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El papel de Egipto en el tablero del Medio Oriente

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Atilio Molteni 11 mayo de 2020

Por Atilio Molteni Embajador

Si bien el presidente Donald Trump anunció el interés de su Gobierno de retirarse de Medio Oriente, esa decisión política no podrá cumplirse en abstracto, sin garantías mínimas. No resulta fácil desconocer de la noche a la mañana un sistema de alianzas políticas que ayudó a sostener el equilibrio al borde de la guerra por tantos años y bajar la cortina como si las relaciones internacionales se manejaran con horarios de oficina. Si Washington tiene una estrategia definida, todavía no es pública. Y si no la tiene o sale al galope dejaría una brecha de altísimo riesgo.

¿Están en condiciones de seguir por su cuenta los protagonistas directos de esa zona caliente del planeta? La verdad es que nadie lo sabe y sería poco sabio hacer una prueba de resistencia sin una red de seguridad. El “América First” (y el mundo último) es un dogma que hasta ahora no se reflejó en una relación de poder estable, ni en una economía digna de ser exhibida con orgullo dentro o fuera de una pandemia. Si alguien piensa lo contrario, sería bueno invitarlo a estudiar el déficit de presupuesto y el déficit comercial con los que habrán de terminar los primeros cuatro años de gestión del Jefe de la Casa Blanca, sin prejuzgar si tendrá otros cuatro para llevar a cabo estas audaces jugadas.

Egipto fue algo más que un singular aliado político de Washington, ya que sus gobernantes ayudaron a crear un ámbito de equilibrio en la región y fue el primero de los países que decidió convivir sin confrontación bélica con Israel y con otros referentes de la zona. No fue amor, sólo pragmatismo. Cabe recordar que el mundo también intentó creer que la Primavera Arabe habría de traer al Siglo XXI a varias de las civilizaciones ancladas en el pasado, una fugaz experiencia política que nunca terminó de despegar.

Egipto es también un importante mojón en la constelación árabe y su influencia geopolítica está latente y bien conservada. Eso no cambia a pesar de que los actuales objetivos regionales de Estados Unidos se concentran en sus graves litigios con Irán, el retiro de sus tropas de Siria e Irak y en forzar apoyos para un plan de paz que por ahora sólo refleja con ortodoxia muchas de las aspiraciones de Israel y ciertas aspiraciones del hoy impredecible Gobierno de Arabia Saudita. Lo único que suena realista es suponer que hasta las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos, Washington sostendrá una amistosa política con el Gobierno de el-Sisi, la que se desplegará con el enfoque de alternar presión y persuasión para limitar las acciones autocráticas del mandatario.

Como se sabe, el Departamento de Estado mantiene relaciones con gobiernos considerados despóticos por las ONG que defienden los derechos humanos. En el caso egipcio le toca decidir si está ante un aliado estratégico digno de apoyo, o de una autocracia que debería seguir recibiendo cooperación sólo si opta por reconducir sus políticas con el fin de devenir en una democracia efectiva.

El Medio Oriente es una región que convive con problemas de extrema gravedad y elude en forma cotidiana un enorme paquete de conflictos interconectados entre sí, incluyendo el riesgo de una confrontación armada entre Estados Unidos y sus aliados contra el régimen de Irán.

Egipto no se caracteriza por ser dócil. Es el país árabe más poblado (100 millones de habitantes), donde impera la religión sunita y sobresale la historia de un prolongado liderazgo político-social que se extiende a la opinión pública de toda la región. Su expresidente Gamal Abdel Nasser (1954-1970) conquistó muchas mentes al forjar con éxito la corriente de nacionalismo árabe que dejó en el pasado la dependencia colonial.

Cuando en enero de 2011 emergió la Primavera Arabe que movilizó multitudes bajo el lema “pan, libertad y dignidad”, así como la demanda de una reforma política y social, las presiones hicieron tambalear al régimen de El Cairo. Tanto, que el entonces Presidente Hosni Mubarak debió renunciar a su puesto, ya que el Ejército de su país cedió a la presión popular. Ello no impidió que recibiera honores militares a la hora de su posterior deceso.

En ese fugaz ciclo ganaron vigencia los Hermanos Musulmanes (HM), cuyos orígenes se remontan a 1928, al lanzar una audaz campaña a favor del islam político, enfoque con el que llegó Mohammed Morsi al Gobierno, quien gano la presidencia en junio de 2012. Su gestión enfrentó múltiples problemas y resultó muy accidentada debido al elevado fraccionamiento de la sociedad egipcia.

Tras un año de fuerte inestabilidad, Morsi fue derribado por un golpe militar que gozó de amplio respaldo civil (ya que las fuerzas armadas de ese país se perciben a sí mismas como las guardianas de la Nación). Morsi acabó juzgado, la HM declarada “organización terrorista” y disuelto su partido “Libertad y Justicia”, al tiempo que fueron detenidos y procesados miles de personas, en un proceso que dio por tierra con muchas de las libertades públicas.

