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Chile procura replantear su convivencia sociopolítica

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Atilio Molteni 03 mayo de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

En lo que resta de 2021, Chile asistirá a la elección de la cúpula presidencial que gobernará del país durante el período 2022-2026, así como al simultáneo recambio de sus órganos legislativos a nivel nacional, provincial y municipal, en el contexto de un fuerte, complejo y prolongado zamarreo político nacido al compás de notables protestas sociales. Los comicios fueron previstos para el 21 de noviembre. Paralelamente la nación convivirá con las deliberaciones de la que promete ser una discutida reforma de su Carta Magna por una Convención Constitucional.

Como es sabido, el Presidente resultará elegido en primera vuelta si logra atesorar el 50% más uno de los votos válidos. En caso de que ningún candidato consiga esa proporción, se desarrollará una segunda votación el día 19 de diciembre, en la que sólo participarán los dos candidatos con mayor respaldo. Tal diagrama supone que el Presidente electo habrá de asumir sus funciones antes de que sea aprobada la nueva Constitución y la anterior exhiba reducida legitimidad.

Ese calendario está mechado por una continua y explosiva turbulencia político-social, acentuada por los tangibles efectos de la pandemia que golpeó a Chile en un momento de gran polarización.

El presidente Sebastián Piñera (un empresario muy exitoso de derecha) llegó a su último año de mandato con el apoyo de apenas el 13% del electorado, hecho que dio al Congreso una mayor participación fáctica en las decisiones políticas y condiciona al Poder Ejecutivo, pero también lesiona las posibilidades electorales de su partido, salvo que tenga la capacidad de construir un nuevo proyecto de país que atraiga a una mayoría del electorado, y se ponga de acuerdo sobre su liderazgo.

La inestabilidad se alojó en las calles en diciembre de 2019, con un inesperado “estallido”. El descontento popular se reflejó en nuevas y mayores demandas sociales. Estos acontecimientos derivaron en un elevado descontento hacia el estilo y los reflejos del Gobierno. A pesar de la activa democracia existente, los manifestantes plantean la necesidad de crear una sociedad distinta, más cooperativa y solidaria, donde prevalezca una mejor distribución de la riqueza.

El descontento social evidenció la falta de líderes y el desconcierto de la actual clase política. El lema más visible que circuló por las calles fue “Chile despertó”. Tras esos primeros y graves escarceos, llegaron los efectos del Covid-19, un fenómeno importado que sólo agravó la situación.

El afán presidencial de transformar a Chile en un país desarrollado se vio oscurecido por la magnitud y violencia de las protestas, así como por los importantes errores de Sebastián Piñera, quien tuvo la humildad, si bien tardía, de reconocer su desacertado enfoque inicial.

En la volteada no se salvó la crítica derramada sobre el conjunto de las élites sociopolíticas, cuyos líderes no percibieron a tiempo el cariz de las mayores demandas sociales que se originaron por el propio éxito de un sistema de economía de mercado que olvidó dar suficientes garantías al resto de la comunidad.

Tal acontecimiento disparó una profunda inestabilidad que hoy parece haber sacado el modelo chileno de la nómina de recetas positivas a seguir, lo que en cierta medida es injusto. El país trasandino registró en los últimos treinta años una visible, aunque no muy equitativa, disminución de la pobreza (la que pasó del 40% al 16%) el mojón más perfecto de toda América Latina.

El intento de responder con paliativos a estos reclamos sociales se plasmó, el 15 de noviembre de 2019, en la multipartidaria firma del “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, cuyo texto incluía la idea de un plebiscito sobre una reforma constitucional, mediante el que se auspiciaba la noción de preguntar a los votantes si estaban de acuerdo con esta decisión, o si éstos preferían continuar con la Carta Magna existente. Esa propuesta también sugería interrogar al electorado acerca de cuál sería el órgano que debiera redactarla, en caso de que tuviera lugar un respaldo masivo a la modificación.

La Constitución chilena de 1980 en vigor, tiene el problema de su legitimidad de origen. Tal reforma nació de una iniciativa del Gobierno del general Augusto Pinochet para perpetuar algunas características de su régimen. Sólo fue parcialmente modificada por los gobiernos democráticos que con posterioridad se alternaron en el poder, los que suprimieron sus normas de carácter autoritario y dieron mayores facultades al Congreso.

