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Sobre llovido, mojado: los nuevos desafíos se amontonan con los viejos problemas

08 julio de 2020

Por Bárbara Guerezta y Facundo Ulivarri Economistas de Arriazu Macroanalistas

La pandemia del Covid-19 posiblemente deje huella en los libros de economía como un ejemplo de lo que es un shock inesperado. De magnitud sólo comparable con el de la crisis del ´30 o con la Segunda Guerra Mundial, el virus sin vacuna obligó a todos los gobiernos a activar programas expansivos fiscales sin precedentes, con el objetivo de evitar el colapso social, y facilitar que las empresas sobrevivan a este parate, porque serán necesarias en la posterior recuperación. Todavía no se sabe la dimensión final que tomarán estos paquetes de ayuda, pero a modo de ejemplo vale mencionar el caso de Estados Unidos, donde el déficit fiscal lleva acumulado casi 9% de su PIB a cuatro meses de cerrar el año fiscal.

En Argentina, la caída de la actividad económica ?según el FMI sería de casi 10%, aunque podría ser mayor en función de la evolución de la pandemia y el aislamientoeleva el déficit fiscal por la caída de ingresos nacionales y por la necesidad de compensar a las provincias (quienes tienen gastos muy poco flexibles), pero, además, gran parte del aumento del déficit de 2020 viene por suba de gastos, tanto por asistencia directa a empresas (ATP) e individuos (IFE), como por los subsidios económicos y sociales, desde el aumento de AUH hasta el congelamiento de tarifas.

En ese escenario, el impacto sobre las cuentas fiscales sería abismal. Desde un virtual equilibrio primario heredado en 2019 (0,4% del PIB), el déficit ya acumula 2,7% hasta mayo, cuando aún faltan los meses que históricamente demandan más recursos (junio y diciembre). Siguiendo esta trayectoria, el déficit primario podría superar 7% del PIB en 2020 (promedio de Expectativas del Mercado que publica el BCRA) que, sumado al pago de intereses, podría alcanzar a 10%. De ser así, el desbalance público sería el más alto desde 1975.

Pero los verdaderos problemas surgen cuando convertimos la excepción en regla. Como en ocasiones pasadas, parece ser que medidas transitorias se convertirán en permanentes, como sería la anunciada reconversión del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en un ingreso universal. También es el caso del gasto en subsidios, donde pisar las tarifas de los servicios públicos ha vuelto a ser una de las herramientas de política preferidas en el pasado. El riesgo parece ser que la reducción del déficit fiscal se concentre sólo en las menores transferencias a provincias y en el achatamiento en la distribución de haberes previsionales, algo que habría que evitar en la “nueva normalidad”.

El problema de Argentina no es haber aumentado el déficit fiscal en un contexto como el actual, donde el paquete argentino se queda corto a la sombra de los desplegados por otros países. En cambio, radica en que para financiarlo no cuenta con ahorros, no tiene una moneda estable que funcione como reserva de valor, ni tiene capacidad de acceder al mercado de deuda, como sí hacen otros en la región, que estuvieron colocando bonos a largo plazo y bajas tasas. Todo eso nace en la desconfianza que dispara una historia de sucesivas devaluaciones y múltiples defaults, el último de los cuales todavía se está tratando de resolver. Argentina, como un niño que jamás aprendió de las fábulas de la infancia, se dedica sistemáticamente a construir casas de paja, que la obliga a barajar y dar de nuevo ante la crisis que siempre está por venir.

El déficit fiscal crónico requiere constante financiamiento, socavando siempre un poco más la solvencia argentina. Llegado cierto punto, el Estado agota la confianza que se le ha otorgado y quienes lo han financiado deciden no hacerlo más, lo que provoca inexorablemente un proceso de ajuste. Dicha situación puede ser ajena al contexto externo: la pérdida total de confianza no reconoce de pandemias ni redistribuciones, y el Estado pasa de agente estabilizador a ajustador, sin escalas, amplificando el ciclo económico. Es válida la pregunta de si estamos en la antesala de uno de estos momentos. Podríamos terminar el año con niveles de desequilibrio fiscales máximos en la historia, y la comparación con otros momentos despiertan los recuerdos de crudas experiencias inflacionarias que fueron disruptivas social y económicamente. ¿Nos dirigimos indefectiblemente hacia ese escenario?

Para no repetir la historia, diagramar y ejecutar una salida ordenada de la cuarentena es una respuesta obligada luego de más de 120 días de aislamiento (con matices a lo largo de ese período entre regiones). La pérdida de puestos de trabajo (185.000 en abril según informó el Ministerio de Trabajo sólo en el sector formal) y el cierre de empresas configuran una nueva realidad económica que condicionará el tejido productivo, económico y social de los próximos años.

El gran desafío fiscal será comenzar a andar el camino de los consensos para impulsar las reformas estructurales necesarias que permitan sanear el problema crónico que tiene el Tesoro mientras atiende las viejas y nuevas urgencias que dejará esta crisis.

En primer lugar, para reconstruir el PIB potencial que se destruyó con el cierre de empresas, hay que mantener simple y acotado el esquema tributario, buscando recuperar la competitividad de la economía argentina. Durante el tiempo que tarde en recuperarse la economía la recaudación demorará en volver a niveles precoronavirus, y subsanar la diferencia con suba de impuestos no es una buena estrategia cuando en simultáneo otros países han optado por bajarlos, como Uruguay.

En segundo lugar, y ligado al anterior, las demandas de asistencia social se mantendrán más elevadas que antes de la cuarentena en esos sectores económicos que han perdido su empleo. Lo deseable sería evitar caer en el asistencialismo puro porque éste obstaculiza la posterior reinserción.

En tercer lugar, hay que evitar impulsar nuevamente el enjambre de subsidios económicos mal-direccionados que desincentivan la producción energética, donde Argentina tiene una clara ventaja comparativa. Un diseño inteligente de este sector permitiría no sólo aliviar la carga pública, sino impulsar la economía y contribuir al pago de impuestos.

Por último, también hay que desarmar la bomba previsional que se está gestando con el limbo legal de la fórmula. Ni la anterior ni la actual resuelven el verdadero desafío demográfico argentino. Se necesita un rediseño que no sólo evite la pobreza en la vejez, sino que respete la correspondencia entre aportes y beneficios, y convierta un impuesto al trabajo en un ahorro, lo que, a su vez, daría más profundidad al sistema financiero argentino.

John Keynes dijo en 1937 que “el momento adecuado para la austeridad fiscal es el de la prosperidad, no el de la depresión”. Lo que en la práctica implica esta frase dicha por un economista a quien muchos mencionan cuando quieren gastar, pero que nadie recuerda cuando hay que reordenar las cuentas, es que para gastar hay que tener los ahorros necesarios. Los déficits permanentes van en contra el fortalecimiento de la moneda, impiden bajar la inflación definitivamente y, en el largo plazo, atentan contra el desarrollo económico. A partir del próximo año no hay otra salida que la del ajuste fiscal si no queremos repetir las experiencias pasadas. Sólo se puede elegir entre hacerlo de manera ordenada, o no.

La tentación de ganar bienestar efímero en el presente a costa de sacrificar el futuro es lo que ha llevado al estancamiento actual, que combina inflación alta, desigualdad y pobreza. Manejar con prudencia y sinceridad las cuentas públicas darían la certidumbre necesaria para que los argentinos se puedan desempeñar con libertad e igualdad de oportunidades, generando desarrollo y prosperidad para toda la población. En otras palabras, el equilibrio fiscal encierra en sí un acto de justicia intergeneracional, lo que lo convierte en un acto de verdadera justicia social.

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