces adquirió la forma de "desaparezcamos los argentinos, dejemos que vengan los japoneses, para que hagan lo que son capaces de hacer con los recursos que tenemos y que nosotros no somos capaces de aprovechar", o el famoso "qué hubiera sido de este país si los ingleses hubieran ganado en las invasiones", y etcétera. En función de llevar adelante ese ideal limpiador, ese "empezar de nuevo", da la impresión de que la sociedad es capaz de tolerar toda la crueldad posible. Esa palabra, crueldad, que se inauguró su uso político desde que Martín Kohan la usó para caracterizar el momento. Parece haber un hartazgo que habilita cualquier cosa.

—"El analista, si goza de algo, es de leer", usted escribe en "La realidad por sorpresa". ¿Qué es fundamental a la hora de leer?

—Es lo más difícil para el analista, no precipitarse a inyectar de sentido el síntoma, no precipitarse a decirle algo al analizante para explicarle lo que sucede, no precipitarse en la desesperación de hacer desaparecer el síntoma como si este fuera la encarnación del mal que hay que borrar para que el analizante vuelva a tener la salud que viene a buscar y que nosotros supuestamente sabríamos cómo devolverle. Por lo general, esa precipitación no hace más que terminar reforzando las condiciones del padecimiento, porque solo sirve para calmar la angustia y las vacilaciones del analista, quien a veces cree que es una ambulancia de salud, un productor de salud que debe ser eficiente según parámetros "a priori" medibles, vaya a saber cómo.

Para un analista, lo más difícil es no desesperar, y para no desesperar, tiene que "aprender" a desapropiarse del sentido de los síntomas, como si "a priori" supiera de qué se trata. Esto no es como la medicina, que tiene el manual de la sintomatología que responde a tal o cual cuadro e interpreta enseguida de qué se trata la enfermedad, sino que se lee en la singularidad de lo que acontece. El analista no es un "interpretador", sino que, cuando opera como tal, es un lector. José Slimobich, psicoanalista hispano-argentino con quien me formé y me analicé, conceptualiza las condiciones de la lectura en la palabra. Uno de esos conceptos es el de "desapropiación". Básicamente, consiste en no inyectar de sentido el lugar del analista, sino sostenerlo en un vacío que deje advenir el sentido propuesto por el decir del paciente, para leer en lo dicho algo que no aparece en el decir, que no "está a la luz". Es lo más difícil. Después, sobre lo leído, y en la sorpresa que genera, el analizante interpreta, construye un nuevo sentido para sí. Hace su vida. El analista lector recupera el acto con el que Freud dio el puntapié inicial del psicoanálisis: la lectura de los sueños.

—¿Es correcto pensar que hay un profundo humanismo detrás del psicoanálisis? ¿La idea de darle lugar a los desvíos -a los desviados- es humanista?

—No sé exactamente qué quiere decir "humanismo" en esta pregunta, pero si se tratase de una lógica de reaparición del cuerpo en tanto humano, por ejemplo, en detrimento del cuerpo mecanicista y mecanizado o digitalizado, entonces, sí, el psicoanálisis es humanista porque hace reaparecer el cuerpo desaparecido del deseo, el amor, el goce. Esos cuerpos son "desaparecidos" y el psicoanálisis los escucha desde su invención.

—"Freud inventó un mito, el de 'la horda primitiva', imaginando un origen de la civilización ligado a la función del padre. Cuenta que, al principio, este era un ser imposible, de afán devorador, ocupado en reservar para sí todo el goce de las mujeres del clan. El resto de los machos de la horda se complotó para asesinarlo. Después del crimen, los miembros del clan deciden abstenerse de ocupar el lugar de ese padre imposible con el que no se podía vivir. La vida se hizo posible fuera del poder concentrador, acaparador y monstruoso de un ser absoluto", ilustra en "La realidad por sorpresa". ¿Quién ocupa hoy el lugar del monstruo insaciable del mito de "la horda primitiva"? 

—Los hermanos se convierten en tales a partir del acto del asesinato del "monstruo", de "la cosa" fuera de lo humano. Y esa hermandad se sostiene en el recordatorio totémico, el recordatorio de un acto que ahora tiene forma de ausencia, de vacío. No son "hermanos" que se complotan para asesinar a alguien, sino que el asesinato los hermana en el recuerdo que se totemiza para señalar un vacío. Se trata del mito del nacimiento de lo simbólico. El asesinato, como tal, es simbólico, el de la lengua que "mata" la cosa y que hace que la cosa ya no sea necesaria en su presencia, sino en la recreación de su ausencia. También implica el nacimiento de la memoria. En el libro hablo de la memoria y sus implicancias. Ese vacío es esencial para el orden civilizatorio. ¿Cómo podría distribuirse algo si no hay un vacío? Por ejemplo, si tengo una casa repleta de muebles que no dejan ni un espacio vacío, no solo que esa casa es inhabitable, sino que no se puede establecer un orden. Todo orden es una distribución dentro de un espacio y un tiempo, o dentro del espacio-tiempo. ¿Qué puedo hacer? Vaciar un poco la casa, generar un poco de vacío, dejar muebles afuera para ordenar los que quedan y generar un hábitat, un orden, una distribución. El vacío empuja y causa la civilidad, el hábitat, el ambiente, el ecosistema. Si alguien llega a la consulta con la cabeza llena de ideas que no paran de invadirlo, sobre las que vive rumiando, es porque tiene "la cabeza llena", y la rumiación es el intento de procesar todo y darle lugar ahí adentro. No cabe. Hay que sacar, eliminar, vaciar. Demasiado sentido hay en esa cabeza, y el individuo poseedor de esa cabeza seguramente siente pánico de andar con la cabeza vacía o de no tener con qué distraerse, y piensa, vive pensando. La operación que el psicoanálisis establece a partir de ahí es de sustracción, no de suma. En psicoanálisis, al contrario del sentido común, hay que restar, no sumar. El "no me suma" no tiene sentido en psicoanálisis, porque por lo general, particularmente en la neurosis, hay mucho que sobra, y no que falta.

