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¿Liberalismo o republicanismo? A 245 años de la independencia de Estados Unidos

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06 julio de 2021

Por Elisa Goyenechea Doctora en Ciencias Políticas

El pasado domingo 4 de julio, se celebró un nuevo aniversario de la independencia de EE.UU., que nos invita a reflexionar sobre su legado. Estas líneas no solo proponen repasar sucesos y documentos históricos, sino también apreciarlos como memorables. Merecen conmemoración porque encarnan valores éticos y políticos, cuya custodia y transmisión juzgamos inexcusables. De entre los Founding Fathers, la figura de Thomas Jefferson merece especial atención.

Después de aprobarse la moción a favor de la independencia, en Filadelfia, Jefferson redactó el primer borrador de la Declaración de la Independencia que, con enmiendas menores, fue aceptada el 4 de julio de 1776. El documento anuncia un Novus Ordo Seclorum, como reza el reverso del Gran Sello de EE.UU.

El nuevo orden de las eras podría aludir, como sostienen algunos, a la existencia de derechos “sagrados e inalienables” previos a la constitución de todo orden político. Con la traducción más libre de Hannah Arendt, “un nuevo y absoluto comienzo”, la fórmula (tomada de la Cuarta Egloga de Virgilio) menta el acto de fundación de la república.

El documento proclama que “todos los hombres son creados libres e iguales”, enumera los derechos como “verdades evidentes por sí mismas”, y establece que los regímenes se establecen expresamente para su protección. Por otra parte, declara asertivamente que los gobiernos “derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados”. La Declaración de la Independencia da cuenta del hartazgo de los súbditos de las trece colonias pues “cuando una larga sucesión de abusos y usurpaciones [?], revelan la intención de someter a dicho pueblo al absoluto despotismo, es su derecho, es su deber, derrocar a tal gobierno y nombrar nuevos guardianes de su futura seguridad”.

En clave lockeana, pero con una subrepticia modificación, la declaración enuncia los derechos inalienables de “vida, libertad y búsqueda de la felicidad”. Donde Locke estableció “property (propiedad)”, los Padres Fundadores interpretaron “the persuit of happiness (la búsqueda de la felicidad)”. La fórmula, en apariencia inequívoca, ha suscitado un acalorado debate en torno a su naturaleza y alcance.

¿Debemos comprenderla como bienestar y seguridad privados? ¿O acaso alude a la felicidad pública? Es decir, al júbilo que sentimos en la acción mancomunada y a la placentera gratificación que recompensa el esfuerzo conjunto por el interés público.

El mismo Jefferson fluctúa entre ambas posiciones. La primera tiene su anclaje en el liberalismo clásico y supone que la felicidad depende de la exención de los abusos de los órganos de poder. La segunda es de corte republicano, y aunque su origen se remonta a la Grecia antigua, es un truísmo en teóricos y revolucionarios de finales del Siglo XVIII. Compatible con la defensa de la participación activa y el compromiso en los asuntos públicos, la felicidad pública alude al virtuosismo que solo la praxis política puede ofrecer, inclusive en perjuicio del bienestar y seguridad privados.

En el discurso inaugural de su presidencia en 1801, Jefferson defendió “un gobierno sabio y frugal, [?] que impidiendo a los hombres el perjudicarse unos a otros, les dé plena libertad para ejercer su industria [?]; para [así] completar el círculo de nuestras felicidades”. A continuación, las identifica como “freedom of religion; freedom of the press, and freedom of person under the protection of the habeas corpus, and trial by juries impartially selected”. Del mismo tenor es la misiva a Alexander Donald, donde afirma que “preferiría mantener silencio en una cabaña modesta en compañía de mis libros, mi familia y algunos viejos amigos [?] y dejar al mundo seguir su curso, que ocupar el más alto cargo público que el poder humano pueda otorgar”.

En documentos como los antedichos se asienta una lectura liberal de la Revolución de 1776, que la concibe como carnadura histórica del liberalismo lockeano. Louis Hartz o Carl Lotus Becker son autores canónicos al respecto. Pero como señaló G. W. Sheldon, “la virtud no es lockeana” y, como dijimos, la felicidad puede tener otro rostro.

Desde la década del '60 en adelante, una exégesis novedosa ha puesto en evidencia el origen republicano, que acompaña la herencia liberal de EE.UU. En On Revolution, Hannah Arendt halla en el epistolario de Jefferson una reiterada alusión al “sistema de consejos”, un ordenamiento político que permitiría fundar la República “de abajo hacia arriba” y ofrecería a los ciudadanos la ocasión de ser republicanos y participar activamente en los asuntos de su localidad, asiduamente.

La ciudadanía no debe restringirse al día del sufragio y la institucionalización de los consejos como mínima unidad política (admitía solo 100 cabezas de familia), establecería “(elementary republics) repúblicas en miniatura”. Por descuido u omisión, el término “ward (consejo)”, clave en el pensamiento de Jefferson, ha sido omitido en los índices de palabras, que habitualmente encontramos al final de sus obras. Esta inconsciente inadvertencia llamó la atención de Arendt, quien procuró eludir las interpretaciones prevalecientes. Fiel a su método de investigación, la autora abrió un sendero al que luego se sumaron historiadores de la talla de Bernard Baylin, Gordon Wood y John Pocock.

El mismo Jefferson que enaltece los beneficios de un Gobierno frugal y el bienestar de la tranquilidad hogareña, a los 82 años le escribe a Madison preocupado por su legado a la posteridad. En expresa alusión al “republicanismo”, defiende el “sistema de consejos” diciendo: “Ha sido un gran consuelo para mí, creer que estás comprometido en reivindicar para la posteridad el curso que hemos seguido para preservar para ellos, en toda su pureza, las bendiciones del autogobierno”.

La independencia de EE.UU. es un suceso memorable, cuyos principios son preservados por las constituciones de Latinoamérica. En Argentina, donde la pobreza estructural continúa en picada pese al gasto público sideral, y donde la estrangulación progresiva de la clase media liquida la fuente real de productividad, volver a pensar en los derechos inalienables es prioritario.

El fracaso en la gestión de la pandemia y la dilación inexcusable en implementar una vacunación eficaz, revelan su exclusivo manejo electoral. Al escándalo de las vacunaciones VIP, se sumaron la sospechosa opacidad en la gestión con Pzifer, y el reparto discrecional de vacunas. Si verdaderamente vivimos en un estado de excepción, el Estado debería actuar en consecuencia defendiendo la vida, no los votos.

Para quienes afirman que “hoy la población argentina necesita que los cuidemos, no necesita que estemos preocupados por el republicanismo”, como señaló recientemente una diputada de FdT, la emergencia sanitaria es la excusa ideal para la conculcación exponencial de los derechos y para normalizar la excepción.

Como bien advirtió Walter Benjamin en 1940, el estado de “excepción se ha vuelto la norma” y una gestión calculada y perversa de la emergencia sanitaria puede desembocar en la ruina de la República y, por ende, de nuestros derechos.

Por eso, “the persuit of happiness”, que nos legó la declaración, debe continuar inspirando las reflexiones sobre los que somos y lo que deseamos ser. La felicidad, privada y pública, comporta tanto la defensa indeclinable de los derechos consagrados por la Constitución, como el compromiso de actuar conjuntamente en defensa del bien público.

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