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Poner límites realistas al endeudamiento público

La deuda pública puede ser útil para posibilitar inversiones cuyos beneficios se reciben en el futuro y para suavizar los ciclos, permitiendo que la política fiscal sea expansiva en una recesión. Pero, a lo largo de nuestra Historia, ha causado más problemas que soluciones.

10 marzo de 2020

Por Francisco Eggers  Profesor UNLP y UCALP

La deuda pública puede ser útil para posibilitar inversiones cuyos beneficios se reciben en el futuro (cuando se paga la deuda), y para suavizar los ciclos económicos, permitiendo que la política fiscal sea expansiva en una recesión y financiando el déficit resultante. Pero, a lo largo de nuestra historia, la deuda externa pública ha causado más problemas que soluciones.

Por tercera vez en menos de cuarenta años nos encontramos en crisis económica, con recesión, alta inflación y niveles de pobreza intolerables, que reconoce como una de sus causas principales el endeudamiento público en moneda extranjera tomado por el Gobierno Nacional en los meses previos al estallido de la crisis. En el último episodio, la deuda del Tesoro en títulos públicos de mercado en moneda extranjera creció US$ 100.000 millones en poco más de dos años, a partir de fondos que no aumentaron la capacidad productiva ni de generación de divisas del país: al contrario, los déficits fiscal y externo fueron crecientes. Esa tendencia no se podía sostener por mucho tiempo; cuando los inversores financieros lo advirtieron, en el otoño de 2018, el Gobierno recurrió al auxilio del FMI, que desembolsó US$ 44.000 millones en trece meses, para terminar admitiendo que la deuda no era sostenible.

Las crisis de endeudamiento externo en nuestro país, al menos en las últimas décadas, siempre tuvieron origen en acreencias del sector privado que no tuvieron como contrapartida un aumento de la capacidad productiva.

Es posible argumentar que el problema de fondo es el déficit fiscal. Las leyes de “Convertibilidad Fiscal” de 1999 y de “Responsabilidad Fiscal” de 2004, han tenido la intención de limitarlo, pero sin éxito. En las recesiones, cuando la recaudación tributaria cae y aumenta la necesidad de gasto público para apuntalar la demanda interna y asistir a los sectores más castigados, es complejo y hasta ineficiente impedir que el déficit público crezca (si hubiera forma de financiarlo), pero además, con frecuencia faltó decisión política para respetar el espíritu de estas normas. Poner un corsé al gasto y al déficit público, si es muy laxo, no sirve; y si es muy ajustado, molesta y se lo termina sacando.

Pero es necesario evitar que se recaiga en crisis como las de la “década perdida” (a partir del endeudamiento 1976-1982), el fin de la Convertibilidad (que siguió al endeudamiento 1993-2001) y la actual (precedida por el aumento de la deuda 2016-2018). En ese sentido, el diputado nacional Jorge Sarghini ha presentado recientemente un proyecto de ley para prohibir que el Estado Nacional se endeude en moneda extranjera, salvo excepciones razonables: cuando se destina a pagar deuda ya contraída en moneda extranjera; para proyectos específicos financiados o garantizados por organismos multilaterales u oficiales, o para financiar proyectos de inversión estratégicos para el desarrollo, cuya estructura de financiamiento haya sido aprobada por Ley del Congreso Nacional. Otras excepciones menores serían las garantías que se otorguen para que una empresa pública pueda concretar exportaciones o participar en licitaciones en el exterior (caso INVAP), o la posibilidad de recibir asistencia financiera concesional por parte de organizaciones sin fines de lucro, destinadas a la protección ambiental o al combate a la pobreza.

Las crisis de endeudamiento externo en nuestro país, al menos en las últimas décadas, siempre tuvieron origen en acreencias del sector privado que no tuvieron como contrapartida un aumento de la capacidad productiva, y nunca en el tipo de endeudamiento al que se refieren las excepciones listadas en el párrafo anterior. En el caso del financiamiento para proyectos específicos, las divisas sólo ingresan en nuestra economía a medida que los proyectos se van concretando, y esa es una situación muy distinta de la que ocurrió en los ciclos de sobreendeudamiento que hemos tenido, en los cuales hubo un flujo masivo de dólares, capaz de alterar el resultado de la balanza de pagos externos.

Este proyecto no implica que de la noche a la mañana las deudas en moneda extranjera se cancelen o se pesifiquen; gran parte de los acreedores son extranjeros, resultaría muy difícil convencerlos de que conviertan activos en dólares o euros a pesos. Sí es posible poner un freno al endeudamiento de mercado en moneda extranjera, de modo que su carga vaya disminuyendo con el tiempo.

Esto sería deseable, al menos por los siguientes motivos.

