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Argentina y China: alianza sobre arenas movedizas

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Héctor Rubini 21 septiembre de 2020

Por Héctor Rubini Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

La recuperación económica pospandemia es algo todavía incierto. Para los países emergentes se perfila una cuyo inicio y timing es todavía indeterminado. No hay antecedentes históricos de referencia, y la sobreabundancia de artículos periodísticos, papers académicos y borradores preliminares muestra el fenomenal desconocimiento sobre qué hacer hasta que aparezca la necesaria vacuna, y qué seguirá después.

Algunos indicios vienen emergiendo ya desde la desordenada transición hacia esa nueva fase para toda la humanidad. Es claro que en el presente, la falta de coordinación internacional (y en no pocos países, intranacional) de acciones y procedimientos para contener el impacto del virus va a dejar secuelas irreversibles. Todavía es prematuro formular un inventario de esas secuelas, pero al menos en materia política y económica, es claro que vamos a un mundo diferente. No sólo en cuanto a la reorganización de redes de logística y de los sistemas de salud, sino respecto del dominio del acceso a recursos y tecnologías esenciales para la “nueva normalidad”. Una etapa que no será indiferente al futuro rumbo que tome el actual enfrentamiento entre EE.UU. y la República Popular China.

El país asiático emergió en los últimos 25 años como un gigantesco oasis para la radicación de firmas de países de altos ingresos por sus costos laborales e impositivos. Los efectos “derrame” de la difusión de tecnologías y la apropiación de conocimientos de las principales potencias occidentales fueron dos de los objetivos centrales de la estrategia de Beijing para impulsar el crecimiento económico y reconstruir el poderío político y económico que empezó a perder a partir del Siglo XIX. La convivencia “armónica” con Occidente dejo paso a una nueva noción de “armonía” para las relaciones internacionales, impulsada por los “princelins”, los hijos de quienes delinearon la última etapa de relativa “occidentalización” china allá entre 2000 y 2008. La conducción de los Juegos Olímpicos de aquel año quedó a cargo, en febrero de 2008, del hoy primer mandatario Xi Jingping, quien luego accedería a otros cargos, incluida la conducción del Ejército Popular de Liberación hasta llegar a Presidente de la República en 2013. En ese año, Xi dio a conocer la iniciativa “Una Franja, una Ruta” que en Occidente se conoce como la iniciativa de “La Ruta y la Franja de la Seda”. Se trata de la cara económica del proyecto político de los “princelins” en base al concepto de “armonía”: un nuevo orden internacional bajo las prioridades de las autoridades chinas, entremezclado con “acuerdos de cooperación”. Una estrategia a 100 años vista para gobiernos de países emergentes con apuros económicos, a quienes se les ofrecen como “tabla de salvación” dos atractores reales, pero algo engañosos: el gigantesco mercado chino de consumo y el financiamiento chino para obras públicas. El acceso al primero no es irrestricto ni a bajo costo. La deuda pública de varios países registró un considerable aumento luego de dichos acuerdos (caso de Tayikistán, Kirguistán, Laos, Maldivas, Pakistán y Montenegro). En otros casos, ante el incumplimiento, el Gobierno chino tomó control de instalaciones portuarias (caso de Sri Lanka y Djibouti). ¿Soberanía? Bien, gracias?

Ahora bien, el actual Gobierno de EE.UU. sigue interpretando que se trata de una estrategia sólo achacable a Beijing. Pero, en realidad, es el resultado del desinterés de Washington de cooperar con los países emergentes luego del 11-S. La prioridad pasó a ser la seguridad nacional y atacar militarmente a países de Medio Oriente.

América Latina, por caso, dejó de ser prioridad, y la reacción tardía para promover el ALCA se estrelló en 2004 en la cumbre de Mar del Plata de manera irreversible. Nuestra región nunca fue prioridad ni para George W. Bush ni para Barack Obama. Y tanto en la paz como en la guerra, los espacios vacíos se ocupan. El Gobierno chino no se durmió en los laureles y con la llegada de los “princelins”, liderados por Xi, inició una fase de expansión hacia el exterior que el Gobierno de Donald Trump considera inadmisible.

