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China intenta ocupar el espacio que Estados Unidos dejará vacante en Afganistán

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Atilio Molteni 19 julio de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

A esta altura resulta obvio que Beijing dejó atrás su timidez geoestratégica. Aunque nadie sabe cuáles son los reales motivos por los que China se propone tentar fortuna en el indomable Afganistán de los talibanes, hay indicios de que la dirigencia de del Gigante Asiático vuelca sus energías a la compleja tarea de lograr una “fuerte cooperación” con una sociedad de reconocible pobreza, muy adicta a los conflictos tribales. Ninguna intervención extranjera consiguió incidir sobre la estructura sociopolítica del pueblo afgano.

Lo cierto es que, tras interminables cabildeos, el pasado 14 de abril la Casa Blanca confirmó la decisión adoptada por el expresidente Donald Trump quien, conforme al Acuerdo de Doha de febrero de 2020 y sin pensar en todas sus consecuencias, dispuso que las tropas estadounidenses debían abandonar territorio afgano a breve plazo.

Su sucesor, el actual presidente Joe Biden, puso gran empeño en conseguir que esa presencia en Afganistán concluya antes del 11 de septiembre. La paciencia política con esta guerra había terminado.

Washington necesitó mucho tiempo para entender que el país venía lidiando con un conflicto sin solución militar, ajeno a los nuevos intereses y desafíos que hoy tiene el tinglado político y defensivo de Estados Unidos. Ningún observador con razonable experiencia de campo ignora que el Pentágono necesita reasignar sus energías a una agenda muy distinta a la que era prioritaria cuando se declaró la guerra total contra el terrorismo en respuesta a la voladura de las torres del World Trade Center y otros objetivos que golpeara Al-Qaeda.

El presidente Biden destacó que su país no intervino en el conflicto afgano para asumir la función de construir ese país, un objetivo que siempre fue el derecho y la responsabilidad de su propio pueblo. El papel de Estados Unidos se concentró en luchar contra el terrorismo y estabilizar una región altamente sensible del planeta, enfoque que, sin duda, por mucho tiempo compartieron sus propios votantes.

El inquilino de la Oficina Oval se vio forzado a reiterar esos puntos de vista el pasado 8 de julio. Lo hizo para neutralizar las críticas del Partido Republicano, cuyos miembros expresaron reservas al ver los nuevos avances territoriales del Talibán en el norte afgano.

Ese movimiento tribal y armado controla de hecho gran parte del país y está enfrentado con el Gobierno de Kabul, el que sólo domina una cuarta parte del territorio nacional, en particular las áreas donde están localizadas las grandes ciudades. El poder central busca ahora el apoyo de las milicias étnicas contrarias a los talibanes, una gestión que hasta ahora trató de evitar porque disminuía su control de los acontecimientos.

La táctica de la mayoría insurgente consiste en degastar al poder oficial, pues numerosos soldados gubernamentales se rinden sin dar pelea o cruzan las fronteras para no caer prisioneros. Tampoco parece haber margen para un arreglo político, ya que ninguna de las partes se demostró viable a esa clase de solución, aunque se han iniciado nuevas negociaciones en Qatar.

Estados Unidos fijó su atención en Afganistán debido a que Al-Qaeda tenía su base central de operaciones en ese país y gozaba de la protección del gobierno del Talibán, cuyos militantes habían logrado tomar la ciudad de Kabul en 1996, donde impusieron un régimen islámico teocrático que adoptó una interpretación extrema de la Ley de la Sharía. Bajo tales preceptos, la tribu optó por condicionar la vida de las mujeres y las minorías, aparte de establecer una relación muy estrecha con Osama bin Laden y con la Yihad global.

Estos datos incidieron sobre las medidas que eligiera el entonces presidente George W. Bush (h), quien ordenó invadir Afganistán contando con la ayuda de las milicias de la Alianza del Norte (entre ellos, los tayikos capitaneados por Ahmed Massoud), en ejercicio de la legítima defensa. Al calor del clima imperante, la invasión de Estados Unidos fue vista como una “guerra necesaria” y exitosa, no una “guerra opcional”, como la que tiempo después se libró con el Iraq de Sadam Hussein.

Y aunque tras 20 años de operaciones militares lideradas por Washington, la OTAN y el Gobierno afgano Al-Qaeda ya no tiene gran relevancia, no sucede lo mismo con el poder dominante del Talibán, cuyos combatientes están muy fogueados y dominan gran parte del territorio. Son tribus se extendieron desde el sur del país, habitado por su etnia (los pastunes), la que hace gala de las habilidades que impidieron que distintas fuerzas extranjeras consiguieran unificar a la sociedad afgana para establecer una nación con respaldo político e instituciones sólidas. Ellos frustraron las acciones de las fuerzas británicas en el Siglo XIX, del ejército ruso en el Siglo XX y acaban de expulsar de hecho a las fuerzas de ocupación estadounidense instaladas en lo que va de la presente centuria.