Durante el segundo mandato de la expresidenta Michelle Bachelet, representante de la Concertación de centro izquierda, se envió al Congreso un proyecto de reforma que quedó en la nada tras ser electo, en 2018, el actual gobierno de Sebastián Piñera.

Tras ser aprobada por el Congreso la convocatoria del mencionado plebiscito, su celebración debió ser postergada por un semestre. Aunque éste recién se ejecutó el 25-10-2020, en un contexto difícil por los efectos de la pandemia, la participación de los votantes alcanzó al 51% demostrando el interés popular en esta iniciativa.

Los sufragios emitidos favorecieron las siguientes decisiones: a) la redacción de una nueva Constitución (con el 78% de respaldo); b) el órgano encargado de redactar la nueva norma será una Convención Constitucional; c) los participantes de esa Convención (155) serán exclusivamente miembros elegidos popularmente (79%); d) no será una Convención mixta integrada también con parlamentarios en ejercicio, una singular advertencia a la clase política.

Las disposiciones legales adoptadas para organizar esta elección, además de los que representan a las cuatro coaliciones organizadas y a otros Partidos (algunos de ellos se manifiestan en favor de grandes cambios institucionales), admiten candidatos individuales e independientes, que reúnan los requisitos establecidos por el Servicio Electoral, introduciendo un rasgo muy democrático pero a la vez aleatorio, al ser poco conocidos sus respectivos talentos e inclinaciones; se establecen también normas sobre paridad de género y una reserva de 17 bancas para los pueblos originarios, dentro de las 155 existentes. En total se han aprobado 1463 candidaturas.

La elección de los miembros de la Convención debió postergarse hasta el 15 y 16 de mayo, ocasión en la que también serán electos los alcaldes, concejales y gobernadores regionales, lo que indica que va a ser un desarrollo político muy complejo.

La Convención tendrá un plazo de nueve meses para redactar el nuevo texto (prorrogables por otros tres). Sus propuestas tendrán que ser adoptadas por una mayoría de dos tercios; es decir, que un tercio de los constituyentes tienen poder de veto, y los puntos que no generen consenso quedarán fuera del proyecto de Constitución, lo que puede facilitar los acuerdos entre las fuerzas políticas e impedir las reformas más radicales o controversiales.

Según los observadores, Chile está dividido en tres fuerzas de parecida amplitud: la centro derecha, la centro izquierda (que en sus diversas manifestaciones gobernaron alternativamente tras la salida de Pinochet) y la extrema izquierda, cuyos cuadros se caracterizan por pretender un cambio del modelo económico y un Estado benefactor, en contra de un modelo de sociedad basada en mercados competitivos.

En estas horas no se descarta que las dos primeras de esas fuerzas lleguen a un consenso que permita continuar con la orientación neoliberal y crecimiento económico del país, respondiendo a la experiencia chilena de negociar acuerdos políticos. Al mismo tiempo, esos agrupamientos desean que Chile pueda lograr su modernización y reconocen la necesidad actual de avanzar hacia una mejor distribución de la riqueza y una fuerte red de protección social.

Una vez finalizada la propuesta de la Convención Constitucional, se convocará a un plebiscito ratificatorio, donde los votantes deberán decidir si aceptan o no el nuevo texto. Sólo una vez que entre en vigor la reforma de la Constitución será derogado el texto actual.

El problema que podría enfrentar Chile es la reedición de la experiencia latinoamericana, una región en la que muchas reformas constitucionales no resolvieron conflictos previos, hecho que tampoco impidió el surgimiento de graves anomalías de nueva generación. Las crónicas futuras dirán cómo y cuánto cambió Chile.

Paradójicamente, la enfermedad sociopolítica no impide que la economía trasandina haya asomado a una etapa de gran prosperidad gracias a los mayores precios del cobre en 11 años, que es el principal rubro de exportación. En estos días, el FMI pronostica un crecimiento de 6,2% en el PIB del corriente año.

Parte de ese resultado es imputable a su intensa y sagaz campaña de vacunación, una de las más intensas y mejor organizadas de Latinoamérica, lo que permitió inocular al 42% de la población (de 14.500.000 habitantes) en tiempo récord. El programa de ayudas estatales a la comunidad afectada por el Covid-19, que alcanza al 10% del PIB (US$ 18.000 millones), y el derecho de sus cuatro millones y medio de aportantes de recuperar el 30% de su contribución a los fondos de pensión, para cubrir una parte importante de los gastos de pandemia.

En este caso Bill Clinton proclamaría un “es la política, estúpido”.

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