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Siglo XXI (2023)

Adelanto del nuevo libro sobre Massa: "El arribista del poder"

El nuevo libro de Diego Genoud cuenta la historia no publicitaria de un animal político voraz y nos zambulle en la novela del poder en Argentina

Adelanto del nuevo libro sobre Massa: "El arribista del poder"
03 abril de 2023

Dsde los 17 años, Sergio Massa se dedica a la política y tiene claro que su máxima ambición es llegar a la presidencia. "El arribista del poder", el nuevo libro de Diego Genoud, nos cuenta la historia no publicitaria de un animal político voraz y nos zambulle en la novela del poder en la Argentina.

Aquí, un adelanto exclusivo del libro que publica Siglo XXI Editores:

**

 

-Vení para Libertador que estoy con Olmos.

-Dale, paso por lo de mi vieja y voy.

En circunstancias no deseadas, el día que tanto esperaba había llegado. El país estaba pendiente una vez más de su nombre. La renuncia de Martín Guzmán, uno de sus más grandes enemigos dentro del gobierno, le había dado la oportunidad que había perseguido desde el minuto cero de la gestión accidentada del Frente de Todos. Sergio Massa no se había quedado esperando.

Al contrario, había trabajado sin respiro desde el arranque de la presidencia de Alberto Fernández y había creado las condiciones para lograr sus objetivos: primero, recuperar la confianza de Cristina Fernández de Kirchner, y segundo, convencer a la cúpula del gobierno de que el inexperto Guzmán llevaba al peronismo a estrellarse en una crisis terminal.

Guzmán había hecho pública su renuncia el sábado 2 de julio de 2022, en medio de un acto homenaje a Juan Domingo Perón que tenía a la vicepresidenta como oradora principal en la localidad de Ensenada. La herejía había terminado de enfurecer a Cristina y a su grupo de colaboradores más cercanos, pero además había dejado a Alberto desnudo como nunca en su fragilidad. 

Fernández había perdido su gran pararrayos, el funcionario sobre el que impactaban todos los misiles que apuntaban a Olivos.

La presión devaluatoria había escalado, la corrida cambiaria llevaba varias semanas y el ministro de Economía no solo no lograba frenarla: también tenía en contra a más de la mitad de la coalición oficial, que le reclamaba en público y en privado que diera un paso al costado.

Paralela al desgaste fenomenal del discípulo de Joseph Stiglitz y como parte de una misma coreografía, se multiplicaba la ca- dena de oraciones por la asunción de un Massa todopoderoso. 

Las consultoras del mercado, la amplia facción del establishment que lo respaldaba, medios de comunicación de todos los tamaños y los formadores de opinión que militaban por la suba de sus acciones habían desplegado un operativo formidable para convertir al presidente de la Cámara de Diputados en sinónimo de salvación e imponer su llegada como inevitable.

Las turbinas del portaaviones que Massa piloteaba se habían encendido con más fuerza que nunca y no había cómo desactivarlas. Las insistentes versiones de que el exintendente de Tigre asumiría al frente de un superministerio para revertir la crisis gobernaban la discusión política, mientras Fernández se aferraba a su ministro de Economía en un intento de preservar la cuota ínfima de autoridad que le quedaba.

El domingo 3 de julio, desde bien temprano, el gobierno de unidad peronista estaba en una emergencia que hacía temer el peor desenlace y toda la expectativa estaba concentrada en Massa.

Ese día, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, que había sido el último en sumarse al Frente de Todos y había logrado constituirse en un actor imprescindible de la coalición, llegó a la Quinta de Olivos unos minutos después de las 11 de la mañana. Con los canales de noticias en la puerta de la residencia presidencial y la transmisión centrada en las definiciones que pudieran surgir del encuentro entre dos viejos conocidos, Fernández y Massa estuvieron reunidos durante casi tres horas y media, en una negociación tensa, hasta que decidieron entrar en un cuarto intermedio.

Pero poco después de las 14.30, cuando Massa se fue de Olivos por el túnel de la avenida del Libertador, la certeza de que algo no cerraba se expandió dentro y fuera del gobierno.

 

Ese domingo, como tantas veces, la negociación no era entre iguales. Fernández había tenido una relación ambigua con Massa en los quince años previos y había pasado de subestimarlo en forma manifiesta a cortejarlo en varias oportunidades. En efecto, estaba en una posición de fuerza cuando, tres años antes, había cerrado el pase del exintendente al Frente de Todos, pero ahora revelaba su extrema debilidad ante un obsesivo del poder que había visto elevar sus acciones en medio de la debacle de su propio gobierno.

Fernández era el presidente, pero era, sobre todo, un rehén: de sus propios errores, de sus socios políticos y de la negación que lo había llevado a no ver el callejón sin salida en el que se había ido encerrando desde antes de la derrota del peronismo en las fatídicas PASO de 2021.