Durante la confrontación, el tamaño de las fuerzas y los objetivos de Washington se fueron adaptando a los diferentes criterios estratégicos de los presidentes Bush, Barack Obama y Trump, así como a la opinión de las estructuras de defensa, bajo cuya orientación se registró la acción militar más larga de su historia.

Washington nunca consiguió crear un gobierno poderoso en Kabul y una fuerza militar local entrenada, a pesar de haber invertido en ellos más de US$ 133.000 millones, lo que resultó equivalente al 60% de los fondos destinados a sostener a las fuerzas armadas del período, gran parte de ellos malgastados por los gobernantes afganos, públicamente adictos a la corrupción (la que estuvo presente con especial intensidad durante los 13 años del presidente Hamid Karzai).

Los gobiernos de ese país fundamentaron sus gastos en los problemas reales y ficticios del ciclo de reconstrucción. Sin embargo, tampoco pudieron ocultar los efectos de la tradicional explotación del cultivo del opio ni la producción de heroína, productos esenciales para el sostenimiento de la frágil economía de ese país.

Muchos observadores alegan que el retiro de los soldados estadounidenses y de la OTAN puede crear un “vacío estratégico” (ya se completó en un 90%) y hasta generar el posible colapso del gobierno afgano, lo que implicaría el restablecimiento del poder del Talibán en Kabul. Esa perspectiva sería nefasta para su pueblo, puesto que ello daría pie a una masiva corriente de refugiados hacia Irán, Paquistán y Europa Occidental, algo ya visto en el pasado, sumándose a la crisis humanitaria existente.

Además, el desbande afgano puede generar consecuencias en el Asia Central y del Sur, donde comienza un nuevo período de transición que podría dar lugar a una estructura de seguridad diferente, en la que India, Irán, Rusia y China saldrían a competir con la finalidad de satisfacer sus propios objetivos estratégicos e ideológicos y ocupar el vacío originado por el retiro de Washington de la región, a quien responsabilizan de la crisis existente al haber intervenido y ahora por terminar con premura su presencia en Afganistán.

En este análisis no es posible dejar de lado al Gobierno de Paquistán, cuyos servicios de inteligencia desarrollaron una cooperación encubierta con el Talibán y le dieron refugio, como parte del escenario de enfrentamiento con la India respecto del estatus de Cachemira, una región limítrofe caracterizada por un persistente conflicto bilateral.

Tampoco hay gran información para anticipar las políticas que habrán de seguir los talibanes si alcanzan el poder. En la región existen proyectos concretos para mejorar la conectividad territorial.

Por ejemplo, el Gobierno de Uzbekistán y sus vecinos de Asia Central (que formaron parte de la URSS), están explorando el apoyo internacional para llevar adelante iniciativas de infraestructura y transporte con Afganistán hacia el sur y sudeste del continente. El Talibán tampoco está de brazos caídos. Hace años que inició un proceso de diálogo con Moscú, cuyo Gobierno está interesado en desarrollar una estrategia activa, coincidente con su política en otros países de la región.

Por otra parte, desde 2010 China mantuvo contactos con el régimen de Karzai quien intentó desarrollar vínculos de cooperación comercial y económica para amortiguar sus tensiones personales con Washington.

Se sabe que, en esta etapa, Beijing desearía reconstruir la infraestructura de Afganistán, objetivo que indujo a su gobierno a tomar contacto con el Talibán. Para ello habría formulado propuestas destinadas a canalizar sus inversiones financieras a través de Paquistán, que es el aliado más firme que China tiene en la región.

Otras inquietudes de Beijing se refieren al deseo de consolidar su macroproyecto del “Belt and Road Iniative (BRI) en los países del centro del Asia, entre otras razones, para hacer un escudo de protección contra los uigures que integran el denominado el Partido Islámico de Turkmenistán, una secta que realizó ataques terroristas en la región vecina de Xinjiang.

Afganistán tampoco es un vecino indiferente para Irán, con quien posee una frontera de 920 kilómetros hoy controlada por el Talibán. Ahí el problema reside en que los ayatolas chiitas los consideran como un adversario religioso debido a la extrema interpretación sunita del islam, quienes que durante su gobierno en Kabul persiguieron a la etnia de los azaras, que son chiitas radicados en el oeste del país.

Bajo esta compleja perspectiva, el caso de Afganistán confirma la visión de que siempre resulta más fácil empezar una guerra que reconquistar y asegurar la paz.

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