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Presión tributaria récord

Hace falta un debate integral

10 marzo de 2014

(Columna de Lorenzo Sigaut Gravina, economista Jefe de Ecolatina, y Juan Pablo

Paladino, jefe de Investigaciones de Ecolatina)

No es novedad afirmar que la presión tributaria consolidada (38,5% del PIB en 2013) se está tornando asfixiante. Los números son elocuentes: no sólo se duplicó en términos del producto en relación a 2001, sino que aumentó 9,4 puntos porcentuales desde 2008 sin haberse creado nuevos impuestos. La elevada presión tributaria, que ya es superior a la media de los países la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), no sería vista hoy como un problema si se cumpliesen adecuadamente los objetivos que tienen los impuestos.

Financiar el gasto público es una de las metas de la recaudación de impuestos, pero no la única. La imposición a la población, que es justa y necesaria, debe también atender a los objetivos primordiales que persigue el Estado: asignación (velar por el uso eficiente de los recursos en la economía), distribución (atender los principios básicos de equidad que deben regir en toda sociedad) y estabilización (suavizar los ciclos económicos para dotar de previsibilidad a los agentes). Esto no ocurre en la realidad.

El esquema impositivo actual se basa muy fuertemente en impuestos indirectos (ligados al consumo y las transacciones económicas) que suelen ser no sólo distorsivos sino también regresivos (el pago de tributos para los agentes sin capacidad de ahorro consume una fracción mayor de su ingreso). En tanto, los impuestos directos recaen en buena medida sobre las rentas del trabajo personal (asalariados). El actual esquema impositivo dista mucho de ser un sistema tributario integral, que utilice a los impuestos (y a las distorsiones que éstos naturalmente producen) para conseguir objetivos simultáneos de eficiencia, equidad y estabilización.

El vicio de origen es un factor central a la hora de explicar esta situación: buena parte de los impuestos se crearon “en emergencia” y “por tiempo determinado”, es decir, con el único objetivo de financiar el déficit público. Excluyendo seguridad social y comercio exterior, la mitad de los impuestos nacionales tiene fecha de finalización. Esta preocupante foto, además, se ve agravada por otros cuatro factores:

Con por lo menos un tercio de la economía en la informalidad, la presión tributaria sobre el sector registrado es incluyo mayor. El diferencial de costos (¿y las recurrentes moratorias?) que genera estos niveles de presión tributaria son un constante estímulo a la evasión y un desincentivo a la formalización.

A diferencia de lo que ocurre en países desarrollados con similar nivel de presión tributaria, la contraprestación de los servicios que esos impuestos financian es deficiente. Esto explica por qué, además de los elevados impuestos, un trabajador formal busque contratar una prepaga o un colegio privado, y un empresario formal contrate seguridad privada o compre sus propios generadores de energía.

Buena parte de la actual estructura impositiva legal se pensó para contextos de estabilidad de precios, que hoy no está presente. Ejemplos de esto son el Impuesto a las Ganancias, el Monotributo y el Impuesto a los Bienes Personales, que definen la base imponible a partir de montos nominales. En una economía sin inflación, los aumentos de salarios o de facturación implican mayor poder adquisitivo, de manera que un esquema que capture los incrementos de las rentas es progresivo y deseable. Pero en un marco en que las variables nominales de la economía se mueven en rangos elevados, la existencia de montos nominales para definir las bases imponibles genera que el Estado pase a gravar rentas ficticias. Esto no sólo es preocupante en sí mismo, sino que agrava la pérdida de autonomía del Poder Legislativo en materia de tributación (el otro gran elemento es el impuesto inflacionario).

Finalmente, pese a los continuos récords de presión impositiva, desde 2008 no alcanza para financiar el gasto público: en 2013 los recursos tributarios del sector público (consolidado) cubrieron sólo el 85% de las erogaciones primarias, similar al promedio de los '90 y muy por debajo del 109% alcanzado en 2004. Lo preocupante de este último punto no es sólo que un contexto de déficit primario es un limitante para encarar una reforma tributaria, sino que el gasto público (también récord) no brinde servicios públicos de calidad ni compense las distorsiones (en materia de eficiencia o equidad) que introduce el esquema impositivo.

Los elementos aquí planteados muestran la urgencia de encarar una reforma tributaria, que no puede estar aislada de un pacto fiscal mucho más abarcativo (en materia de coparticipación y asignación de funciones de gastos entre niveles) ni debe prescindir del tiempo de análisis integral o de amplios consensos para llevarla a cabo. La situación actual también muestra que el Estado no debe gastar más, sino gastar mejor. Debemos entender que los impuestos son una herramienta de la política fiscal que no sólo apuntan a financiar al sector público, sino que el Estado debe utilizarlos para perseguir fines de distribución del ingreso, eficiencia e incluso competitividad. Cuando los impuestos entorpecen la producción, la inversión y la generación de empleo, los costos van mucho más allá del cociente entre la recaudación y el PIB.

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