El presidente no había logrado entablar un vínculo político con su gran electora, había pretendido negarle su enorme fortaleza relativa y se había encerrado en un grupo de leales a los que, sin embargo, tampoco prestaba demasiada atención. Treinta meses después de asumir la presidencia, se había aferra- do a Guzmán como su última tabla de salvación y había resistido de mil maneras todas las presiones para entregar la cabeza de su ministro más importante. 

Pero, como en tantas cosas, se había quedado a mitad de camino y no le había dado tampoco las herramientas que el encargado de reestructurar la deuda y cerrar el pacto con el Fondo le venía reclamando desde hacía meses.

Massa emergía como el único actor capaz de asumir la crisis en medio de un inédito vacío de poder. Había contenido su ambición y había sabido ubicarse a resguardo, a la espera de su oportunidad. Guzmán había llegado al gobierno como producto de un punto ciego que la alianza todista tenía en un área crucial, y las mismas características que le habían permitido ocupar un lugar central -pese a haber sido un recién llegado- le jugaban en contra cuando sus planes empezaban a chocar con los límites de la realidad.

En un movimiento que le sirvió a toda la conducción del oficialismo para culpar a Guzmán y que todavía hoy se repite como explicación funcional al desastre general y la falta de política, Fernández había dejado trascender que su ministro más leal no le había avisado de su renuncia y le había clavado una puñalada a traición. No era cierto. El presidente había sido alertado en varias oportunidades y había recibido un ultimátum la noche del jueves 30 de junio, cuando Guzmán le advirtió en Olivos, durante dos horas, que, si no había cambios, se iba del gobierno.

Fernández no entraba en el papel de víctima en el que había intentado ubicarse después de la renuncia de Guzmán, en una construcción que contaba con el apoyo excepcional de Cristina y de su hijo Máximo. Había asumido la responsabilidad de ser candidato a presidente sin haber ganado nunca una elección, sin haber conducido nunca nada y sin haber construido jamás poder propio. Pero una vez en el gobierno, había insinuado movimientos de autonomía que no se correspondían con su base de adhesiones ni con los apoyos de los dirigentes que lo respaldaban. 

Peor aún. Alberto sabía que la pesadísima herencia de inflación, deuda y recesión que había dejado la aventura de Mauricio Macri obligaba a discutir a fondo un programa eco- nómico, pero había subestimado de manera temeraria el tema, igual que lo había hecho toda la cúpula del Frente de Todos, en un acto de irresponsabilidad casi imperdonable. Ese desdén avalado con liviandad le había costado caro a todo el gobierno, pero a Fernández más que a nadie. En julio de 2022, ya era tarde. Fernández no podía darle a Guzmán lo que quería, porque también él había perdido el apoyo de Cristina.

Sentado frente a frente con un Massa que se había preservado de la confrontación interna y había logrado mantener su juego a dos puntas, Alberto era un actor que veía el precipicio a sus espaldas. Massa tenía casi todo para condicionarlo y podía exigirle todas las garantías que quisiera, porque el presidente estaba arrinconado y el tiempo le jugaba en contra. Ya tenía el Ministerio de Transporte, la caja de Aysa y el botín de Diputados, pero exigía mucho más. 

El exintendente quería absorber el Ministerio de Desarrollo Productivo y humillar a un Daniel Scioli que un mes antes había dejado la comodidad de su embajada en Brasil para acudir al llamado de Fernández y probarse demasiado rápido el traje de presidenciable. Pedía quedarse con el Ministerio de Agricultura del experimentado Julián Domínguez, pedía tener a su cargo todo lo relacionado con la energía -cuando se especulaba con la creación de un ministerio en el área-, pedía la cabeza de Miguel Pesce en el Banco Central, pedía copar la AFIP y la Aduana, pedía jubilar a Gustavo Beliz de su rol de embajador paralelo ante Washington. 

Sergio Massa quiso sumar a Emmanuel Álvarez Agis a su equipo

Y sin embargo, en ese instante, Massa no podía todo lo que quería. Por eso, el operativo salvación se demoraba. Entre las ofertas más tentadoras que el diputado hizo ese día en Olivos y no pudo concretar, estaba la de llevar con él al Gabinete a Emmanuel Álvarez Agis, un economista que era pretendido por todas las alas del Frente de Todos. "Yo lo convenzo", repetía. Ya Santiago Cafiero, Leandro Santoro y una larga lista de enviados -incluidos algunos que actuaban en nombre de Cristina- habían intentado sin éxito incorporar al exviceministro de Axel Kicillof en el Palacio de Hacienda. 

Pero ese domingo Massa insistió tanto que hasta logró generar, en el mundo de celestinos que iba de Alberto a Cristina, la sensación de que Álvarez Agis iba a asumir la misión que le encomendaban.

