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Día de la Industria II

¿Y las instituciones?

10 septiembre de 2013

(Columna de Silvana Melitsko, economista de la Fundación Pensar)

Cuenta el historiador Felipe Pigna que la “primera exportación argentina” de la cual se tiene registro, fechada el dos de septiembre de 1587, había involucrado el contrabando a Brasil de plata proveniente del Potosí oculta entre tejidos y bolsas de harina producidas en Santiago del Estero. En conmemoración de este evento todos los 2 de septiembre se celebra, desde 1941, el Día de la Industria. Este año el leit motiv del mitín fue la competitividad. Acorde con las circunstancias que rodean el origen de la celebración, la calidad institucional y el respeto por las leyes quedaron afuera de la agenda.

Para ser justos, casi todo lo que se dijo en el acto realizado en la sede la Unión Industrial Argentina (UIA) estuvo muy bien. Es más que razonable reclamar que se devuelva con premura el IVA y los reintegros a las exportaciones, que constituyen “capital de trabajo” para “pymes exportadoras”. Se justifica con creces el lamento por una presión impositiva galopante, acompañada por la alarmante suba de impuestos altamente distorsivos como ingresos brutos, cuya estructura piramidal atenta contra los más elementales principios de la buena tributación. Tampoco parece razonable paralizar el proceso productivo de las empresas demorando la aprobación de Declaraciones Juradas Anticipadas de Importación (DJAI) para insumos industriales esenciales. Es compartido el énfasis puesto durante el evento en que hay múltiples factores que inciden en la competitividad, además del tipo de cambio, como la infraestructura, los costos logísticos, la estructura impositiva, la legislación laboral y, en última instancia, la productividad. En este contexto, son más que bien venidos los programas de incentivos a la investigación y desarrollo del sector privado y de apoyo a las pymes presentados cerca del cierre.

¿Y las instituciones?

Dice el refrán que muchas veces “lo urgente no deja tiempo para lo importante”. Tal vez eso explique la escasa preocupación que despierta en la cúpula industrial la calidad institucional. Pero si a la hora de buscar soluciones a los problemas que aquejan a la industria y a su empresariado ignoramos la importancia de factores tales como la baja calidad de las políticas públicas y la alta tolerancia al avasallamiento de las instituciones, las soluciones que se propongan sólo mejorarán temporariamente la situación de unos pocos. Para colocarnos en una senda de crecimiento sostenido e inclusivo de largo plazo necesitamos ir al origen de los problemas.

El punto principal que busca hacer esta nota es subrayar la vinculación entre el deterioro institucional ocurrido a lo largo de la “década ganada” y los innumerables reclamos hechos por los industriales en la última celebración por el Día de la Industria. Si se hubiera invertido adecuadamente en mejorar la calidad y la cantidad de la infraestructura, por caso, podríamos haber reducido los costos logísticos de manera significativa. Y si realmente contamos con uno de los mayores reservorios de hidrocarburos no convencionales del mundo, no sería descabellado pensar en una Argentina “potencia energética”.

En lugar de eso, escuchamos sentidos lamentos por la pérdida del autoabastecimiento y los perjuicios que acarrean los cortes de gas a la industria. No se logró avanzar, o se retrocedió, en materia de infraestructura energética y de transporte, por el destino que la coalición gobernante otorgó al creciente gasto público durante los últimos diez años. Se desperdiciaron recursos cuantiosos, o se los canalizó exclusivamente hacia programas de alto rédito electoral y visibilidad, relegando a un segundo plano cuestiones clave para el futuro. Y peor aún, se delegó el manejo de recursos escasos en comparación con las necesidades en funcionarios que carecían de antecedentes y estatura moral, como el ex secretario de Transporte, Ricardo Jaime.

Se confió, además, en que la adquisición del 25% de las acciones de YPF por parte de un grupo empresario “nacional y popular” que no tenía ni recursos financieros suficientes ni experiencia en el sector resolvería una crisis energética incipiente. Los resultados están a la vista. Sería de una ingenuidad extrema esperar que la administración que nos metió en este entuerto nos saque del mismo a través de acuerdos que, por alguna razón, no salen a la luz de la opinión pública.

Con respecto a las cuestiones tributarias, cualquier reforma que apunte a lograr un régimen menos distorsivo es políticamente inviable sin negociar un esquema de coparticipación de impuestos más justo y equitativo. Pero eso implica hacer (y negociar) políticas con un grado de institucionalidad que incomoda a la dirigencia actual, que prefiere tener de rehenes a intendentes y gobernadores con el esquema actual. Y en lo que concierne a promover la investigación y desarrollo del sector privado, cabe señalar que inversiones riesgosas y de largo plazo exigen, antes que nada, un marco económico y jurídico estable y previsible.

Dejamos, para lo último, pero no menos importante, el incalculable impacto directo e indirecto de la intervención del Indec. La pérdida de credibilidad en el exterior, la imposibilidad de acceder a crédito a tasas accesibles y de encarar un plan antiinflacionario exitoso en estas condiciones atentan contra la competitividad en todas sus acepciones. Llevaría mucho más espacio que el vertido habitualmente en esta columna hacer un análisis exhaustivo de todos y cada uno de los reclamos industriales, y mostrar cómo sus orígenes se vinculan, aunque sea parcialmente, a cuestiones institucionales.

Lo importante es subrayar que las instituciones influyen de manera sustantiva, para bien o para mal, en la competitividad de un país y de las empresas que operan en él. Mejores instituciones requieren una burocracia estatal profesionalizada, y una dirigencia con visión de largo plazo y estatura moral. Esto debería ser una cuestión prioritaria en cualquier agenda de desarrollo de largo plazo.

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