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El día después es el más difícil

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05 agosto de 2020

Por Andrés Borenstein Economista de EconViews

El noveno default de la Historia Argentina y el tercero de este joven siglo empieza a quedar atrás. Falta rubricar el acuerdo al que arribaron Argentina y los 3 grupos de acreedores y realizar el canje de bonos en ley local para terminar un trámite que no debiera generar mayores problemas. Claramente es una buena noticia que podrá despejar el camino para que otros agentes como provincias y firmas consignan algo de financiamiento. Y sobre todo, salir del default va a alinear expectativas lejos de escenarios complejos y calamitosos.

Ahora la discusión menos productiva es saber si Argentina podría haber pagado menos o quizás tardado menos en cerrar el acuerdo. Lo importante es que la oportunidad para Argentina se renueva (una vez más). Argentina queda con un horizonte financiero despejado en donde, sacando organismos multilaterales, no deberá enfrentar casi vencimientos en moneda extranjera hasta el 2024 y la carga de intereses será por unos años poco significativa desde lo macroeconómico y fiscal.

La clave está en hacer algo distinto a lo que veníamos haciendo hace muchos años. Llevamos una década de déficit primarios ininterrumpidos. Si el futuro se parece al pasado reciente da lo mismo si el valor presente de la deuda nueva es US$ 40, US$ 50 o US$ 60 porque no se va a poder pagar. La confianza hay que ganarla con hechos y para Argentina eso implica marchar a un balance primario en dos o tres años. Y si se consigue el equilibrio la deuda será sostenible casi en cualquier escenario de acuerdo.

Desde ya que llegar al equilibrio fiscal es mucho más fácil pregonarlo en una columna que hacerlo. Reducir el déficit en un contexto en que la calidad de los bienes públicos ya es bastante baja es difícil porque no hay víctimas fáciles. Casi cualquier solución matemáticamente viable tendrá costos políticos que el Gobierno no puede evitar pagar. Subir los impuestos es una vía, pero Argentina ya tienen impuestos muy altos para un país de ingreso per cápita comparable y esto en parte condicionaría la inversión y el crecimiento. Bajar gastos implicará decidir si se toca el sistema previsional, se reducen subsidios sociales o económicos en cuyo caso se tendrán que tolerar servicios públicos más onerosos. Ningún gobernante del mundo querrá estar detrás de eso.

Para evitar o al menos disminuir esos costos políticos se podría pensar en un escenario de alto crecimiento que haga todo más fácil. Este parece ser el sueño del Gobierno, que busca emular la trayectoria del PIB, que desde el tercer trimestre de 2002 hasta el tercer trimestre del 2008 creció 51%. La impresión es que eso es de muy baja probabilidad. La liquidez global puede jugar a favor, pero el mundo es claramente distinto y nadie ve un boom de materias primas a la vuelta de la esquina.

En aquella época, el punto de partida fue de un gran superávit fiscal y un tipo de cambio “recontra alto”, parafraseando al gran Guido di Tella y ninguno de los dos está presente ahora. En resumen, tras el rebote cíclico que traiga la recuperación luego del Covid-19, lo más probable es que le sigan años de 1% a 3% de crecimiento anual, es decir, nada que resuelva los problemas por sí solos. En 1993 cuando era un joven estudiante de Economía y aprendiz de periodista me tocó seguir desde la El Economista la firma del Plan Brady. Ya como profesional en 2005 seguí la restructuración de deuda del Gobierno de Néstor Kirchner. El factor común fue la euforia política y económica de los gobiernos que poco después usaron la disponibilidad de crédito para olvidarse de la solvencia fiscal. El principal problema de largo plazo de Argentina es que no ahorra suficiente y siempre hay un motivo valedero para postergar el ahorro público y privado para más adelante.

Obviemos la euforia en esta ocasión y trabajemos para que éste haya sido el último default de la Historia Argentina.

Borenstein también es autor del podcast “La economía en 3 minutos”

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