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Déficit de razones

El déficit fiscal, comercial y social tienen una causa en común: el déficit de inversiones reproductivas

Carlos Leyba 14 julio de 2017

Por Carlos Leyba

El orden económico de Occidente tuvo un período de esplendor, luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando se instaló el paradigma del Estado Social o el Estado de Bienestar. Durante los gloriosos treinta (1945/1975), cualesquiera fuera el partido gobernante, lo que orientaba la acción de gobierno, lo que de fallar exigía explicaciones, y lo que ?a la vez? nutría el discurso político, era el pleno empleo en el presente y la procura de una permanente mejora progresiva en la distribución del ingreso.

Más allá de los problemas de, digamos, pérdida de convicción en ese paradigma, por parte de algunos sectores con fuerte influencia en el poder (en el poder hacer), ha ganado terreno una contestación de aquel modo de articulación  social y económica que está gestada al amparo de un proceso muy vigoroso al que reconocemos como “de globalización”.

El paradigma sustituto de los “gloriosos treinta”, que hoy tiene carácter dominante (en el discurso político y en los organismos multilaterales) es el de que la globalización debe preceder al bienestar. No niegan el bienestar como objetivo: el objetivo es la globalización y el bienestar es la consecuencia esperada.

Para atrás

En ese tránsito se desmontan las estructuras que procuraban el pleno empleo y la distribución, y que implicaban trabas a la globalización, a la espera de que los beneficios derivados del nuevo proceso retornaran el empleo y la distribución perdidos.

La política, que se torna hoy en general en una suma de decisiones adaptativas a ese proceso, está dispuesta a pagar los precios destructivos de la globalización porque espera que, finalmente y sin fecha, sea la globalización plena la que produzca el bienestar en el seno de cada Nación. Claro que otra vez es bueno recordar al Maestro, que señalaba que “a largo plazo estaremos todos muertos”.

Este, el de la globalización, es el paradigma del mundo plano en el que todos viviríamos mejor y cada vez de manera más similar. La globalización sería el vehículo de la convergencia en el nivel de vida de los países menos desarrollados hacia el nivel de que disponen, y dispondrán, los de mayor desarrollo.

Hasta aquí los hechos no demuestran que eso haya ocurrido o esté en curso de hacerlo. Más bien lo contrario.

¿Qué vemos?

Largos períodos de desempleo, creciente número de excluidos y fuerte deterioro de la distribución progresiva, acompañados de fenómenos sorprendentes de concentración de la riqueza son característicos en los países más avanzados en los últimos treinta años.

Ante esa proposición adaptativa que podemos llamar como la de la búsqueda, por la vía de la globalización, del mundo plano surgen propuestas estratégicas que podemos llamar esencialmente desvinculantes, que se proponen enfrentar y cerrar toda vía de globalización para garantizar el retorno al Estado de Bienestar perdido. Esos son proyectos de aislamiento como manera de la existencia y los pocos ejemplos que podemos identificar con esa opción no avalan de ninguna manera que, ese camino, pueda ser transitado con beneficios colectivos.

La tercera opción es priorizar el Estado de Bienestar y someter la globalización a esas condiciones previas. Esta es la estrategia de la desvinculación selectiva que incluye, necesariamente, el activismo proinversión por parte del Estado y la meta central del pleno empleo a la que han de subordinarse las demás variables. Este tercer camino, en la práctica y más allá de la retórica, es el que sostienen (de manera obvia) los países que han conservado la parte sustantiva del Estado de Bienestar de posguerra. Sobran ejemplos de esa preservación en economías y sociedades que admiramos.

Es que la fractura entre la realidad y el discurso, que produce enorme confusión, nace del hecho del viejo adagio que sostiene el “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”.

Para ponerlo en términos cotidianos, si en lugar de sólo estudiar las proposiciones teóricas de los centros de difusión académica, nuestros analistas estudiaran la práctica económica de los Estados en los que esos centros académicos operan, los debates de política económica local adquirirían otra densidad. Nuestros traductores, además de textos, traducirían prácticas que sí tienen resultados comprobables.

Dichos y hechos

Dos anécdotas elocuentes al respecto. Primera, en los '90 ? tiempos de apertura local? un funcionario de entonces y académico de la escuela liberal y ortodoxa, en un viaje en funciones a Japón, a su regreso comentaba asombrado el “enorme nivel de protección” imperante en ese país. Los textos no le habían permitido frecuentar la realidad. Segunda, el principal negociador americano del Tratado de Libre Comercio con Chile luego de una exposición entusiasta acerca del camino prometedor del libre comercio fue interpelado con la lectura en alta voz, por parte de uno de los asistentes a la exposición, de la lista interminable de gigantescos subsidios al capital (de hasta el 50%) como estímulo a la inversión en varios Estados. La respuesta fue de una enorme honestidad: “Es cierto, pero los gobernadores de esos Estados no saben nada de economía”.