Se eliminaría una fuente de inestabilidad del tipo de cambio. Cuando ingresa moneda extranjera para solventar el déficit público, se crea una oferta artificial de divisas que tiende a disminuir transitoriamente su valor, perjudicando nuestras exportaciones y abaratando las importaciones. Así, el déficit público “contagia” al déficit externo; juntos, conforman los “déficits gemelos”, ambos financiados con deuda pública externa. Cuando los capitales dejan de ingresar, lo suelen hacer bruscamente, y el flujo se revierte: el Gobierno pasa a ser demandante de divisas, en lugar de oferente, y nuestra moneda se devalúa, ya que la recuperación del equilibrio o superávit comercial es lenta. Esto es causa de bruscos cambios en precios relativos e inestabilidad económica, que se podría morigerar si, simplemente, el ciclo no se iniciara: es decir, si el Gobierno no ingresa dólares para financiar su déficit.

Disminuiría el impacto negativo de una devaluación sobre las cuentas públicas. El Gobierno recauda en pesos; si la deuda es en moneda extranjera, el peso de sus servicios depende crucialmente del tipo de cambio. Cuando se toma la deuda, la oferta de divisas resultante hace apreciar el peso, disminuyendo artificialmente las relaciones “deuda pública/PIB” y “servicios de deuda/ recursos públicos”, dado que el denominador es en dólares y el numerador en pesos. Por lo tanto, parece que la carga no es tan grande. Pero cuando llega el momento de pagarla (cuando los mercados dicen “basta” y dejan de financiar no sólo el déficit primario, sino también los vencimientos de deuda), la escasez de dólares hace inevitable la devaluación, y desnuda el verdadero peso de la deuda sobre el Presupuesto Público. En ese momento, el impacto puede ser tan grande que el Estado se vea imposibilitado de seguir pagando, lo que tiene consecuencias traumáticas en la economía nacional. No sólo afecta el crédito público de nuestro país; también debilita su capacidad para atender necesidades de la población y para sostener la demanda interna, resultando ?junto con la caída del poder adquisitivo del salario, ante el aumento del precio de los alimentos que sigue a la devaluación? en causa de recesión. Una de las consecuencias de estos procesos de apreciación del peso cuando se está tomando deuda, y devaluación cuando se interrumpe el financiamiento externo, es que los dólares que pagan las deudas públicas terminan siendo más caros (en términos de poder adquisitivo interno) que los que se tomaron prestado. Por el historial de incumplimientos de nuestro país, el costo financiero del endeudamiento público es generalmente alto si se lo mide en dólares, pero si se lo midiera en pesos de poder adquisitivo constante, resultaría exorbitante.

Los costos del déficit público se harían evidentes más rápidamente, facilitando la reacción oportuna de la sociedad. Si el déficit público se financia en pesos, el sector privado lo paga en forma de inflación, aumento de las tasas de interés en pesos ?desplazando financiamiento al sector privado? y/o retrasos en los pagos. Esto genera costos sociales al poco tiempo de producido el déficit, lo que facilita que la sociedad pueda hacer una evaluación oportuna de costos y beneficios. En cambio, si el financiamiento es en moneda extranjera, puede pasar un tiempo hasta que las consecuencias recaigan sobre la sociedad; y eso hace que las inevitables consecuencias de mediano y largo plazo tiendan a ser peores.

La limitación propuesta sería más ejecutable que las reglas que prescriben una baja gradual y continua del déficit o del gasto público. En primer lugar, es más fácil de controlar. El concepto de “déficit fiscal” con frecuencia ha sido objeto de interpretación, e incluso de “contabilidad creativa”; por ejemplo, se han registrado gastos primarios como inversión financiera “bajo la línea”; o desinversión financiera como recursos “sobre la línea”, en ambos casos disminuyendo el déficit publicado en forma engañosa. En contraste, con los sistemas de información existentes es muy difícil ocultar una toma deuda en moneda extranjera, y a partir de eso es fácil establecer si se trata de una de las excepciones permitidas o no.

En segundo lugar, hay menos motivos para “saltearse” la prohibición. En el caso del déficit público, cuando hay recesión tiende a crecer, tanto acciones del gobierno que intentan amortiguar la disminución de la demanda agregada, como por la presencia de estabilizadores anticíclicos automáticos, principalmente la reducción en la recaudación tributaria. En cambio, no parecen tan imperiosos los motivos para que el déficit se financie en moneda extranjera y no en pesos.

Por otra parte, cuando más se necesita la deuda, es cuando menos aparecen las ofertas de financiamiento privado; porque, como se sabe, los banqueros (y los inversores financieros) te ofrecen paraguas cuando hay sol y te los quitan cuando llueve. Pero, más allá de las bondades y las fortalezas técnicas de los proyectos, lo principal es que los argentinos aprendamos de la experiencia, y consideremos como política de Estado evitar que en el futuro volvamos a reincidir en las prácticas que tan mal nos han hecho.

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