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Inserción global, deuda externa, macro...¿y futuro?

Si la política internacional no resulta en tecnología y diversificación, no nos “integra en el mundo”, tampoco es “inteligente”. Nadie llamaría “integrada” a una economía “dependiente” que importa saber y vende naturaleza. ¿O sí?

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Carlos Leyba 07 febrero de 2020

Por Carlos Leyba

La gira de Alberto Fernández fue exitosa. En términos de la estética de las relaciones internacionales, esta sorpresiva gira del Presidente, desde Israel hasta el corazón de Europa, lo ha colocado en el “Hola” de las relaciones exteriores y en un lugar más destacado que el que, con enorme autobombo, logró Mauricio.

Sin duda, los grandes medios y sus comentaristas no han celebrado estos pasos de Alberto como un avance en la “inserción en el mundo”. No de la manera en que festejaban cada sonrisa presidencial en la foto con Mauricio.

En aquellos años, al respecto, dominaba el “entusiasmo incondicional” y por lo que parece, en estos, dominará la “descalificación incondicional”.

Mauricio y equipo, señalaban que cada recepción educada en territorio desarrollado anunciaba la inmediata “lluvia de inversiones”. Claramente eso es lo que no pasó.

En subsidio llegó la bicicleta alimentada por el delirio del retraso cambiario más tasas de interés estratosféricas.

El final fue la parálisis ante la deuda externa con el sector privado (sumada a la que ya había) más la deuda externa con el FMI convertido en una “ambulancia loca”: una que no lleva a ningún lugar donde se trate la enfermedad por la que fue llamada.

Mientras los contactos de Macri “procuraban” inversiones, los de Alberto procuran “ayuda” para el trato generoso del FMI (una deuda que no sirvió para nada) y tal vez, una carta de recomendación para los prestamistas: “Recíbalo a Fernández, él va a contar como va ha hacer para pagarle con una tasa de interés que en ningún otro lugar del mercado va a conseguir”.

Llegados a este punto conviene aclarar que las relaciones internacionales, entre los países desarrollados y los que no lo somos, si hablamos en serio, se miden, primero, por las inversiones de los primeros efectivamente radicadas en los segundos. Inversiones que, segundo, se miden por si incorporan capital de la mejor tecnología destinado a generar diversificación productiva, y no sólo para financiar en “corto” la explotación de riquezas naturales con escasa agregación de valor. Esas inversiones de extracción no generan ni empleo estable de calidad ni alto nivel de transferencia tecnológica.

Hay inversiones para seguir haciendo lo mismo o aquellas para transformar la estructura productiva y caminar al desarrollo. Crecer o desarrollar: esa es la cuestión.

Las inversiones, y en esto también radica su valor, tienen que venir asociadas a la recepción privilegiada de esos nuevos y diversificados, productos en los mercados de los países desarrollados. Y tienen que (y no es una ayuda menor) garantizar el financiamiento sine die de los desequilibrios financieros propios de las primeras etapas de la transformación y expansión productiva a las que, esas inversiones y mercados, estarían asociados.

Inversiones, transformación, mercados y financiamiento de largo plazo de los desequilibrios del desarrollo, conforman la verdadera materialización de las buenas relaciones internacionales y de la meneada inserción en el mundo. Todo lo demás es literatura o fotos para la tribuna, sea con guitarra o con las obras completas de Jorge Luis Borges. Alberto tiene muchas guitarras, Macron debe tener una docena de las completas de Borges.

Un mix de las relaciones productivas de desarrollo, que hemos mencionado, es fácil de rastrear en Occidente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y a partir del Plan Marshall. Fueron las relaciones internacionales de posguerra y “la inserción en un nuevo mundo”.

Ejemplos, Alemania Occidental. El “medio país” que sería el futuro motor económico de la unidad europea. O la recuperación de la economía japonesa. Después el sudeste asiático y aún hoy, a pesar del tira y afloja, la construcción de esa suerte de “neo continente global” que fue la “chimérica”, de cuyas reverberaciones surgió el “viento de cola” que bañó el Atlántico y nos ofreció una década de oportunidades que, por esa maldita falta de pensamiento estratégico que nos caracteriza, no supimos ni quisimos aprovechar para “integrarnos productivamente al mundo”. Nos quedamos en el excedente comercial que nos brindó la primarización de la soja: la proteína vegetal o lo más primario que podemos hacer.

De esto debemos hablar cuando hablamos de “inserción en el mundo”.

Recepciones, discursos, regalos. Muy bien. Condición necesaria para la “inserción inteligente en el mundo”. Pero lo suficiente, lo beneficioso para el país, es lograr aquello que han probado, en los hechos, los países devastados o subdesarrollados que han dejado de serlo con el “apoyo” de los “ricos”. Relaciones todas intensamente vinculadas a las situaciones geopolíticas miradas desde la potencia del momento.

Argentina no tiene un privilegio geopolítico: su relación, en ese plano, es de especialización y no de diversificación; y por lo tanto es de “dependencia”, aunque la palabra suene “demodé”.