¿Cómo competir, entonces, cuando los más poderosos se protegen del comercio en aquello que son débiles y estimulan de manera agresiva y “fuera de mercado” la radicación de inversiones?

El primer camino, la apertura dominante, es ?por ejemplo? el que llevó a Estados Unidos a tener el actual balance comercial negativo con China.

El segundo es el de los países que siquiera pudieron construir un Estado de Bienestar.

La tercera es la de la práctica de aquellos a los que les va mejor.

La presencia de Mauricio Macri en el G20 ha meneado esta cuestión y eso nos obliga a discurrir sobre el tema.

Veamos

Después de la cadena de imponentes reacciones ocurridas en los países de desarrollo económico maduro, nadie puede ignorar la importancia de los perdedores urbi et orbi, en número y ubicación respecto del futuro, que ha producido esta etapa del proceso de globalización.

La trifulca con la que fue recibida en Alemania la reunión del G20 es un hecho en sí menor, pero es una reacción que representa la continuidad irracional de una legítima preocupación que no es la de un grupo exaltado de rebeldes.

No debemos olvidar que, en general, la presencia y reacción de los insensatos es la consecuencia de la ausencia e inactividad de los “sensatos”.

En otras palabras. Nadie puede, después del Brexit y del triunfo de Donald Trump, o luego de las manifestaciones de los indignados en Europa continental y de la enorme cantidad de votos colectados por los partidos antiglobalización, desentenderse del  sufrimiento contemporáneo, en términos de inequidad (cuando no pobreza), del presente modo de globalización. Los daños están allí.

Y allí también están los ganadores del proceso, que no son pocos. Y que además disponen, entre ellos, de la gigantesca concentración económica en manos de las corporaciones multinacionales.

Son las corporaciones multinacionales, ese animal relativamente nuevo y muchas veces predador del equilibrio social, las principales fuerzas motoras de la globalización.

Tienen en su poder la materialidad del proceso, la externalización de las cadenas de valor, la ideología de los organismos internacionales,  y también del apoyo condicionado de los centros de investigación y de los medios de comunicación, los  que le rinden sus frutos en el paradigma de la opinión pública. “Haz lo que yo digo?”.

De todos modos, no hay minorías irrelevantes en este estadío de la cuestión. De ambos lados hay fuerzas vivas. El carácter parejo de fuerzas contradictorias hace mas difícil la resolución del debate o la edificación de un consenso amplio acerca del modo en que se ha de organizar el comercio mundial. La parálisis de la OMC también es una consecuencia del desacuerdo.

Tal como esta ocurriendo actualmente este proceso de liberalización del comercio, que es el aspecto de la globalización más controvertido, está a años luz de conformar un progreso colectivo en términos de bienestar y menos aún un “óptimo de Pareto” a nivel mundial.

Los reputados beneficios en disminución de la pobreza, por ejemplo, en China tienen como contrapartida ?más allá de causalidades o conexidad? un crecimiento en la pobreza y en la inequidad en casi todo Occidente incluidos, por cierto, nuestros países latinoamericanos, y los argentinos en particular.

El Estado Social o Estado de Bienestar, en los países en vías de desarrollo como el nuestro, incluyó la transformación de la estructura productiva merced al proceso de industrialización destinado a substituir importaciones, proceso sin el cual ni el pleno empleo ni la redistribución de ingresos, que sí ocurrieron, habría sido imposible.

El inicio del proceso de globalización, en los países que como el nuestro aún no habían completado el proceso de integración productiva, tornó en el proceso de desindustrialización. En eso estamos hace ya cuarenta años y esa es la peor situación para encaminarse a la adopción de un proceso de apertura al modo en el que esta gestión pretende su proceso de “modernización”.

Gobernar

La creciente liberalización comercial generó una regresión distributiva del ingreso ?a nivel nacional e internacional? y siembra conflictividad social. Es lo que nos enseña la teoría del comercio: se puede crecer al amparo de la liberalización pero nada nos dice acerca de cómo se distribuye ese crecimiento.

Aquí y ahora, la pobreza, el incremento de la conflictividad social y el cierre de empresas, exigen una lectura de las acciones de los países exitosos (Corea del Sur, por ejemplo) y, sobretodo, la lectura de nuestra propia realidad.

El déficit fiscal, el comercial y el social tienen una causa en común: el déficit de inversiones reproductivas.

Su reversión exige un programa sistémico de certidumbres y eso requiere una solución política de fondo. No es posible tratar la cuestión de la globalización sin previamente resolver nuestro déficit de razones para invertir.

De eso se trata gobernar.

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