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Sobre los ciclos cambiarios (parte I)

Tras los sucesos recientes, el 2018 amenaza con ser un nuevo año par de recesión, el retorno de los traspiés de 2012, 2014 y 2016

29 junio de 2018

Por Pablo Mira Docente e investigador de la UBA

Tras los sucesos recientes, el 2018 amenaza con ser un nuevo año par de recesión, el retorno de los traspiés de 2012, 2014 y 2016. Si bien esta vez la recesión podría solamente terminar en una desaceleración del crecimiento, el fantasma revivió tras una fuerte devaluación que, como siempre en Argentina, trae consigo una disminución en el nivel de actividad económica, mayor inflación, e inquietud generalizada. Los años impares, mientras tanto, suelen traer un respiro, inducido por una apreciación real del tipo de cambio que redunda en una recuperación transitoria.

¿Cuáles son los mecanismos detrás de este ciclo cambiario? ¿Por qué las apreciaciones provocan mayor actividad y las depreciaciones acarrean recesiones? Recordemos que el tipo de cambio aproxima el precio relativo de los bienes transables (manufacturas y agro) frente a los no transables (construcción y servicios, excepto turismo). Argentina tiene una alta participación del empleo en los no transables, de modo que un tipo de cambio “bajo” provoca en lo inmediato una mejora del salario real, tanto porque transitoriamente la inflación se desacelera, como porque los sectores favorecidos demandan más empleo. La construcción, el comercio y el sistema financiero suelen liderar esta recuperación fugaz.

Es cierto que, al mismo tiempo que los servicios florecen, los sectores exportadores de manufacturas y el turismo sufren. Pero el efecto neto es positivo, por tres razones principales. Primero, porque los asalariados, que son los más beneficiados, gastan proporcionalmente más creando más demanda. Segundo, porque la mejora en las expectativas derivadas de una inflación más baja disminuye la incertidumbre, reduce la demanda de dólares, y potencia el gasto de consumo. Y tercero, porque una inflación menor también se asocia con menores tasas, lo que contribuye a aumentar la demanda inmobiliaria y con ella la actividad de la construcción.

Lamentablemente, este veranito dura lo que duran los dólares, porque estas expansiones de corto plazo necesitan que las importaciones de insumos y de bienes de capital se expandan rápidamente para responder a la mayor demanda agregada. El turismo también reacciona inmediata y fuertemente, drenando con rapidez muchos dólares de las reservas. Tarde o temprano, la economía se detendrá si las divisas se acaban. Es cierto que la devaluación no ocurre cuando los dólares literamente “se acaban”. Pero lo que se teme es que los inversores se asusten con las tendencias negativas, cortando el crédito al país. Un rápido aumento del déficit en cuenta corriente es interpretado (correctamente) como una peligrosa tendencia que una vez encaramada es difícil de revertir, porque cuando la devaluación necesaria para corregirlo es muy alta, ningún gobierno está dispuesto a activarla y perder su apoyo político debido a sus nocivos efectos.

Cuando sobreviene el tardío ajuste cambiario, todos los efectos anteriores se invierten, y la economía sufre recesión e inflación. La confianza se desvanece, el consumo se derrumba y se reactiva la fuga de capitales, a la que la clase media se suma no siempre a tiempo.

El dilema, entonces, es evidente. Las devaluaciones enmarañan el funcionamiento económico de corto plazo mientras que las apreciaciones son transitoriamente beneficiosas, pero luego inducen una devaluación mayor, con efectos todavía peores. Este es el rompecabezas que desde hace casi diez años la economía argentina trata de desentrañar. La gran pregunta es como hacemos para romper con este ciclo cambiario, y si las autoridades económicas tienen o han tenido la intención de suavizarlo. Ese será el tema de la segunda parte de esta nota.

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