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Empoderar nuestras democracias en tiempos de cólera

21 noviembre de 2019

Por Sandra Choroszczucha Politóloga y Profesora (UBA)

 

Cuando en los años '80 transitábamos hacia las democracias, luego de liberarnos de dictaduras militares que atropellaron el orden institucional del modo más descarnado y cruel, se proyectaban consolidaciones democráticas en todos los países de la región que irían materializándose llegado los años '90.

Pasaron casi 40 años desde esos emblemáticos '80, que nos devolvían las elecciones, la Constitución, el Congreso, la libertad de expresión y opinión. Y, sin embargo, hoy nos encontramos con una región que manifiesta tristemente, y cada vez con mayor frecuencia e intensidad, importantes crisis de gobernabilidad política, que generan protestas y enfrentamientos que escalan a lo largo y a lo ancho de la región. Así, un estado caótico parece apoderarse de las calles latinoamericanas, donde podemos identificar sociedades partidas, oficialismos que no respetan el orden institucional bajo el cual gobiernan y corporaciones militares, policiales, sindicales y/o religiosas que tampoco respetan el orden institucional de quienes gobiernan.

Venezuela podría considerarse el país que con más rigor y dolor empezó a encuadrarse en este tipo de categoría antidemocrática en democracia. El presidente Nicolás Maduro, respetando la línea sucesoria, tomó el poder, frente a la delicada enfermedad que atravesaba el entonces presidente Hugo Chávez. Así fue como, desde enero de 2012, Maduro tomó las riendas del Gobierno bolivariano.

Más tarde, frente a la muerte del expresidente Chávez, el 5 de marzo de 2013, Maduro ocupó el poder formalmente como el nuevo Presidente de los venezolanos. Sin embargo, a pesar de haber asumido el Gobierno a través de canales institucionales, su comportamiento y accionar resultaron en una Venezuela que hoy es considerada, por la mayor parte de la comunidad internacional y latinoamericana, una dictadura, debido al manejo autoritario de gobierno, que aplicó y aplica la más cruel persecución contra sus opositores, que siguió venciendo en las urnas a través del fraude, y que ya no puede ocultar una sistemática violación a los derechos humanos, así como tampoco  los terribles indicadores socio-económicos, que resultan en desesperación y hambre, y en migraciones en masa de infinidad de venezolanos hacia el resto del mundo.

  

Esto lleva años y parece no tener fin. El domingo último, Juan Guaidó, el líder de la oposición en Venezuela, volvió a convocar a que se reanuden las protestas en el país caribeño, para así atraer a manifestantes que se expresen para poder de una vez “expulsar” a Maduro del poder. Guaidó propone continuar con sucesivas movilizaciones contra el Gobierno venezolano.

Ecuador y Chile también han manifestado un enorme descontento popular y un desorden político-institucional que se fue de control.

En Ecuador, los ciudadanos intentan retomar sus actividades luego de sufrir más de un mes de violencia, protestas, manifestaciones y caos en las calles. El disparador de tal descontento ciudadano fue la decisión del Gobierno de aumentar el precio del combustible, eliminando los subsidios que el transporte recibía. Sin embargo, esa medida impopular fue el último eslabón de una serie de políticas que vienen develando un país que sufre una importante desigualdad social hace décadas, y la falta de derechos fundamentales sobre gran cantidad de población indígena que habita el suelo ecuatoriano.

Las protestas aumentaron más aun, a partir de que el presidente ecuatoriano, Lenin Moreno, el pasado 1° de octubre, anunció reformas de ajuste estructural, tras negociar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Las manifestaciones contra el Gobierno llevaron a un estado de violencia en las calles que resultó en varias muertes de manifestantes, múltiples saqueos y hasta un enfrentamiento entre policías y militares.  Tal estado de situación llevó a que el presidente ecuatoriano declare, el 3 de octubre pasado, el Estado de Sitio, tras lo cual se detuvieron al menos 72 personas luego de tal medida de emergencia.

  

En Chile, el último lunes, una multitud de ciudadanos volvió a protestar en las calles para conmemorar el mes del terrible estallido social que sufrió el país trasandino, episodio que arrojó al menos 23 muertos, casi 2.400 heridos y más de 15.000 detenciones desde aquel fatídico 18 de octubre último.

Así, la protesta chilena más violenta que pudo observarse desde el retorno a la democracia, se disparó hace un mes, a partir del anuncio por parte del presidente Sebastián Piñera de una medida concreta: incrementar el precio del boleto del transporte subterráneo.

Sin embargo, por detrás de este descontento, podían identificarse múltiples motivos que llevaron a tamaña manifestación. Así, la inequidad en Chile es un problema histórico, que no ha podido resolverse a pesar de indicadores de crecimiento o momentos de bonanza en el país trasandino. De tal manera, un importante sector de la población, después de casi 30 años de democracia, aun soporta enormes dificultades para acceder a servicios básicos, como la educación, la salud y el agua.

