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Una propuesta para combatir las consecuencias económicas del Covid-19 en Argentina

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29 junio de 2020

Por Agustín Mario Autor de “Teoría del Dinero Moderno y Empleador de Última Instancia” @agu_mario

Antes de analizar los efectos del Covid-19 sobre la economía argentina, las respuestas de política (económica) del Gobierno y algunas propuestas para mejorarlas es necesario comenzar haciendo algunas aclaraciones teóricas que suelen ser fácilmente comprendidas por quienes son expuestos a ellas (al punto de parecer obvias), excepto la amplísima mayoría de los economistas.

El Estado define el $ como lo (único) que sirve para pagar impuestos, ni más ni menos que un crédito fiscal.

La obligación impositiva es suficiente para garantizar la demanda de $.

Como es la única fuente de $, el Estado debe gastar antes de que los usuarios de $ puedan pagar el impuesto (no necesita recaudar para poder gastar).

Como no necesita recaudar, tampoco necesita “pedir prestado” (vender bonos) para financiar el gasto.

Lo que es más importante, el Estado no tiene restricciones financieras en $: siempre puede elegir cumplir cualquier obligación denominada en su moneda.

No obstante, el Estado está limitado por lo que es ofrecido a la venta a cambio de $ (también puede haber limitaciones 'autoimpuestas', como por ejemplo un techo de endeudamiento, pero estas no tienen causas económicas).

Como no tiene restricción financiera en $, el Estado debe evaluar las opciones de política por sus efectos: las finanzas (públicas) deben ser funcionales (a los objetivos de política).

El Covid-19 plantea problemas médicos y económicos que, a su vez, se encuentran estrechamente vinculados. La posibilidad de contagiarse (y, eventualmente, morirse) interrumpe la producción: ya sea por la enfermedad y/o la cuarentena, la crisis es inicialmente “de oferta”. Al no producir, las empresas no venden y despiden trabajadores o cierran. Conforme la gente pierde su empleo y/o es obligada a quedarse en casa, su demanda de bienes y servicios cae. De modo que sea por falta de trabajadores y/o demanda, las firmas no venden y sin ventas aumenta el desempleo. A este sombrío panorama hay que agregarle el desplome del crédito: por un lado, nadie pide prestado si no espera vender; por el otro, nadie presta si cree que no le van a poder devolver. No es ninguna novedad que el sector privado -y los bancos en particular- se comportan procíclicamente. Como una parte sustancial de las ventas dependen del crédito, la economía se contrae aún más.

Sólo el Estado puede actuar contracíclicamente y gastar lo suficiente para compensar el ingreso que lo demás sectores no gastan (las ventas que no se realizan) y sostener el nivel de ocupación. La respuesta de política (económica) del Gobierno de Argentina puede analizarse en dos grupos. Antes del Covid-19, prácticamente la totalidad de quienes no pueden y/o no deben trabajar contaban con un ingreso pagado por el Estado: pensiones por discapacidad; asignaciones familiares (y deducciones de Ganancias) para niños y adolescentes; jubilaciones y pensiones varias para adultos mayores.

Para el resto de la población, el Gobierno implementó el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) y el ATP (Asistencia al Trabajo y la Producción). El IFE consiste en un pago mensual de $10.000 por hogar a informales, empleados de casas particulares y monotributistas sociales y de las categorías A y B. En la práctica, incluye a los desempleados (tanto “oficialmente” como “ocultos” en la inactividad, lo que explica en parte la subestimación, al menos inicial, de los potenciales beneficiarios), exceptuando a los que cobran el seguro de desempleo. El ATP consta de dos componentes: pago de parte del salario al sector privado formal (pagando un salario mínimo vital y móvil a quienes ganan hasta dos, y luego en un esquema “progresivo” que paga una proporción menor del salario conforme este se incrementa), así como créditos a tasa cero para monotributistas de la categoría C en adelante y autónomos. Junto a estos programas, debe mencionarse el Potenciar Trabajo, puesto en marcha recientemente por el Ministerio de Desarrollo Social, que reúne a los beneficiarios de Hacemos Futuro y Salario Social Complementario (alrededor de 580.000) en un sólo programa.

Si bien debe destacarse que virtualmente todos quienes no pueden/deben trabajar cuentan con un ingreso, en Argentina existen fuertes asimetrías, como las observadas en los montos de las prestaciones. A modo de ejemplo, mientras en junio la AUH fue de $3.293 y las pensiones (discapacidad y/o vejez) de $11.805, la línea de pobreza del adulto equivalente alcanzó en mayo los $13.942. La línea de pobreza es, por definición, arbitraria pero una vez establecida debería tener un carácter normativo para las prestaciones pagadas por el Estado. En este sentido, el monto del IFE ni siquiera alcanza la línea de pobreza individual y la limitación a una persona por hogar sólo agrava las cosas -ni hablar de que en casi 100 días de cuarentena, recién se está comenzando a pagar por segunda vez-. Tampoco queda claro por qué para el ATP la referencia es el salario mínimo vital y móvil, un monto significativamente mayor al del IFE, lo cual refuerza la desigualdad en la distribución entre trabajadores. Respecto de los créditos a tasa cero, queda por verse qué ocurrirá cuando los endeudados tengan dificultades para devolver los préstamos. Por último, el Potenciar Trabajo, al no tener una inscripción abierta, brindará, en el mejor de los casos, algo más de medio millón de soluciones para varios millones de problemas.

En la actualidad es tan necesario como siempre que el Estado actúe como Empleador de Última Instancia (ELR) ofreciendo un empleo a todo aquél que pueda y quiera trabajar. La economía operaría permanentemente con pleno empleo y desaparecería la necesidad del seguro de desempleo, el IFE y otros. De todos modos, el programa debería complementarse con un ingreso (no menor a la línea de pobreza) para los que no pueden/deben trabajar. A diferencia de la situación actual, el salario mínimo efectivo sería positivo. Lo que es más importante, el programa permitiría que el sector público opere contracíclicamente, aumentando el tamaño del programa (y el gasto público) en las recesiones, y viceversa.

El desempleo es evidencia de que el déficit público es demasiado chico: el Gobierno puede aumentar el déficit hasta satisfacer el deseo de ahorro privado (aprovechar el “espacio fiscal”). El ELR aumenta el déficit sólo hasta eliminar el desempleo y, en este sentido, el déficit es “determinado por el mercado” (por el deseo de ahorro de $ al salario fijado por el Gobierno). El salario del programa define el valor del $, que es estable en “trabajo ELR”.

Hoy, queda claro que hay actividades de utilidad pública (aunque no sean “rentables”): la más obvia -aunque no la única- es quedarse en casa. En la medida que se vaya relajando el aislamiento (o fuera del AMBA ya mismo), los trabajadores del programa podrían dedicarse a satisfacer el sinfín de necesidades insatisfechas en nuestro país, muchas de las cuales han sido puestas en evidencia por la pandemia, desde rastreo y testeo, cuidados personales o de salud, entre otros, como ejemplos obvios.

Al imponer una obligación impositiva, el Estado crea desempleo: personas dispuestas a vender trabajo a cambio de $ para poder pagar el impuesto. A menos que el desempleo cumpla algún rol, es irracional que el Estado no gaste lo suficiente para eliminar el desempleo. Hay sólo dos opciones de política (mutuamente excluyentes y colectivamente exhaustivas): continuar con un ejército de reserva de desempleados o utilizar un ejército de reserva de empleados que sirvan al bien público.

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