Es habitual escuchar la monserga que la economía argentina es una economía cerrada; cerrada por la estructura arancelaria o de control comercial, o por el escaso peso del comercio exterior en el PIB.

Ambas formas de medir son, como mínimo, incompletas. Importa ponderarlas en función de la participación de las importaciones en los distintos mercados. La primera aclaración es que nuestro PIB, a pesar de nuestro bajísimo nivel de productividad, está básicamente conformado por la valoración contable de las actividades de servicios y de las que producen bienes no transables (concesionarios)

En bienes transables, dejando de lado alimentación, la industria de transformación genera, en un año no recesivo, un déficit comercial internacional de US$ 30.000 millones y la penetración de bienes importados, en los sectores industriales de los bienes que compramos con manufactura local, va de un extremo del 80% en la industria automotriz a un mínimo de 20% en las industrias más vegetativas.

No somos, con el sentido estricto de medir “lo transable”, una economía cerrada sino más bien una economía perforada.

En consecuencia, las relaciones internacionales y la inserción inteligente en el mundo, es lograr que “esas relaciones” contribuyan a la transformación vía inversiones de diversificación.

De eso se trata “la política económica y comercial internacional”: si no resulta en tecnología y diversificación no nos “integra en el mundo”. Nadie llamaría “integrada” a una economía “dependiente” que importa saber y vende naturaleza.

Volvamos al periplo de buenas relaciones que, en esta aproximación de urgencia, están motivadas por el apoyo para la negociación de la deuda o para no caer en default.

Una apostilla acerca del buen trato “presidencial” magnificado en su significado como predictor de “avances en la línea de la inversión y apoyo a la transformación”. Vale para todos los que destacan la buena atención promesas de los líderes mundiales. Por eso es bueno recordar que, por ejemplo, en Estados Unidos se lo llamó al impresentable y lamentable Leopoldo Fortunato Galtieri, “General Majestuoso” y al poco tiempo esos halagos se transformaban en la respuesta sobre Malvinas.

Como en todos los órdenes de la vida las consecuencias reales dependen de los hechos y no de las palabras.

Aunque, sin duda, las palabras son siempre el principio. Fernández las ha pronunciado y las ha recibido por ser Presidente y por haber tenido a favor la intervención de destacadas personalidades como el Embajador Juan Archibaldo Lanús y Gustavo Osvaldo Béliz, quienes han tejido relaciones profundas y estables en Francia y la Santa Sede, respectivamente. Gracias a ellos esas puertas se han abierto con extrema e inusual cordialidad.

En Francia, además, Fernández dio una charla en Sciences Po y la señora Merkel le ofreció una comida. El papa Francisco, que le hizo el enorme favor de delegar en el Cardenal Pietro Parolin, la “incómoda” referencia al Magisterio de la Iglesia acerca del aborto. Le brindó los argumentos de San Juan Pablo II acerca de lo gravoso de los programas que cargan (ajuste, desempleo, reducción de la protección social) sobre la población más vulnerable los costos de la cancelación acelerada de la deuda. Un flagelo que se suma al deterioro planetario producido por la desprotección ambiental y social de la desigualdad. Las tres desprotecciones (deuda, ambiente, inequidad) obedecen a la misma matriz de un sistema capitalista que necesita un rediseño inspirado en el respeto a todas las dimensiones de la persona y de la vida.

El ministro de Economía, Martín Guzmán, con envidiable modestia, ha demostrado en Roma, una vez más, su gran capacidad para ser escuchado por el acreedor más importante del país que es el FMI; y ha puesto en evidencia que sus pasos, en el orden fiscal, responden a conversaciones, previas a asumir su cargo actual, mantenidas con Kristalina Georgieva.

Es decir, si la finalidad es resolver la deuda y en particular hacerlo con la anuencia del FMI, los pasos de Guzmán no son improvisados y bien pueden ser la matriz de un acuerdo pronto. Eso es lo que todos vemos.

Pero lo que no vemos y lo que su ausencia angustia, es la definición sistémica de dónde queremos ir.

Todos los funcionarios económicos, desde Guzmán hasta el heterodoxo ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, recitan “primero la macro”: superávit fiscal, baja de la inflación. Nadie puede discutir esa necesidad.

Pero lo que sí es absolutamente discutible y preocupante es que, con esos objetivos y los instrumentos hasta aquí revelados, la fatiga de materiales es inevitable.

La causa del desequilibrio fiscal, la causa de la inflación, responden a la misma enfermedad: una economía de bajísima productividad, orientada al consumo, militante del presente, que ha decidido ignorar que el futuro es ahora.

Un solo ejemplo que sólo requiere decisión: la reforma del Estado, en todos los niveles, no puede esperar. Este sector público consume mucho más de lo que realmente produce. Nada de un día para otro. Pero empezar ya.

“El futuro no es lo que va a venir, sino lo que nosotros vamos a hacer”, decía Henri Bergson.

Sin acción que lo busque, no hay futuro.

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