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El protagonismo de Turquía en la sensible crisis de Libia

La tangible sensación global de que Estados Unidos decidió abandonar su papel de árbitro y fuerza equilibradora de la paz en el Medio Oriente y el Asia, tiende a convertir antiguas lealtades en fuerzas competidoras y en mecanismos de ocupación territorial de incierto destino final como los que decidió ahondar, el pasado 31 de diciembre, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan.

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Atilio Molteni 06 enero de 2020

Por Atilio Molteni Embajador

La tangible sensación global de que Estados Unidos decidió abandonar su papel de árbitro y fuerza equilibradora de la paz en el Medio Oriente y el Asia, tiende a convertir antiguas lealtades en fuerzas competidoras y en mecanismos de ocupación territorial de incierto destino final como los que decidió ahondar, el pasado 31 de diciembre, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. En el tradicional Mensaje de Fin de Año, el mandatario afirmó que, en virtud de la importancia estratégica del tema, su gobierno se proponía materializar los dos acuerdos que había alcanzado un mes antes con el gobierno libio basado en Trípoli. Tales documentos incluyen al Memorándum de Entendimiento sobre Seguridad y Cooperación Militar y la Delimitación de las Áreas de Jurisdicción Marítima entre ambos países.

Para los observadores, la nueva política asertiva de solidaridad territorial que exhibe el gobierno de Ankara acerca de una nación que, como Libia, otrora había sido una nación parte del Imperio Otomano, y cuya primera manifestación fueron las acciones militares que poco antes desplegó en el norte de Siria sobre territorios ocupados por los kurdos, significa que Erdogan no se preocupa mucho por las formas y la legalidad internacional a la hora de concretar una sustantiva expansión en las que considera regiones de influencia de su país.

El primero de los aludidos textos define el interés de acentuar el apoyo militar turco mediante el envío de tropas (cuya dimensión está siendo discutida en Ankara) a una de las dos facciones en que está dividida Libia desde 2014. En los hechos es un respaldo al Primer Ministro Fayez al-Sarraj, reconocido por la ONU como el Gobierno legítimo interino (una gestión que también cuenta con una amplia colaboración de Catar). El problema reside en que el respaldo turco sirve para enfrentar a su rival militar, el general Khalifa Haftar, que controla el este de Libia y el 80% del territorio del país.

La situación es muy compleja. En febrero de 2019, el denominado Ejército Nacional Libio lanzó una nueva ofensiva terrestre contra el gobierno de Trípoli, acciones que significaron una gran escalada de violencia pues causó centenares de muertos entre la población civil y 120.000 desplazados internos, contra los que frecuentemente se emplean medios aéreos y drones en el marco de una operación militar aún indefinida, pues ninguna de las partes demuestra tener preponderancia en el terreno. En Trípoli, -que es la capital de Libia- está la sede del Gobierno que posee, entre otros, el mandato de la ONU para llevar adelante las exportaciones petrolíferas lícitas del país. Cabe recordar que Libia es un histórico miembro de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) y, también, del Foro del Grupo de Países Exportadores de Gas Natural (GCEF).

El segundo acuerdo con Turquía delimita las zonas económicas exclusivas contiguas de ambos países en el centro del Mar Mediterráneo, más allá de lo que establece la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar, en un área próxima a las islas griegas y a Chipre. Semejante decisión bilateral acarrea consecuencias para Grecia, país que ve afectada su soberanía y tal medida gravita sobre la controversia originada por la invasión turca del norte de Chipre en 1974 (aún no resuelta) y sobre sus derechos de jurisdicción marítima. Por si fuera poco, también Egipto alberga motivos de queja, ya que en la actualidad intenta verificar el potencial de los recursos energéticos en los aludidos territorios.

Otra nación afectada por estos movimientos bilaterales es Israel, ya que este último país exhibe contratos de exportación de gas a El Cairo desde sus yacimientos Leviatán y Tamar y proyecta la eventual construcción de un importante gasoducto submarino con Italia en conjunción con Egipto y Chipre, a los que se agrega el apoyo de la UE, cuya dirigencia busca diversificar las fuentes que proveen energía a su propio territorio, con alta dependencia de los suministros rusos. Pero el verdadero problema geo-estratégico es que Libia vive en pleno caos desde 2011, cuando un levantamiento interno y la intervención de la OTAN, basada en la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, (que aplicó por primera vez el concepto de la “Responsabilidad de Proteger”),dieron fin a los 42 años de gobierno del coronel Muamar Kadhafi (y a su vida), lo que fue uno de los desarrollos más significativos que caracterizaron a la Primavera Árabe.