No es claro cómo se reordenarán las instituciones supranacionales para el comercio y las finanzas. Pero sí es claro que la economía mundial gira hacia un mundo con mayor competencia por desarrollos de tecnologías de punta, y su dominio estará presente en la negociación de los acuerdos comerciales y alianzas post-pandemia.

Ese nuevo mundo comenzará a rodar, bajo carriles todavía inciertos, a medida que la deseable vacuna contra el Covid-19 se vaya aplicando a la población mundial y se ponga fin a esta pandemia. La nueva normalidad será con protocolos de seguridad sanitaria no muy diferentes de los actuales, aun levantadas las cada vez menos soportables restricciones a la movilidad de personas. Pero no todas las actividades económicas podrán retornar a ser 100% presenciales. Se configura, por tanto, una nueva economía mucho más intensa en el uso de tecnologías de la comunicación, y con inevitables mejoras de calidad de los sistemas de salud y de todas las redes de transporte y logística de todo el mundo.

Los perfiles productivos, las demandas de nuevas tecnologías, y probablemente de nuevos productos y servicios, tornan inevitable la baja de costos. No sólo de costos productivos, gracias a las mejoras de procesos, sino de costos de transacciones. Y es aquí donde quienes no se adapten debidamente, vía reformas regulatorias con criterios de costo-eficiencia, y quienes no logren acceder a liquidez a bajo costo y en condiciones no leoninas, pueden quedar muy mal posicionados para la nueva normalidad mundial. Si algo emerge con claridad, es que el futuro estará en manos de los propietarios de recursos críticos, con pocos sustitutos, para expandir la producción y las ventas en líneas específicas con economías de diversificación y de escala.

En ese mundo, la llamada “sustitución de importaciones” no asoma como motor del crecimiento, ni para países emergentes, ni para las economías desarrolladas. Estas últimas difícilmente opten por una liberalización irrestricta del comercio, pero tampoco el bilateralismo de 90 años atrás. El mundo marcha hacia un comercio administrado, con alianzas condicionadas por alineamientos políticos e ingredientes militares y de defensa.

EE.UU. y China pugnan por su supremacía de mediano y largo plazo. El grado de enfrentamiento o convivencia será determinante para las alianzas con uno y otro, pero esto no quedará claro hasta que asuma el nuevo presidente de EE.UU. Si gana Trump, seguirá el enfrentamiento, igual o quizás más acentuado que en el presente. Pero si gana Joe Biden, no es claro qué ocurrirá. Su futura política exterior hacia China y América Latina es una incógnita. Probablemente sea esta incertidumbre la que ayudó a Mauricio Claver Carone a lograr los votos necesarios para acceder a la presidencia del BID. Algo no tan impredecible como sugería nuestro canciller en un reportaje ayer en Clarín, confirmando además la incorporación de Argentina a la “Ruta de la Seda”. ¿Serán los beneficios mayores que los costos? ¿Se cerrará un acuerdo con Huawei para la tecnología 5G? ¿Se podría prescindir del apoyo de Washington para reestructurar la deuda con el FMI alineándonos con China? Y en ese caso, ¿se expondría el país a represalias en caso de optar unilateralmente por no pagar los vencimientos con el organismo, mientras se profundice la eventual “chinadependencia”?

No es fácil responder estas preguntas, y menos hasta que no se calmen las arenas movedizas del escenario político internacional. Es cierto que nunca nos fue bien con las relaciones carnales con EE.UU. ni con otras potencias, y nada asegura que nos vaya mejor si se opta por alguna forma de subordinación al Gobierno chino o de relación privilegiada con Beijing. Gobierno que, vale la pena recordar, de nuestro país no demanda más que materias primas para alimentos para su ganadería, y quizá minerales o hidrocarburos, más allá de cierta evidencia de incursiones nocturnas de pesqueros asiáticos al Mar Argentino. Bajo tales condiciones, no es nada claro si es un acierto anticipar justo en estos días un alineamiento con el Gobierno chino antes de contar con la certeza de cambios (o no) en la política exterior de EE.UU. y de otras potencias occidentales.

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