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El futuro de Argentina, cajoneado en el Senado

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09 septiembre de 2020

Por Augusto Salvatto (*)

Argentina tiene una relación conflictiva con el futuro. Desde hace años, la dirigencia política se obsesiona por dedicar el presente a dar batallas del pasado. Hemos hecho de la urgencia un estilo de vida, y nuestra sociedad ha tendido a concentrarse en la coyuntura más inmediata, resignando el futuro, como algo que les toca a otros. Pero paradójicamente, las urgencias suelen resolverse con mirada de largo plazo.

Desde hace ya dos meses, el Proyecto de Ley de Economía del Conocimiento se encuentra cajoneado en el Senado. Según fuentes del oficialismo, por orden expresa de la Presidenta de dicha institución, Cristina Fernandez de Kirchner.

¿El motivo? “La normativa beneficiaría a MercadoLibre”, la compañía argentina que llegó a ser la más grande de América Latina, emplea a más de 10.000 personas en la región, y tiene 2.700 diferentes oficinas en todo el país. Pecado.

Economía del conocimiento: el futuro

La disputa política de Cristina Fernández con Marcos Galperín, el fundador de MercadoLibre, no tiene en cuenta que la normativa en discusión beneficiaría a más de 11.000 empresas, en su mayoría Pymes, muchas de las cuales viven de prestar y utilizar servicios de las grandes empresas tecnológicas, como MercadoLibre, Microsoft, Google, o Amazon, entre otras.

Al mismo tiempo, la industria, que ya es el tercer complejo exportador de nuestro país, promete crear 250.000 nuevos puestos de trabajo y exportar US$ 15.000 millones para 2030. El futuro.

Pero las trabas a la ley de Economía del Conocimiento, cuya aplicación fue suspendida unilateralmente por el Poder Ejecutivo en diciembre de 2019, no son el único problema que sufre hoy la industria tecnológica. La enorme brecha cambiaria que complica la contratación y exportación de servicios en el exterior se suma a la incertidumbre provocada por la embestida de la IGJ a las SAS, y el congelamiento de los precios de internet.

El poder sultánico: el pasado

El sociólogo alemán Max Weber definió el sultanismo como una de las formas premodernas de ejercer el poder. En ella, la característica central, es que la administración pública es usada como un instrumento personal del líder. En esta forma de gobierno, la voluntad de quien ejerce el poder está por encima de cualquier institución o normativa.

En democracia, por el contrario, los funcionarios públicos no son más que inquilinos temporarios en las instituciones, que representan la voluntad ajena y no la propia. Y si bien no es un arreglo institucional perfecto, es el único que garantiza que exista una representación de intereses, más allá de la simpatía del Sultán.

En nuestro país, sin embargo, las formas arcaicas de ejercer el poder son la causa fundamental de que sigamos postergando el futuro.

(*) Politólogo y especialista en Economía del Conocimiento

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