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Reducir la desigualdad requiere regular la globalización

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08 julio de 2021

Por Jorge Carrera

La desigualdad creciente en la mayoría de los países del mundo es uno de los hechos estilizados que caracterizan las últimas décadas de la economía internacional. De manera simultánea, la globalización, entendida como apertura comercial y financiera generalizada entre países, liberó al capital de las limitaciones de las fronteras nacionales.

Este proceso determinó un cambio crucial del modelo hegemónico en la teoría y la política económica predominante hasta fines de los años '70, transformando el equilibrio distributivo existente durante el estado de bienestar en todos los países. La mayor desigualdad se manifiesta en la distribución del ingreso y, en forma aún más aguda, en la distribución de la riqueza.

Si bien en los países avanzados y de ingreso medio los trabajadores-consumidores acceden a productos más baratos producidos en países con salarios más bajos, una parte de esos trabajadores enfrentan niveles de desempleo más altos. A su vez, muchos se endeudan para mantener los niveles de consumo previos, empeorando su situación futura.

Por su parte, las grandes empresas han mejorado sus resultados con la globalización, no solo operativamente, sino también porque vieron reducidas las alícuotas impositivas promedio desde el 38% al 22%. Esas empresas y sus accionistas de los deciles más altos también pueden diversificar el riesgo a un costo menor gracias a la globalización fiscal y financiera, y a la disponibilidad de instrumentos financieros sofisticados que tienen costos fijos sólo afrontables en ciertos volúmenes de fondos. O sea, la globalización permitió aumentar los ingresos de los deciles altos tanto por la mayor remuneración al capital productivo como al capital financiero.

Como era esperable, la globalización llevó a una competencia entre países para atraer capitales, acentuando el efecto en la desigualdad dentro de las economías. Además de la ya consolidada competencia en términos de salarios más bajos en actividades intensivas en mano de obra, se suma la que busca atraer empresas minimizando el pago de impuestos y a veces, adicionalmente, ofreciendo opacidad informativa y cobertura financiera. En el límite, esta competencia lleva a la existencia de guaridas fiscales (plenas o parciales), que son claves para explicar desfinanciación de los estados nacionales.

La globalización entonces, a la vez, que reducen el espacio para la recaudación progresiva aumentan la demanda de gasto social, presionando al déficit fiscal que se financia con deuda pública, cuyos tenedores suelen ser mayormente los mismos deciles más altos que son accionistas de las empresas.

En el artículo “Coordinación global de políticas distributivas con equilibrio externo” publicado en 2020 expongo cómo la interacción entre desigualdad y globalización también dificulta corregir los desequilibrios externos de un país. Si un país intentara corregir la desigualdad aumentando abruptamente la participación de los trabajadores en el ingreso se enfrentaría rápidamente con límites si estuviese excesivamente endeudado, si tuviera déficit en cuenta corriente o si presentara plena apertura de la cuenta capital.

La propuesta discutida en el artículo es que la coordinación fiscal (marcos fiscales mínimos) y de políticas de ingresos es el mejor camino para superar los desbalances globales de cuenta corriente y la creciente desigualdad, evitando tanto el ajuste contractivo de la cuenta corriente, que era la vieja recomendación del FMI, como la “anarquía regulatoria multilateral” que proponía Donald Trump basado en el poderío particular de EE.UU. La lógica es que, en un contexto global, iniciar el ajuste por los países deficitarios resulta en más contracción global y menor crecimiento total, generando externalidades negativas. Se requiere lo opuesto: secuenciar la expansión a partir de los países superavitarios.

Como base para mejorar la efectividad se requiere también cooperación para establecer estándares tributarios y laborales mínimos comunes. El reciente acuerdo en el G7 y el G20, firmado por 130 países (siguiendo el impulso dado por Biden, Yellen y el FMI) respecto a colocar una tasa impositiva mínima a las empresas para limitar lo que el G20 y la OECD identifican como BEPS (Domestic Tax Base Erosion and Profit Shifting) es un primer paso.

Aunque propone una alícuota baja (15%) y una cobertura acotada en cantidad de empresas, abre las puertas para una de las discusiones más importantes sobre cómo reconducir la globalización hacia un esquema que no sea perjudicial para la distribución del ingreso y para la capacidad de los países de lograr progresividad tributaria. Sin duda el rol de los fondos globales de inversión es otro aspecto.

Estas acciones cooperativas son necesarias para que la globalización no continúe aumentando la desigualdad y la pérdida de instrumentos de los gobiernos para hacer política económica. De lo contrario, sin una regulación multilateral, la globalización generará más desigualdad, y los gérmenes de su fracaso político y social.

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