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Una reforma de fondo para elegir jueces imparciales

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05 octubre de 2020

Por Guido Bastus (*)

Contra la intuición general, uno de los primeros fallos que todo estudiante de abogacía aborda en la Facultad de Derecho no es una sentencia de un tribunal argentino, sino de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos: 'Marbury vs. Madison', del año 1803.

El caso se plantea en el contexto de las elecciones presidenciales de Estados Unidos para el periodo 1801-1805, donde los contrincantes principales fueron, por un lado, el presidente en funciones John Adams (del Partido Federalista) y por la oposición, Thomas Jefferson (del Partido Demócrata-Republicano).

Jefferson se impuso en la contienda. Sin embargo, Adams, dos días antes de dejar su cargo, nombró 60 jueces de su propia orientación política. Luego, en el último día de su gobierno, el Senado -hasta ese día, controlado también por el partido Federalista- aprobó la totalidad de las nominaciones, y el Presidente saliente ordenó como último acto de gobierno la emisión del documento final necesario para que asuman los respectivos roles de jueces: las actas de nombramiento.

En el apuro de la última jornada en oficina, el Gobierno de Adams no llegó a entregar las actas de nombramiento de cuatro jueces, entre los que se encontraba Willian Marbury. Al asumir la Presidencia al día siguiente, el flamante Jefferson ordenó que no se entreguen aquellas actas de nombramiento y Marbury, finalmente, jamás pudo asumir como juez.

Doscientos años después, nos encontramos debatiendo dilemas similares.

El pasado 18 de septiembre, falleció Ruth Bader Ginsburg, jueza de la Corte Suprema de Estados Unidos e ícono a favor de los derechos sociales. Durante sus más de 37 años como jueza promovió en sus sentencias la igualdad de género y el derecho al aborto, mientras que repudió la pena de muerte como castigo estatal.

En su reemplazo, Donald Trump nominó ante el Senado a Amy Barrett. Una jueza de reconocida carrera académica y judicial, de ideales católicos, contraria al aborto y a favor de la portación de armas. Es decir, un perfil de fácil convalidación por el Senado, de actual mayoría republicana.

Sin embargo, teniendo en consideración que las elecciones presidenciales -y congresales- se celebrarán el próximo 03 de noviembre, según una encuesta efectuada por Washington Post/ABC, el 57% de los estadounidenses se oponen al nombramiento de la nueva jueza antes del pronunciamiento electoral de noviembre. El problema radica en la legitimidad de dos órganos democráticamente electos (Presidencia y Senado, dominados por el Partido Republicano), pero eventualmente salientes, para seleccionar una jueza que, a priori, podría no encarnar la voluntad mayoritaria del partido que potencialmente resulte el elegido en breves días para los próximos cuatro años. Sin perjuicio de ello, al mismo tiempo, no resulta menos acertado el razonamiento de Trump, que en el debate del pasado martes argumentó: “El Presidente y el Senado son elegidos por un periodo de tiempo. El Presidente es elegido por 4 años. No somos elegidos por 3 años. Yo no fui elegido por 3 años”

Entre muchos otros institutos imitados, la Constitución de Argentina adoptó para nuestro país el mismo sistema de elección de jueces que el de Estados Unidos: los jueces son elegidos por el Poder Ejecutivo Nacional, con acuerdo del Senado.

En estos días, se encuentra en plena discusión la estabilidad de los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi en sus respectivos puestos. Allí, se debate si la decisión del gobierno anterior de trasladarlos desde los Tribunales Orales Federales a la Cámara Federal de Apelaciones se ajusta a la Acordada 7/2018 de la CSJN, que estipula que el traslado de Jueces sin el correspondiente acuerdo del Senado solo se puede llevar a cabo de forma excepcional, para que estos desempeñen, en otros órganos, funciones: 1) de la misma jerarquía 2) misma jurisdicción e 3) igual o similar competencia material.

El punto aquí discutido es el primero: el de la “igual jerarquía de función”. Ello dado que, por un lado, los Jueces de Tribuales Orales y los jueces de Cámaras de Apelaciones poseen normativamente la misma jerarquía dentro del escalafón del Poder Judicial mientras que, por el otro, los Tribunales Orales y las Cámaras de Apelaciones poseen una función judicial eminentemente diferente. En este sentido, la Corte deberá decidir si el procedimiento de traslado de jueces fue legítimo, o bien, si existe una disimilitud entre las funciones de uno y otro órgano, al punto que no puede prescindirse del acuerdo del Senado para el traspaso de jueces de un lado para el otro.

De este modo, los casos aquí reseñados presentan un desafío común en términos de representatividad: Jefferson, como nuevo Presidente, no estuvo dispuesto a designar como juez a un magistrado nombrado en términos salientes y formalmente deficientes por el Partido Federalista de Adams; Joe Biden considera inapropiado que el Partido Republicano de Trump elija, justo antes de que el pueblo se manifieste, un Juez que impartirá justicia por largos años a esos mismos electores que están a punto de pronunciarse mientras que Alberto y Cristina Fernández denuncian las formas con las cuales la administración anterior trasladó jueces a posiciones políticamente estratégicas (mecanismo que, dicho sea de paso, también fue utilizado por Cristina durante su presidencia).

Se supone que el necesario acuerdo entre el Presidente de la Nación y el Senado para la designación de jueces constituye un control mutuo para evitar designaciones arbitrarias por las mayorías de turno. Es decir, hemos heredado de EE.UU. un sistema de elección de magistrados con control contramayoritario.

Sin embargo, se observa a lo largo de la historia, en ambos países, un defecto. Una insuficiencia en este sistema de tipo de control: En caso de alineación política entre el Poder

Ejecutivo y el grueso del Senado, mayorías esporádicas deciden sobre cargos judiciales prácticamente vitalicios, que trascienden con holgura la temporal y ciertamente volátil legitimidad otorgada por el electorado.

Quizás, sea momento de repensar, en el tintero de reformas constitucionales pendientes (o bien añadiéndolo como un requisito de ley) un mecanismo institucional que obligue a la política a elegir funcionarios judiciales genuinamente consensuados entre el partido gobernante y los partidos de la oposición, de forma tal de que el eventual control del Senado por parte del Poder Ejecutivo no torne ineficaz el sistema contramayoritario. Así, obtendríamos magistrados más equidistantes e independientes de los partidos de turno, disminuyendo casos en los cuales circunstanciales mayorías en el Gobierno y el Senado condicionan, perpetuamente, jueces teñidos de una u otra ideología. Máxime cuando estos, a fin de cuentas, serán los encargados de juzgar a esos mismos poderes.

(*) Abogado con Diploma de Honor y orientación en Derecho Penal por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Maestrando en Derecho Penal por la Universidad de San Andrés y especialista en Derecho Penal Económico en Kaplun & Rubinska Abogados

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