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La tasa de pobreza y Economista la inversión en CyT

29 diciembre de 2016

por Daniel Schteingart (*)

“Ningún país con 30% de pobres puede aumentar sus investigadores”, dijo Lino Barañao a comienzos de diciembre, a causa de los recortes en los ingresos a la carrera en el Conicet. La afirmación es errónea tanto teórica como empíricamente.

En primer lugar, el enunciado supone que primero debemos llegar a la pobreza cero (o por lo menos, bien abajo del actual 32,2%) para aumentar los fondos en ciencia y tecnología. Si eso es así, entonces la ciencia no sirve para nada (y no se entendería por qué Barañao dirige una cartera ministerial cuyo aporte al desarrollo del país es secundario). En todo caso, si recién podemos aumentar investigadores cuando erradicamos la pobreza, la ciencia sólo serviría para la “realización espiritual” de la vocación del investigador.

Más de 200 años de historia moderna demuestran que la causalidad es más bien la inversa: la ciencia y la tecnología han sido herramientas indispensables para la baja de la pobreza en el mundo (según el sitio “Our World in Data”, la pobreza absoluta ?US$ 1,9 por día a PPA? bajó del 94% en 1820 al 10% en 2015), la disminución de la mortalidad infantil, la prolongación de la vida de las personas y la mejora del bienestar en general. Tenemos que remontarnos a por lo menos el Siglo XVIII si tenemos que discutir la importancia de la ciencia para mejorar la calidad de vida de la humanidad.

Segundo, Barañao fue ministro durante los ocho años anteriores, fue uno de los responsables del Plan Argentina Innovadora 2020 (que estipula un crecimiento del 10% anual en el staff de investigadores del país) y durante su gestión previa el Conicet pasó de incorporar 440 científicos (en 2008, cuando la pobreza era del 37%) a 943 en 2015. La suba fue gradual año a año, de modo que no es cierto que en 2015 se produjo una “explosión electoralista” de los ingresos al Conicet. Es más, en 2014 los ingresos fueron todavía mayores ?957?. De tal modo, de los dichos de Barañao pueden derivarse dos cosas: a) está impugnando su propia gestión entre 2007-2015, o b) la pobreza subió del 0% al 30% en un año (el análisis de datos de Indec muestra que la pobreza pasó del 28% en noviembre de 2015 al 32% en el segundo trimestre de 2016, vale aclarar).

¿Y el mundo?

La comparación en términos internacionales vuelve a dar la espalda a Barañao. China es hoy el país más dinámico del mundo en términos no solo económicos sino también tecnológicos, pero todavía más pobre que Argentina. Si tomamos la exigencia monetaria de la canasta del INDEC actual, China en 2013 tuvo 65% de pobres (según PovCalNet ? Banco Mundial), pero sin embargo 52% más de investigadores per capita, según OCDEStat. Que China esté achicando las brechas tecnológicas con el mundo desarrollado no es arte de magia, sino producto ?en buena medida? de una inversión de largo plazo en ciencia y tecnología (vale remarcar que en 1995 la pobreza en China según la exigencia monetaria del INDEC actual era del 98%).

Podrá criticarse la comparación con China, por tratarse del país más poblado del mundo. Busquemos entonces otro ejemplo: Australia, el país preferido de comparación del liberalismo argentino. En 1968, Australia era tan rica como Argentina hoy (su PIB per capita estaba en torno a los 11.000 dólares de 1990, según la base de datos creada por el prestigiosísimo historiador económico Angus Maddison). Sin embargo, tenía el doble de investigadores per capita (3.485 por millón de habitantes, contra 1.781, según datos de OCDEStat) de los que hoy tiene Argentina. Hoy Australia se encuentra en torno a los 6.600 investigadores por millón de habitantes, esto es, casi el cuádruple de los guarismos argentinos.

Pocas variables dan una correlación tan alta con el desarrollo económico como los gastos (mejor dicho, inversión) en ciencia y tecnología. Por ello, la frase de Nehru, ex primer ministro de la India de fines de los '40 y principios de los '50, es tan ilustrativa: “La India es un país lo suficientemente pobre como para darse el lujo de no tener ciencia”. En Argentina, la ciencia puede contribuir al aumento de la productividad del tejido productivo (por ejemplo, por la vía de mejoras tecnológicas en fertilizantes o semillas), con empleo nacional que mueve la rueda del consumo (y por ende de las empresas, que al vender más, contratan más empleo, el cual vuelve a mover la rueda del consumo). La mejora de la productividad del tejido productivo, vía ciencia y tecnología, permite al país ser más competitivo y depender menos de las regresivas devaluaciones del tipo de cambio para competir afuera. Para poner un ejemplo concreto, entre cientos: uno de los investigadores recomendados para ingresar a la carrera, pero expulsado por el recorte, es Horacio Bonazza, doctor en química y cuyo tema de estudio versa en cómo obtener biocombustibles de aceites vegetales.

Asimismo, disponer del conocimiento científico y tecnológico es una figurita difícil en el mundo de hoy (y de ayer también). Los países que más dominan la ciencia y la tecnología son los desarrollados, con Estados Unidos, Japón y los europeos a la cabeza (y China asomando). Ello es fácilmente comprobable si vemos datos como gasto en investigación y desarrollo (I+D), stock de investigadores o patentes. Al ser una figurita difícil, la competencia en las actividades intensivas en conocimiento es mucho menor que en el resto; ello permite generar rentas extraordinarias. No es casualidad que un empleado del departamento de I+D de Apple en California gane 40 veces más que un ensamblador de un iPhone en Vietnam. Si resignamos la ciencia y la tecnología como palancas cruciales del desarrollo económico, tendremos una estructura productiva baja y venderemos al mundo cosas baratas hechas a base de bajos salarios (o dotaciones naturales) e importaremos caro bienes y servicios de alta productividad producidos con elevados salarios.

(*) Magister en sociología económica en IDAES-UNSAM, profesor universitario en UNQ y becario doctoral del Conicet

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