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El compromiso con las empresas: ¿genuino o impuesto?

Business-and-management
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27 abril de 2020

Por Pablo Orcinoli  Director de Prolugus

Está muy extendida y legitimada la noción de cómo generar compromiso y sentido de pertenencia desde las instituciones hacia sus miembros, sean empleados, socios, u otros. En particular, las empresas desarrollan una batería de beneficios y políticas que, englobadas en el marco de propuestas de valor al empleado (PVE), buscan darle sentido a iniciativas que típicamente se proponen mejorar la calidad de vida y la experiencia del empleado en la organización.

Contar con talentos fidelizados o, en el caso de no estarlos, lograr que ellos no atenten contra la reputación de la empresa son actualmente un “mantra” que impacta decididamente en la productividad y en la gestión de la marca empleadora, una de las batallas por la que luchan las organizaciones. Es que vivimos en un mundo líquido donde tanto empleados, proveedores, y clientes comunican. Y no sólo lo hacen sino que son significativamente más verosímiles que lo que la propia empresa comunique por vías institucionales o diga de sí misma. El problema radica en que lo que ellos dicen no sólo goza de mayor credibilidad, sino que es mucho menos “controlable”.

Pero el compromiso que aquí nos convoca, impulsado de arriba hacia abajo, de la filosofía a la cultura organizacional, ¿es genuino? ¿Vale la pena que lo sea? ¿Con quién sería el sentido de pertenencia? ¿Con el jefe? ¿Con la tarea? ¿Con la empresa? Probablemente con cada uno de ellos e incluso podríamos ponderarlos teniendo en cuenta determinadas variables como expectativas del empleado, tipo de empresa o sector, el valor de la marca o la visión de la organización.

No obstante, para cada joven hoy el compromiso es consigo mismo. Es que el paradigma ha cambiado: ya no sueñan con una empresa en particular sino con un tipo de desarrollo de carreras donde las organizaciones son “facilitadoras” de sus aspiraciones y propósitos. Tal es así que según el informe “La carrera de los sueños” de Cia de Talentos, “sólo 38 % de los jóvenes encuestados a nivel local, argumentó que sí tiene una carrera de los sueños, pero no una organización”. En ese marco, si bien la cultura organizacional ?ese asset que tiene su origen en un conjunto de creencias y valores compartidos? favorece mayores niveles de fidelización y vínculo afectivo entre empresa y empleado, el acuerdo se origina a partir del match (correlato) entre las aspiraciones de lo jóvenes con el propósito de la organización y el tipo de liderazgo.

A su vez, la congruencia entre el decir y el hacer, entre las conductas de pares y jefes, es el atributo cada vez más valorado por los jóvenes. Es que todo comunica, en especial las acciones. Eso, que da como resultado la cultura o forma de ser de una organización es lo que, a priori, favorecería mayores niveles de fidelización.

El dismatch y la “sobreventa” del engagement

Ahora bien, mientras vivimos en una era donde prevalece el ascenso de un sujeto empoderado, autorreferencial, situado en el centro de la escena, las organizaciones construyen un discurso donde el compromiso, que aparece asociado más a lo colectivo que a lo personal, se desinfla ante un individuo que, si lo mira, lo hace con condicionamientos. Este destiempo no hace más que opacar los esfuerzos corporativos por gestionar un tipo se sentido de pertenencia que no llegará tal como lo conocimos. Así y todo, eso es lo menos trascendente. Siendo el origen de la gesta el defecto clave, el problema principal radica en la “sobreventa” y “sobrecomunicación” de las políticas y prácticas que pretenden dar respuesta a la gestión del sentido de pertenencia. Cuando el compromiso busca ser impuesto y se lo declara como un objetivo organizacional, cuando se transforma en algo en lo que se interviene y no se da de forma natural, ¿cuán legítimo es? ¿Es sostenible? ¿Qué sentido tiene cuando este fenómeno no parte del propio sujeto? Los estímulos y mediciones de su evolución permanente no guardan relación con la robustez buscada en el vínculo. ¿Hasta qué punto tiene sentido desnaturalizar su origen cuyas raíces serían sólidas si se iniciara allí donde acontece la cultura organizacional? Caso contrario, la legitimidad del fenómeno sería efímera, en tanto que los niveles de credibilidad de la “imposición” van en descenso.

Lo cierto es que apenas uno ingresa en un nuevo trabajo o en diferentes instituciones, le hablan del compromiso, como si este fuera vertical, de arriba hacia abajo, sin dar tiempo para que, de acontecer, el mismo pueda ser interiorizado y aprehendido por cada sujeto de forma autónoma, sin abusos comunicacionales ni propuestas con fines visibles.

Dicho de otro modo, en la emergente economía de las emociones, desde donde se opera sobre el inconsciente de las personas, se presume que la producción de sentido (o el engagement) puede ser diseñado orgánicamente. Ahora bien, ¿qué espacio de soberanía le queda a un sujeto que, paradójicamente, se siente empoderado por causa de la “customización” de los mensajes?

Así y todo, las organizaciones pueden alcanzar un estadio superior de relacionamiento con sus colaboradores. Sin abusar del marketing ni de las herramientas que surgen día a día, desde la cultura organizacional se puede promover una relación que trascienda la imagen de la empresa, lo económico y las motivaciones personales, y que esté asociado a cuánto una persona se realiza trabajando allí, resaltando el propósito de la organización y considerando el del empleado. De ser así, un colaborador que sienta cariño y respeto por la institución, probablemente opte por quedarse, aún estando siempre listo para irse.

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