Hace un mes atrás, la violencia en las calles tomó tal dimensión que el presidente chileno decretó el Estado de Emergencia y el Toque de Queda. En estos últimos días, bajo el lema “Chile Despertó” parecen querer continuar las manifestaciones en contra del presidente Piñera, a pesar que desde hace semanas éste anunció una serie de medidas como la de revertir el alza del boleto, aumentar el salario mínimo y las pensiones básicas, aumentar los impuestos para los mayores rentistas, y anunciar un plebiscito para el mes de abril para consultar a la ciudadanía si desea una nueva Constitución. Aun bajo ese nuevo escenario, donde el presidente de Chile parece querer ceder a los mayores reclamos populares, el Gobierno chileno continúa siendo igualmente cuestionado a través de importantes manifestaciones de descontento y desconfianza.

En Perú, la democracia también sufrió, desde el día 30 de septiembre último, un importante atropello a partir de la decisión del presidente, Martín Vizcarra, de disolver el Congreso Nacional a través de un decreto. A continuación, éste convocó a elecciones legislativas para el día 26 de enero de 2020. La decisión del presidente peruano de disolver el Congreso y llamar a elecciones legislativas se fundamentó, a partir de la instrumentación de una norma constitucional que permite clausurar el Congreso, cuando el Legislativo niega dos veces en un mismo mandato la confianza que le solicita el Ejecutivo.

El Gobierno demandó la confianza del Congreso para poder poner un límite al proceso de selección de candidatos del Tribunal Constitucional (TC), alegando que el proceso de selección de candidatos del TC no estaba siendo transparente y presentaba numerosas irregularidades. A pesar del pedido de confianza del presidente al Congreso, inmediatamente, la mayoría de la cámara opositora fujimorista y aliados al fujimorismo, definió continuar con el nombramiento de uno de los miembros del tribunal en cuestión, y revisar después el planteo de Vizcarra. Tras esta conducta por parte de numerosos legisladores, el presidente Vizcarra decidió clausurar el Congreso y convocar a nuevas elecciones legislativas.

Lo más engorroso de tal situación es que, luego de clausurado, el Congreso le brindó al presidente el voto de confianza que el Presidente pretendía. Los legisladores opositores argumentan que el Presidente no cuenta con el derecho de disolver la cámara y lo acusan de este modo de ejercer un autogolpe. Frente a tal estado de situación, el Congreso solicitó suspender a Vizcarra de sus funciones ejecutivas por un período de 12 meses. A partir de esta entreverada pulseada de poder entre el Ejecutivo y el Legislativo peruano, las Fuerzas Armadas y la Policía manifestaron su respaldo al Presidente.

Por su parte, en Bolivia, el presidente Evo Morales gobernó desde 2006. En 2009, decidió reformar la Constitución Nacional, donde se estableció legalmente la posibilidad de ser reelegido una vez más para un próximo mandato. Así, Morales del Movimiento al Socialismo (MAS) gobernó Bolivia por segunda vez consecutiva. No satisfecho con haber cumplido con su segundo mandato, y tras ciertos artilugios, logró presentarse en elecciones para un tercer mandato y volvió a ganar la Presidencia.

Aún no satisfecho con haber cumplido su tercer mandato, volvió a solicitar la posibilidad de competir por una cuarta reelección. Para poder lograr tal estado de excepción, los seguidores del MAS convocaron a un referéndum en 2016 para que los bolivianos puedan expresarse por “sí” o por “no”, decidiendo si era posible una nueva reforma constitucional, que permita la cuarta reelección del presidente Morales. El “no” triunfó en la consulta y Morales parecía aceptar su derrota y entender que había llegado el momento de delegar el poder.

Sin embargo, su MAS se presentó ante el Tribunal Constitucional de Bolivia para pedir que se anule el resultado del referéndum, y el tribunal falló a favor del presidente Morales, bajo el argumento de que el derecho a ser elegido indefinidamente era un derecho humano. Así, Evo pudo presentarse por cuarta vez en las últimas elecciones generales.

El 20 de octubre último se celebraron las elecciones, y el fraude parece haberse apoderado de los comicios. Fue así como tras computarse la mayor parte de los votos, que arrojaban un resultado de un inminente balotaje entre Morales y su opositor, Carlos Mesa, y luego de un apagón que duró varias horas, los resultados se modificaron sustancialmente y mostraron que Morales de pronto sumaba los votos necesarios para poder ganar en una primera vuelta electoral.

Las sospechas sobre irregularidades se evidenciaban con celeridad, y así el organismo encargado de controlar el correcto funcionamiento de las elecciones, la Organización de los Estados Americanos (OEA), se encargó de una ardua tarea de auditoría, la cual lo llevó a concluir sobre las numerosas irregularidades sucedidas durante las últimas elecciones en el país boliviano.

