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Menem-y-Cavallo-condenados-por-la-justicia
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22 diciembre de 2020

Por Pablo Mira  Docente e investigador de la UBA

El desmejoramiento de la salud de Carlos Menem dio oportunidad para una reflexión sobre el Plan de Convertibilidad que caracterizó a la economía argentina durante la década de los '90. En lo que sigue repasamos algunos temas que caracterizaron la aplicación del programa.

Para comenzar, los antecedentes. Desde hace décadas que en nuestro país el traspaso de un gobierno a otro no deja beneficio de inventario, una lógica parcialmente obvia en un país donde las elecciones se pierden tras un fracaso económico. A principios de los '90, la economía había sido azotada por dos hiperinflaciones que impedían el funcionamiento más básico de las interacciones económicas, y la reacción debía ser severa para modificar el régimen imperante. Domingo Cavallo eligió un plan con tres ingredientes principales: dolarización (opcional), apertura y reforma estructural. El desastre económico heredado dio luz verde al Gobierno para ir a fondo en cada uno de estos puntos.

En abril de 1991 se introdujo una nueva moneda y se fijó el tipo de cambio por ley. Pero además, se disponía de reservas suficientes para asegurar a los argentinos que podían cambiar sus pesos por dólares a gusto en cualquier momento si así lo deseaban. El resultado fue una estabilidad casi inmediata, algo que el país no experimentaba desde hacía medio siglo. El éxito inicial profundizó la apuesta, y aparecieron las declaraciones de que “el 1 a 1” duraría para siempre.

Las políticas de apertura también fueron tajantes. La apertura comercial debía operar como disciplinando aquellos precios que no se ajustaban al cambio fijo, y como estímulo para mejorar la productividad. Se determinó una apertura financiera local e internacional que permitiría financiar el gasto durante la etapa de despegue. A esto se sumó la desregulación, que eliminó restricciones varias en el comercio y otras actividades. El esperado déficit en cuenta corriente que tras estas medidas experimentó el país era justificado por las autoridades como una señal de confianza de los inversores internacionales en un país emergente. “No tenemos déficit en cuenta corriente, sino superávit en la cuenta capital”, insistía Cavallo.

La reforma estructural fue la movida más arriesgada. Se llevó a cabo el programa de privatizaciones más ambicioso y veloz de una economía capitalista. En un país donde los servicios públicos no funcionaban y eran objeto de críticas crecientes, la resistencia fue mínima. Como suele ocurrir en procesos apresurados, algunas ventas terminaron en mejoras sustanciales de productividad, pero otras rozaron el escándalo y el fraude. El resultado negativo no ambiguo fue el violento aumento de la desocupación en una economía que prácticamente desconocía el fenómeno. “Ramal que para, ramal que cierra”, provocaba el presidente al sindicalismo ferroviario, dando a entender que la mayoría de la sociedad toleraría cualquier empeoramiento de las variables sociales para cambiar.

La Convertibilidad tuvo su momento de gloria entre 1991 y 1994, con un crecimiento a tasas chinas del 8% anual. En 1995 surgió la primera crisis que se conoció como “Efecto Tequila” porque fue provocada por un colapso económico en México que contagió a Argentina. Tras superar el trauma, la economía recuperó su elevado dinamismo por dos años más, antes de entrar en un largo letargo de cuatro años que terminaría en la explosión de fines de 2001. En las explicaciones de esta debacle hay para todos los gustos: atraso cambiario, reformas liberales salvajes, ajuste fiscal insuficiente, y siguen las firmas.

El último punto a remarcar es un aspecto general del programa. Al referirme a cada componente, enfaticé adrede las características “no económicas” que rodearon la experiencia. El Plan de Convertibilidad se anunció como un cambio estructural y permanente de la lógica productiva del país. La estabilidad inmediata, la entrada de capitales y el crecimiento acelerado produjeron un entusiasmo inicial justificable, pero los defensores del proyecto se ocuparon de profundizar el fervor, y pocos reflexionaron sobre los riesgos potenciales. El más indisputable era que la economía pedía dólares prestados para financiar actividades que no los generaban, como era el caso de los servicios públicos. En un país con inversores privados crecientemente endeudados y donde todas las válvulas de rescate social estaban desactivadas, cualquier chispa generaría un desastre. El aviso fue en 1995, pero tras superarse la crisis, el evento se entendió como una fortaleza y no como una debilidad del plan. Tras aplacarse el crecimiento, las dificultades se acumularon, y el combo de empresarios endeudados más trabajadores sin empleo crearon el caldo de cultivo para que, finalmente, el 2001 mostrara la cara trágica de una de las crisis más grandes de la historia argentina. Un saldo que es difícil considerar positivo.

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