Se dijo entonces que la ideología religiosa de ese grupo influía de modo perverso en los jihadistas, cuya agenda transnacional se atiene a la idea de que las sociedades no islámicas son un objetivo legítimo.

En mayo de 2014 fue electo y en 2018 reelecto como Presidente el general Abdel Fatah el-Sisi, quien detenta el poder sin una verdadera oposición y con un Parlamento muy condicionado. De ese modo las Fuerzas Armadas volvieron al Gobierno con el apoyo de otros órganos del Estado y de algunos partidos políticos.

Se trata de un clásico “hombre fuerte” que favorece las ideas conservadoras como la estabilidad y la seguridad, así como el control del activismo político y religioso. Su visión estratégica internacional es antiislamista, un enfoque que retoma el estatus quo y pone énfasis en el interés nacional (nacionalismo). Bajo ese paraguas respalda a los países sunitas como Arabia Saudita frente a Irán (chiíta), uno de los dilemas o divisiones con las que se busca hegemonía en la región.

Al mismo tiempo su gobierno sostiene buenas relaciones con Rusia y China. Durante su gestión se pusieron en marcha grandes proyectos como la ampliación del Canal de Suez, el establecimiento de una nueva capital, la construcción de una central nuclear y un complejo de obras públicas en el Sinaí, convocando a sus camaradas de armas para controlar gran parte de la economía.

Al enfrentar tiempos de crisis, Egipto obtuvo el respaldo de Arabia Saudita, de otros países del Golfo y Estados Unidos. Con esas referencias, el Gobierno adoptó un plan económico de liberalización estructural orientado por las recetas y recursos del Fondo Monetario Internacional (FMI), medidas que aún no permitieron reducir el nivel de pobreza. Lo que sí avanzó de manera sugestiva es la producción de petróleo y gas. El país tampoco quedó al margen del embate originado por el coronavirus ni por la caída de los precios de la energía y de los flujos turísticos. Al ver estos hechos, es conveniente recordar que desde los años 50´s la relación de Estados Unidos con Egipto fue central en su política hacia el Medio Oriente, en cierto modo encuadrada en la dinámica de la Guerra Fría.

En 1972, el sucesor de Nasser, Anwar Sadat, rompió con la ex URSS y optó por la colaboración con Washington. Después de la Guerra árabe-israelí de 1973, ese vínculo posibilitó los Acuerdos de Camp David y el Tratado de Paz con Israel (1979), bajo cuyas reglas El Cairo empezó a recibir US$ 1.300 millones anuales de ayuda económica y militar atada de Estados Unidos.

En abril de 2017, Trump retomó la pasada línea de pragmatismo al reunirse con el-Sisi y calificarlo como socio en la lucha contra el terrorismo y en favor de la estabilidad en el Medio Oriente. El móvil de este paso fue la seguridad.

Por su parte, el Gobierno egipcio optó por acompañar los esfuerzos destinados a lograr la paz entre israelíes y palestinos y en 2020 subrayó la relevancia del plan de Trump, rechazado por otros países árabes y por la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en Ramallah. El gobierno de El Cairo también valoró la gestión estadounidense para lograr un arreglo con Etiopia, donde era necesario condicionar la operación de una gran obra hidroeléctrica, que puede limitar el flujo de agua del Nilo hacia Egipto, el río que alimenta el 90 % del consumo nacional.

A pesar de la paz entre ellos, Egipto e Israel no registraron progreso visible en el plano del intercambio comercial y turístico (sólo se asociaron en el ámbito de sus proyectos energéticos). En 2013 sus intereses coincidieron cuando Israel aceptó su gran despliegue militar en el Sinaí e intensificó los vínculos de inteligencia.

En virtud de sus coincidencias islamistas, el presidente Morsi colaboró con Hamas. En cambio, El Cairo mantiene una política pragmática en otros planos y montó refuerzos en la frontera y el Paso de Rafah para impedir el terrorismo y el contrabando, sin menoscabar la facilitación de los contactos entre las partes y con la ANP. La persecución a la HM agravó la relación con Turquía, cuyo gobierno también representa a núcleos sunitas rivales en otra de las divisiones regionales: Ankara es pro-islamista, mientras que el de Egipto es un gobierno árabe opuesto a esa opción religiosa. La participación egipcia en la guerra civil siria fue limitada y diferente a la que aplicó Arabia Saudita, quien endosó a grupos contrarios al gobierno de Damasco (Siria). En cambio, se alineó con la intervención militar a Yemen mientras Irán y Catar colaboraban con los huties.

Al privilegiar su seguridad interna, el Gobierno egipcio participó en la guerra civil de Libia, con quien comparte una extensa frontera y se inclina a favor del general Khalifa Haftar del ENL (Tobruk), como lo hacen Rusia, Francia y EAU en su campaña contra las fuerzas del GAN (Trípoli), de Faiez al-Serraj.

Este último es reconocido por la ONU y comparte efectivos islamistas en abierta sociedad con Turquía, con cuyo Gobierno tiene acuerdos para salvaguardar sus intereses en el Mediterráneo Oriental.

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