Al caer la tarde, durante el segundo encuentro de Massa con Fernández, la versión corrió de manera muy intensa. Alberto llegó a decirle a Cafiero, su mano derecha, que la operación era inminente: "Él lo convence", le aseguró. El canciller ya tenía su propio no y no creía que nada pudiera hacer cambiar de opinión al director de la consultora PxQ. Sin embargo, la hipótesis circulaba cada vez más fuerte y llegó a C5N poco antes de las nueve de la noche. Por precaución, esa vez nadie la difundió.

Álvarez Agis diría que no y permanecería en su rol de consultor del establishment. Pero su rechazo a la oferta en medio del tembladeral sería atribuido a distintas razones. Con diálogo regular tanto con Alberto como con Cristina, el exviceministro estaba convencido de que solo era posible hacerse cargo de Economía con un respaldo político de los dos socios principales de la alianza. Sin embargo, según repetía a quienes lo consultaban, la oferta que provenía desde Olivos podía resumirse en tres palabras: "Es sin Cristina". 

Los colaboradores de Alberto y el propio Massa lo habían llamado de manera incesante durante veinticuatro horas para sellar su pase, pero, como lo veían millones de personas a través de los canales de noticias, la vicepresidenta no estaba en la mesa de las negociaciones. 

Agis no estaba dispuesto. 

Al contrario, decía que la única manera de pasar una temporada en el quinto piso del Palacio de Hacienda era sentarse con un programa claro en Olivos en forma previa para someterse al escrutinio cruzado de Alberto y Cristina. Massa, un político, podía, en cambio, saltarse esa instancia y llegar con apenas un par de medidas pensadas para paliar la emergencia. La corrida cambiaria que llevaba más de tres semanas había potenciado al máximo la campaña de promoción del titular de la Cámara de Diputados como el hombre destinado a ocupar un superministerio, pero la ofensiva para darle plenos poderes no era nueva. El propio Massa la había iniciado con apoyo de La Cámpora en una fecha muy precisa, septiembre de 2021, después de la catastrófica derrota del Frente de Todos en las PASO y del truculento acting de renuncia de todos los funcionarios nacionales que respondían a Cristina, con Eduardo de Pedro a la cabeza.

Massa invocaba la escuela económica de Roberto Lavagna en el pasaje armonioso del duhaldismo al kirchnerismo, pero se imaginaba con un poder similar al que había logrado acumular Domingo Cavallo durante el apogeo menemista. Quería ser un interventor del gobierno, más que un primer ministro, y con- centrar casi todo el poder que se repartían entonces las distintas tribus de una alianza disfuncional.

Pero en aquel septiembre de 2021, las condiciones no estaban dadas para que el peronista que enunciaba parte de los mismos postulados que la oposición asumiera un mayor protagonismo. Confiado en que la historia le iba a dar la razón, autopercibido como un líder que podía decir que no, y sin querer ceder ante la presión de sus aliados, el presidente le envió en ese momento a su vice un mensaje fulminante, con un intermediario: "Avisale que yo a Massa no lo quiero en el Gabinete. Es como dormir con el enemigo". Era su pensamiento más íntimo, porque conocía al personaje y porque todavía se creía en una posición de fuerza.

Desde entonces, las diferencias internas no habían hecho más que agigantarse. Mientras al lado del presidente remarcaban el repunte de la actividad económica, de la industria y la creación de empleo -muchas veces, de baja calidad-, desde la trinchera de la vicepresidenta disparaban con todo lo que tenían contra el ajuste que llevaba adelante Guzmán sostenido por Fernández. Alberto no escuchaba a sus enemigos íntimos, veía a Sergio diluido ante la expansión económica y se desligaba de un cuadro en el que su debilidad política era flagrante.

Cuando Massa se fue, en ese mediodía del 2 de julio, Fernández se quedó solo, rodeado de todos los fantasmas que lo remitían a finales traumáticos de presidentes vaciados de poder y de un grupo de incondicionales: amigos de toda la vida, políticos que tenían la suerte atada a la suya y funcionarios que debían permanecer a su lado por cuestiones operativas. Por distintos motivos, Santiago Cafiero, Julio Vitobello, Claudio Ferreño, Gabriela Cerruti y Gustavo Beliz estaban en ese grupo.

Libro Massa
 

Sin hablar con la vicepresidenta desde un lapso de tiempo a esa altura incomprensible, Fernández comenzó a buscarle un sucesor a Guzmán y comprobó que no sobraban voluntarios para poner la cabeza en la picadora de carne de un gobierno que atravesaba una situación crítica en medio de una feroz disputa interna.

Cuando Massa volvió a Olivos, pasadas las cinco de la tarde y tras dos horas y media de ausencia, la esgrima que había protagonizado con Fernández durante la mañana se reeditó, a la orilla del abismo. La diferencia más grande no era por las fabulosas atribuciones que reclamaba Massa -Alberto estaba dispuesto a darle casi todo-, sino porque había algo esencial que seguía ausente de manera inexplicable: el aval de la vicepresidenta, socia fundadora y dueña de un incomparable caudal electoral dentro del peronismo y la base del triunfo del Frente de Todos. 

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