El ocaso del dictador libio se originó en visible fracaso de su política económica, situación que hubo de detonar no obstante poseer las mayores reservas petrolíferas de las naciones de Africa y de haber sido el tercer exportador regional de energía a Europa. La parte oriental de Cirenaica (donde naciera la oposición al régimen del gobierno derrocado) y la injusticia social y política que generó Kadhafi, visto por la comunidad internacional como un líder autoritario y peligroso, y a quien en 1986 el entonces presidente Ronald Reagan llamó “el perro loco del Medio Oriente”, a la vez que ordenó un ataque aéreo a su cuartel general, hecho que modificó algunas de las conductas políticas del líder libio, como la entrega de los componentes fundamentales de su capacidad nuclear militar que estaba en pleno desarrollo, sin que ello le permitiera legitimar su aceptabilidad general entre las potencias occidentales.

Libia quedó entonces en una situación precaria debido a la debilidad de sus instituciones, la violencia y la guerra civil. En 2012, el embajador estadounidense Christopher Stevens, fue asesinado con varios de sus colaboradores por terroristas libios, acto que indujo a Washington a limitar las acciones de Washington orientadas a estabilizar el país. Al mismo tiempo, ese caótico estado de cosas permitió la proliferación de grupos islámicos extremistas, como Ansar-al Sharía, al-Qaida y el Estado Islámico (o Daesh), situación que se agravó desde 2014, cuando tales movimientos empezaron a controlar algunos espacios territoriales. Esa realidad puso en jaque el proceso de reorganización política del país, el que comenzara con las elecciones que se celebraron en junio de ese año para integrar una Cámara de Representantes.

A fines de 2015, la ONU negoció el denominado Acuerdo Político Libio de Sjirat (Marruecos), estableciendo un denominado Gobierno de Consenso Nacional, que fue aprobado por la resolución 2259 (2015) de Consejo de Seguridad, con el propósito fundamental de establecer un único Gobierno legítimo, representado por el Primer Ministro Fayez al-Sarraj. Paralelamente la ONU, venía desarrollando otras acciones relativas al problema libio por intermedio de la llamada UNSMIL creada por dicho Consejo en septiembre de 2011, con el mandato de apoyar los esfuerzos institucionales de las autoridades de transición. Con el tiempo su mandato se extendió a la mediación y los buenos oficios en apoyo de los acuerdos políticos que se fuesen logrando. En 2017 el secretario general de la ONU designó al libanés Ghassan Salamé como su Representante Especial y jefe de la UNISMIL, para lograr resolver el conflicto en Libia. Además, esa Organización aprobó la aplicación de sanciones múltiples a distintas actividades, como un embargo de armamentos, al tráfico ilícito de petróleo y de migrantes en el Mar Mediterráneo frente a las costas de Libia que tienen una extensión de 1.700 kilómetros, región que afecta de manera sensible a Italia y Francia.

Pero hasta el momento la pacificación no se pudo lograr debido al enfrentamiento de las alianzas políticas sunnitas, donde el Gobierno de Trípoli enfrenta a la denominada “Operación Dignidad”, comandada por el General Khalifa Haftar, e integrada por remanentes del Ejército libio, fuerzas irregulares y tribales, que cuenta con el apoyo político de la Cámara de Representantes que funciona en la ciudad de Tobruk. En general, ese grupos están integrados por fuerzas seculares nacionalistas, federalistas y anti-islamistas, que actúan con el endoso de Arabia Saudita, Egipto, los Emiratos Arabes Unidos, Francia (que les brinda armas y dinero) y ahora por la Federación Rusa, cuya dirigencia aprovecha la declinación de la influencia de Washington y Europa en Libia tal como lo viene haciendo en Siria, en este caso utilizando mercenarios y compañías de seguridad vinculadas a Moscú.

En este nuevo escenario, el presidente Trump mantuvo conversaciones con el General Haftar, que tiene la particularidad de haber estado refugiado en Estados Unidos, de tener doble nacionalidad y de quien algunos suponen que, en algún momento, sostuvo vínculos con la CIA. Hasta ahora las autoridades de Trípoli rechazaron que Haftar pueda tener un papel en el futuro liderazgo del país.

Como en otros conflictos de esta magnitud, la solución no podría surgir de acciones militares, sino de un eficaz acuerdo político. La respuesta que busca la ONU reside en ensamblar un proceso de reconciliación nacional a partir de la concertación de un cese del fuego; el subsecuente desarme, la desmovilización y reintegración social de los grupos armados y un dialogo político encabezado por el representante del secretario general que permita alcanzar un proceso creíble de transición política. El problema es que semejantes acciones enfrentan los intereses de distintos grupos libios y los objetivos de potencias con intereses económicos, estratégicos y militares en Medio Oriente, cuyo objetivo es controlar la capacidad energética de Libia. En los próximos días Erdogan prevé reunirse con el presidente Vladimir Putin para tratar temas regionales, con lo que posiblemente se pueda añadir un nuevo elemento para estabilizar o desestabilizar este pandemónium libio.

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