—¿Por qué hay miembros de la tribu que quieren volver a ocupar el lugar del monstruo devorador que impide la existencia del amor? ¿Qué hace a las personas tan voraces?

—Eso ocurre cuando el goce se desengancha del amor, y todo se convierte en puro goce. Vayamos a lo "devorador", un goce oral que, desenganchado del amor, se transforma en el abuso del otro, hasta su eliminación, su incorporación dominante, su absorción absoluta. Se "lo chupa", tal como se decía de los operativos de desaparición de personas, por ejemplo. Ahora, el goce enganchado, enlazado al amor, es el modo en que sentimos la vida, en la que el reencuentro es una función esencial. El sujeto no es "devorador", no busca eliminar al otro por incorporación oral, sino que lo espera para repetir el acto del encuentro gozoso. No es sin el otro que acontece ese goce, y el objeto es objeto de cuidados amorosos porque en ese reencuentro está la felicidad. Y da la casualidad de que cada reencuentro, además, es diferente, se extrae una diferencia. Eso es lo que hace a la singularidad y al sentido real de lo que en cada quien significa vivir.

—¿Qué le hace saber a un individuo que por determinado evento 'volvió a nacer'?

—Yo no podría decir nada salvo de mi propio análisis. Es algo que se siente y que luego se logra verbalizar, construir una historia en torno a eso, ficcionar incluso. Un psicoanálisis no es periodismo, no es un perfil del implicado, no es una biografía, es más bien la construcción de una vida posible. No busca la verdad como tal, sino la verdad en relación con lo real, es decir, con relación al goce que hace sentir vivo al sujeto implicado. 

—¿Por qué experiencias ha pasado usted que lo cambiaron? ¿Qué eventos en su vida hicieron que terminara en lugares inesperados?

—Yo estaba interesado en el psicoanálisis, ya había leído textos de Freud, estaba en la universidad, sabía que me gustaba el escenario de la clínica psicoanalítica: el diván, los sueños, ese hombre inteligente sentado en un sillón y fumando mientras escuchaba lo que le decían y, de pronto, se le ocurría algo inteligente que decirle a ese que hablaba. Vivir de eso. Toda la escena la tenía "comprada". Pero lo que me transformó fue el día en que, como desgrabador de clases teóricas para el Centro de Estudiantes de la Facultad de Psicología de la UBA, me tocó ir a grabar la clase de un tipo que estaba a cargo de una cátedra nueva que se llamaba "Dispositivos clínicos en psicoanálisis". Escuchar esa clase me hizo sentir que toda esa escena que yo ubicaba en la elegancia de Europa y sus altas clases sociales, de pronto estaba en mi barrio, con mi lengua y mis costumbres. Descubrí un estilo y una forma que me acercaban tanto a eso que me interesaba que ya no pude más que seguir yendo a escuchar a ese tipo, luego estudiar con él, luego analizarme con él y formarme como psicoanalista. Ese fue José Slimobich. Y ese es un ejemplo de un acontecimiento transformador en mi vida.

—Dijo que en un tiempo va a publicar otro libro. ¿De qué va a tratar?

—Uno de los descubrimientos freudianos, a mi entender, fue el de la infancia. No se trata de la niñez, sino que esta es el período en el que el individuo humano está más próximo a la infancia. La diferencia está en que la infancia no es una edad o un período de tiempo de nuestras vidas, sino algo mucho más profundo. La infancia es lo imposible de tener. La niñez se la tiene o no, pero la infancia nos acompaña todo el tiempo de nuestra existencia como algo que se nos escapa del dominio, del control, de la administración, de la educación, incluso del análisis. Pero a la vez, posibilita todo eso. Tiene relación con la poética porque es todo lo que el arte expresa como un gesto o como una intención, pero sin pretender otra cosa que ser el efecto de su encuentro, de su rehallazgo. La infancia no es el juego, sino el éxtasis que esta recrea escapándose de sus reglas, siendo a su vez su motivación. La infancia es la vida cuya niñez es el recuerdo inolvidable de su existencia, o el desierto de su lejanía absoluta. Y un análisis, y aquello que valida a los analistas como tales, es algún testimonio de que ese paso por la infancia se ha recreado en un análisis y ha tenido consecuencias en la construcción de una vida posible. Tiene un estilo un tanto arriesgado, pero le gustó tanto a la periodista y escritora Leila Guerriero que quiso ponerle un prólogo, y es sensacional. Ella es una lectora quirúrgica, ensalza el texto y le da una dimensión que para mí es un hallazgo. Me tranquiliza, porque valida un texto que sentía bastante arriesgado. Ojalá se publique. Estamos viendo.

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