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Manual Adorni

Con sus opiniones, exabruptos, equivocaciones y excesos, Adorni confunde su rol con subjetividad, pero también sostiene el mito de este gobierno.

Manuel Adorni y Javier Milei
Manuel Adorni y Javier Milei .
Fabrizio Zotta 16 julio de 2024

Al analizar el rol de la vocería presidencial como una instancia de la comunicación estratégica de los gobiernos, es posible llegar a conclusiones inmediatas, tales como "se equivoca un vocero que habla en términos personales", o "si un vocero se convierte en estrella del momento, algo mal estará haciendo".

Todo eso puede ser cierto, pero es posible mirar más profundamente la cuestión. Conceptualmente hablando, un vocero es una persona que siempre cumple un rol de representación. Su voz expresa, profesionalmente (de allí el sufijo -ero, que significa profesión u ocupación) la palabra de otro. 

En el caso específico de la vocería de gobierno, la voz institucional del Presidente, en primer término, y de las áreas de la administración, después.

En Argentina, desde la vuelta de la democracia siempre hubo vocería presidencial, a veces con más, y a veces con menos injerencia en los asuntos públicos. En la protohistoria de los voceros actuales, se destaca la calidad profesional de José Ignacio López, periodista experimentado y vocero de Raúl Alfonsín.

Pero, la vocería como la conocemos hoy es importada de las secretarías de prensa de Estados Unidos y se creó por el decreto presidencial 23/89, el 8 de julio de 1989, con la firma de Carlos Menem y Eduardo Bauzá, que en su artículo 1 establece: "Créase el cargo de Vocero presidencial, que dependerá en forma directa del Presidente de la Nación y tendrá igual jerarquía y remuneración que los Secretarios de la Presidencia de la Nación". El decreto siguiente, el 24/89, designa como primer vocero a Humberto Toledo.

A tal punto el vocero puede no tener relevancia en la política cotidiana que, en la historia de la vocería, aparecen algunos nombres ilustres y otros desconocidos: además de Toledo, fue vocero de Menem Raúl Delgado, el propio Carlos Corach, sin detentar el cargo; después vinieron Juan Pablo Baylac, Luis Verdi, Miguel Núñez, Iván Pavlovsky, Juan Pablo Biondi, Gabriela Cerruti, entre otros y también algunos jefes de gabinete que, imitando a Corach, quisieron imponer la agenda del día.

El presente encuentra a Manuel Adorni ocupando ese lugar y, como ya ocurría con Cerruti, su voz propia se apodera del rol, desplegando una suerte de contradicción en los términos de la vocería profesional. 

Adorni ironiza, enfatiza, caracteriza, adjetiva, suprime, invoca: todos procedimientos retóricos que pueden leerse en términos personales y no suelen estar en la confección de los mensajes institucionales.

Pero, hay un posible matiz para no condenar tan prematuramente su trabajo, y que no estaba en las laboriosas e infructuosas justificaciones de Cerruti, en la intrascendencia de Pavlovsky, en el convidado de piedra de Núñez: Adorni perfila estratégicamente al Presidente.

Es el único de todo el gabinete que refuerza, en ausencia, la presencia de Milei y del tono que sólo comunica el primer mandatario en persona, y que es parte central de su imagen positiva. 

Con sus opiniones, exabruptos, equivocaciones y excesos, Adorni confunde su rol con subjetividad, pero también sostiene el mito de este gobierno, que es su no pertenencia a la casta de los enemigos de los hombres de bien.

Le otorga, entonces, estrategia a la comunicación del gobierno, ampliando bases discursivas a la percepción del indignado, al que siente que Milei es ajeno a la política, aunque está en la cima del poder político. Lo vuelve una construcción retórica cuando Milei no está, no puede, o no sabe. 

No es menor y, aunque contradiga algunos cuantos manuales, el Manual Adorni tiene su propia definición de cómo representar, con su voz, la voz del otro.

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