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La furia popular golpeó esta vez a Sergio Berni

Tras el cruel asesinato de un chofer en La Matanza, colectiveros indignados descargaron una lluvia de puñetazos sobre el responsable de la seguridad provincial. La sociedad duda que el Estado quiera o pueda evitar y reprimir el delito. El punto más bajo de confianza.

La furia popular golpeó esta vez a Sergio Berni
Oscar Muiño 04 abril de 2023

"La inseguridad desata una rebelión popular contra el fracaso estatal". Tres semanas atrás desde estas páginas de El Economista advertimos la profundidad de la crisis de seguridad. Y su consecuencia: la creciente indignación por el incumplimiento de una función básica del Estado.
 
El asesinato de un colectivero en una calle de  La Matanza desencadenó una huelga del transporte público en el Oeste y un ataque a puñetazos contra Sergio Berni.

La calle de los colectiveros

Es reprobable, sin duda, la agresión contra el secretario de Seguridad bonaerense. Esta obviedad no exculpa a Berni de sus propias fallas. En primerísimo lugar, porque la inseguridad del conurbano es de su directa competencia y existe la percepción que la intensa actividad de Berni ante las cámaras no se extiende a los resultados de su gestión ni a la eficacia de sus subordinados.

Berni también es corresponsable por sus incesantes contrapuntos con otras jurisdicciones. La falta de cooperación y articulación entre las fuerzas de seguridad federales y provinciales clama al cielo. Es un problema antiguo y no se limita a la seguridad.

Acabo de conocer el informe sobre la Guerra de Malvinas del almirante norteamericano de cuatro estrellas Harry Train, quien en 1982 era comandante en jefe de la Flota del Atlántico de los Estados Unidos y también comandante supremo de la OTAN en el Atlántico. El informe -notable por su profesionalidad - exhibe cómo distintos estamentos militares argentinos se escamoteaban información relevante, datos que deberían haber estado a disposición para la toma de decisiones (Boletín del Centro Naval N.º 748).

La golpiza a Berni exhibe una disolución de respeto social mínimo a quienes ejercen funciones relevantes. El mismo Berni ha sembrado descrédito hacia la autoridad con sus despectivas palabras hacia el presidente de la República. Desprestigiar al presidente de la República, que es el primer magistrado, abre el camino para el menoscabo del resto del aparato estatal.

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Por último, la incontinencia verbal de Berni derrapa a veces en violencia verbal. Y la violencia verbal no es inocente; una de sus consecuencias habituales consiste en escalar a violencia física.

¿Por qué y para qué fue atacado Berni? Lamentablemente se extiende la idea de que sólo la queja airada, la protesta física, el hacerse sentir, puede conmover de algún modo a un Estado indiferente al sufrimiento de sus ciudadanos.

Ningún trabajador puede jactarse de conocer la calle tanto como el colectivero. Con tal experiencia los colectiveros encabezan cierta percepción popular alarmante: que las policías -locales y nacional - saben lo que ocurre.

Que conocen los lugares de riesgo, los aguantaderos, los espacios de transa. Si fuera cierto, no serían fuerzas de seguridad ineficaces sino actoras de conductas que van desde una inacción llamativa en el mejor de los casos, a una tolerancia sospechosa o -peor aún- una complicidad explícita.

Dicho esto, la solución no es policía en el colectivo. Si el operativo fuere perfecto, los delincuentes reemplazarán el ataque a colectivos por ómnibus de larga distancia, camiones, los taxis, autos privados, casas, departamentos...

La única solución duradera consiste en comenzar a retomar el control estatal sobre el espacio público: las avenidas, las calles, los barrios.

Como escribimos hace tres semanas, "los ataques directos - la destrucción de un supuesto bunker narco en Rosario, o el  furioso asalto contra una comisaría en Villa Madero, de La Matanza - exhiben la desesperación de anchas franjas de la sociedad por el incumplimiento de una de las tareas fundacionales de todo Estado: proteger a sus habitantes del bandidaje".

Decíamos entonces y vale repetirlo que "los conurbanos y muchos barrios populares no sólo sufren asaltos sino una masiva, virtual prisión domiciliaria desde la caída del sol hasta el amanecer.  La perpetua amenaza de delincuentes que se apropian del espacio público ante la parálisis -por falta de instrucciones, desidia o complicidad - de las fuerzas de seguridad. Contrariamente a cierto discursillo libertario, el problema no surge del exceso de Estado sino de su ausencia en  garantizar a los ciudadanos la protección mínima indispensable".

¿Quiénes son las víctimas? Sobre todo los de menos recursos. En la sociedad privatizada los sectores opulentos pagan seguridad privada para mantener a raya el delito. A medida que disminuye el poder adquisitivo, la ausencia de recursos deja librado el espacio público a la violencia delictiva.

Antes no parecía lo mismo. Algunos recuerdan aquel intendente de Morón, el locutor Juan Carlos Rousselot, que había promovido la formación de "vigías", patrullas de vecinos para detectar amenazas en el barrio.

Un intendente de La Matanza, Héctor Cozzi, quiso implementar, también, un grupo de vigilancia propio hace ya un cuarto de siglo. En las postrimerías del siglo veinte que albergaron esas intentonas, ni la sociedad ni la política acompañaron esos intentos de sustituir a los organismos específicos del Estado. Ambos intendentes fueron suspendidos en sus cargos.

Hoy mucho ha cambiado. Si el Estado no soluciona con sus propias estructuras e instrumentos el problema de la inseguridad, lo enfrentarán sectores de la sociedad sin formación ni profesionalismo.

La acción desalmada de los delincuentes, además, va quitando espacio a los defensores del derecho penal liberal. En la medida que el delito no es prevenido, ni reprimido, ni castigados muchos de sus autores, la sociedad se va corriendo, cada vez más, hacia acciones de violencia equivalente. El ojo por ojo se disemina y las posibilidades de una represión legal por vía jurídica irá angostándose. El riesgo de llevar la sociedad a la desesperación implica abrir el camino a intentos desmesurados.

Sólo un acuerdo político masivo y explícito obligará a las fuerzas policiales a sacudir silencios, complicidades y confusión. Una acción coordinada entre todas las fuerzas de seguridad, y de una política de Estado desde el Congreso, los Ejecutivos nacional y provinciales, y leyes claras para los tribunales penales.

El nudo debe empezar a desatarse desde la política. Halcones y palomas del Frente de Todos y de Juntos por el Cambio debieran tomar nota que ninguna política - fuere garantista o de mano dura - tendrá posibilidad de éxito mientras otro sector potente de la política de abrigo a una postura inversa. Si alguien festeja la desventura ajena, nadie tendrá chance de encarrilar ni la seguridad, ni ninguno de los temas sustantivos que afligen a Argentina.

El fracaso del Otro hoy será el fracaso propio mañana.

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