En un primer momento, Morales se negó a aceptar el dictamen de la OEA de que se anulen dichos comicios y se llame a nuevas elecciones. Las manifestaciones y protestas se agudizaban en defensa y en contra de Morales, y así el Presidente boliviano se vio obligado a convocar finalmente a nuevas elecciones. Sin embargo, la violencia y el caos ya habían escalado lo suficiente como para impedir que se restablezca el orden institucional como Morales lo esperaba, mientras una oposición cada vez más hostil proclamaba sin pausa el fin del “moralismo”.

  

Cuando las Fuerzas Armadas, la Policía y el principal sindicato de trabajadores recomendaron al presidente Morales que renunciara, éste se vio cercado y obligado a dejar el poder, y se trasladó casi de inmediato al país mexicano pidiendo asilo político, acompañado por su vicepresidente, Alvaro García Linera. Sin el vicepresidente en Bolivia, la línea de sucesión le cedió el lugar de nueva presidenta interina a la senadora opositora Jeanine Áñez quien manifestó llamar próximamente a nuevas elecciones. En medio de esta enorme polarización, la presión que está ejerciendo el partido opositor para que el ex presidente Morales no retorne al país (quien debería gobernar hasta el 22 de enero de 2020) es descomunal.

Venezuela, Ecuador, Chile, Perú y Bolivia lograron conquistar felizmente sus democracias hace décadas: Venezuela desde 1958, Ecuador en 1979 y el resto de los países mencionados, durante los años '80.  Sin embargo, tales democracias, que parecían haberse consolidado, hoy nos presentan un panorama político-institucional tan triste como desalentador.

Frente a tal estado de situación, y luego de detenernos con atención a reflexionar sobre las principales limitaciones que vienen observándose en estas democracias debilitadas, podríamos concluir que la baja calidad democrática, la ausencia de instituciones fuertes y la falta de república se vienen manifestando, cuanto menos, en dos planos.

Un primer plano correspondería al que refiere al esquema interpartidario. Así, las interacciones entre oficialismo y oposición, bajo un esquema de polarización o “grieta”, presentan una historia sin fin de fuerzas partidarias que se enfrentan cual enemigos, pretendiendo destruir a su oponente, negándose a colaborar en la sanción y promulgación de las leyes, una dinámica donde los conflictos propios de una democracia lejos de transformarse en nuevos consensos, se perpetúan como conflictos cada vez más profundos e irreconciliables. El esquema amigo-enemigo parece apoderarse de esta interacción interpartidaria en democracia, y bajo esta suerte de “guerra” de suma cero, solo puede esperarse un tipo de “batalla”, donde un grupo sobrevive y el otro muere. Y en una democracia, no puede sobrevivir solo una fuerza política y no debe morir ninguna.

Un segundo plano correspondería al que se refiere al esquema intrapartidario. Así, las interacciones al interior, tanto del partido oficialista como del opositor, manifiestan con frecuencia conductas no compatibles con las reglas de juego de la democracia. Se observan líderes que se creen y convencen al resto, que son la encarnación del partido o coalición a la que pertenecen. En una democracia que se precie como tal, los actores fundamentales deberían ser las fuerzas partidarias (partidos o coaliciones) y no los líderes que desde la cúspide ostentan mantener un poder inmensurable y eterno. Lamentablemente, hemos observado con frecuencia, la dificultad que acarrea plantear la sucesión, dentro de una fuerza partidaria, porque el partido se confunde con el líder, y bajo esta lógica, sin líder el partido perece. La perpetuidad de un líder parece ejercer una atracción peligrosa en la América Latina de estos tiempos, y la sucesión parece no ser una opción para aquellos candidatos que no están dispuestos a ceder poder dentro de su propia fuerza partidaria.

Creíamos con felicidad que las democracias en América Latina se habían consolidado para nunca más sufrir los horrores del pasado autoritario, sin embargo, los nuevos escenarios planteados durante los últimos tiempos en la región, nos obligan a reflexionar sobre un imperativo categórico: fortalecer nuestras instituciones para poder proteger a nuestras aun débiles y sagradas democracias. Y proteger a nuestras instituciones implica transformar enemigos acérrimos en simples adversarios políticos, lograr una convivencia partidaria donde conflictos y consensos entre oficialismo y oposición, se conjuguen bajo una misma meta: el bien común, y dejar de lado ambiciones mezquinas tendientes a la perpetuidad en el poder de un líder que se coloca por encima del partido o la coalición a la cual pertenece.

Si no dignificamos la preciosa política y empoderamos nuestras débiles democracias, el destino es el horror y, como latinoamericanos conocedores de tamaña y terrible materia, absolutamente nadie podrá convencernos de lo contrario.

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