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Salir del autoengaño

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17 noviembre de 2020

Por Ricardo De Lellis (*)

Según la ciencia, todos los seres humanos somos susceptibles al autoengaño y seguramente muchos, en lo individual, hemos caído en estos estados con distinta duración por diversas causas. Pero el tema es cuando esto les ocurre a las sociedades con alto grado de permeabilidad y, además, este estado perdura en el tiempo.

Nuestra sociedad hace tiempo que ha sido proclive a vivir bajo premisas que ha dado por ciertas y que contrastan con la realidad. Algunas a través del tiempo y por su persistencia se han convertido en mitos, que se repiten de generación en generación. Al tope de estas creencias es que la Argentina es un país rico, que está dotado de una vastedad de recursos naturales y que, además, permite alimentar a 400 millones de personas.

En contraste, Argentina es un país mediano, no tanto por su dimensión (es el octavo territorio del mundo), pero sí por su desarrollo. Es de los clasificados de ganancia media, pero en franco retroceso, produce alimentos para abastecer a sus 45 millones de habitantes, si bien en forma insuficiente para muchos de ellos, aunque esto es más un tema de distribución que de producción.

Si analizamos nuestra balanza comercial notaremos que importamos muy pocos alimentos y de allí nuestra autosuficiencia, lo que no es poco, pero el grueso de nuestras exportaciones de alimentos son básicamente producción primaria destinada en buena medida al consumo animal. Si asumimos fácilmente que como país dotado de recursos naturales tiramos una semilla donde sea y crece lo que deseamos, lo hacemos en desmedro de todo el esfuerzo de innovación e inversión que ha sido hecho por el sector agropecuario, tanto de la “rica” Pampa Húmeda como también de muchas otras zonas del país menos fértiles, que permitió expandir ostensiblemente la producción no solo de cereales y oleaginosas sino también de frutas, legumbres y demás logrando ser competitivos, pese a todas las crisis macroeconómicas sufridas.

Es importante dejar de autoengañarnos porque si nos creemos ricos, con 40% y pico de pobres, entonces concluiremos que el problema es de distribución de la riqueza. Si con una cosecha nos salvamos entonces es cuestión de esperar los frutos de este sector y luego compartirlos, lo que también podría aplicar a Vaca Muerta: si nos salva, podemos gastar a cuenta.

Y si estamos dotados como pocos de recursos naturales (además de nuestro campo, los gasíferos, ictícolas, mineros, etcétera) para qué entonces el esfuerzo. Nuestra historia nos demuestra que esto no es así: con marchas y contramarchas, pasamos en muchas de estas áreas, de autoabastecernos al déficit, de invertir a desinvertir.

Esto no significa deprimirnos. Debemos conservar estas manifestaciones como aspiraciones. Pero fijemos metas un tanto menos ambiciosas y cumplibles, trabajemos en conjunto en ellas y chequeemos permanentemente, como sociedad, qué avance estamos haciendo en su realización. Un ejemplo de ello es cuando se hablaba de convertirnos en el supermercado del mundo. No está mal como aspiración, pero sin reformas estructurales que ayuden a ganar competitividad, no deja de ser una expresión de deseos que pronto lleva a la frustración.

Más vale trabajar en manifestaciones que son verdades incontrastables, como que no hay almuerzo gratis (cuando aprobamos un gasto alguien lo termina pagando) y si nos excedemos en subsidios, aunque justificados puedan estar, estos terminarán siendo pagados por el sector privado. Si analizamos en detalle el ahora varias veces mencionado informe del BID “Mejor gasto para mejores vidas” de hace un par de años sobre el gasto público en Latinoamérica, observamos que revela ineficiencias técnicas en éste debido a tres factores: filtraciones en transferencias, malgasto en empleados públicos y malgasto en compras. Argentina encabeza la lista en estos gastos con un impacto del 7,2% sobre el PIB (el año de análisis es 2016). Las filtraciones se llevan la mayor parte (4,5% del PIB) y representan subsidios que reciben quienes no lo justifican, por ejemplo, los sectores medios de la población. Aunque luego éstos lo pagan con creces vía mayor inflación, impuestos y menor crecimiento. Aquí ha habido siempre una simplificación, fomentada por los gobiernos pero que también ha permeado en muchos ciudadanos: el gasto público es inflexible y no se puede bajar. Esto era muy sostenido en el estadio previo a la crisis de mediados de 2018. No se trataba de bajar dos dígitos. Finalmente ocurrió otra de las verdades que nos negamos a asumir: el ajuste lo termina haciendo el mercado, y de la peor manera. Y para finalizar con este informe, su recomendación para todos los países de Latinoamérica no es tanto bajar el gasto fiscal aunque muchos, inclusive el nuestro, deberían hacerlo, sino mejorar la calidad de ese gasto.

Los autoengaños y simplificaciones no terminan en estos temas y podríamos abordar también los que se han posado sobre el rol de los empresarios, el del Estado, del sistema financiero, de la financiación del déficit, etcétera. Sería excesivamente largo tratarlos aquí. Estos procesos, ya sea sostenidos en forma diferencial por los distintos gobiernos, por sectores interesados, por defensores de determinadas ideologías o por credulidad, necesitan de voces que nos lleven a la realidad. Los grupos interesados seguramente continuarán con sus “relatos”, mitos y/o clichés y quizás debamos aceptar que esto es natural a su esencia, pero los ciudadanos “de a pie” debemos esforzarnos por entender las cosas tal como son para luego exigir a nuestro lideres actúen en consecuencia.

Y tratándose de realidades, una que debería admitir pocas discusiones es que de la crisis que enfrentamos hace tiempo sólo se sale con acuerdos básicos entre los distintos sectores que tienen peso en la sociedad.

Tomemos el pasado, no tanto para echar culpas, sino para aprender de nuestros errores que debemos asumir como sociedad y que se refleja en el triste record de estar en el podio de los países que más recesiones y menos crecimiento han tenido en los últimos 50 años.

Para ir entonces a realidades conducentes, muchas veces recomendadas, cerramos con una que ya lleva 80 años, y pocas veces asumida: “Argentinos, a las cosas” (José Ortega y Gasset - La Plata 1939).

(*) Consultor

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