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Afganistán: triunfo militar talibán con dudas sobre la capacidad para gobernar

El talibán enfrenta numerosos desafíos. Desde la amenaza terrorista de EI, la situación social, el exilio y la emigración de los sectores más preparados y el aislamiento internacional

Afganistán: triunfo militar talibán con dudas sobre la capacidad para gobernar
Luis Domenianni 15 noviembre de 2021

La guerra. Siempre la guerra. Hace ya 43 años que Afganistán no conoce momentos de paz. Sin combatientes que ocupen zonas del país. Sin terroristas que lleven a cabo atentados. Durante ese lapso, la mayor parte del tiempo transcurrió con tropas extranjeras presentes en el territorio.

El último hecho trascendental para un país en guerra permanente fue la ocupación con tácticas del tipo “blietzkrieg” -guerra relámpago-, propia de las ofensivas alemanas en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, de la totalidad del territorio por parte de los yihadistas talibanes, quienes tomaron el poder tras la captura de la capital Kabul, el 17 de agosto.

Antes de la partida de los contingentes militares extranjeros, en particular de Estados Unidos, el Ejército afgano literalmente se derrumbó. No demostró ni la más mínima voluntad de combate. Las deserciones estuvieron a la orden del día. En consecuencia, las principales ciudades del país cayeron, una tras otra, en poder de los talibanes.

De nada sirvieron los miles de millones de dólares invertidos en la formación del ahora desaparecido Ejército afgano por parte de los países occidentales. De nada sirvió el entrenamiento por parte de instructores militares extranjeros. En quince días, todo terminó. Los talibanes tomaron el poder y el presidente Ashraf Ghani huyó del país.

La reacción de los civiles, que pudieron hacerlo, fue abandonar el país. Y entre quienes se quedaron, están aquellos que consideran que sus vidas corren peligro por sus opiniones o porque colaboraron con las tropas extranjeras. 

No obstante, no fueron pocos los afganos que sintieron alivio. Es que imaginaron que con la victoria quedaba abierta la posibilidad de una pacificación de la mano de los para nada pacíficos, y mucho menos tolerantes, triunfantes talibanes.

Pues bien, el alivio duró poco. Muy poco. El 26 de agosto, nueve días después de la victoria talibán, un atentado suicida provocó la muerte de 182 personas, entre ellos 13 soldados norteamericanos, prestos a ser evacuados, en las cercanías del aeropuerto de Kabul.

Días después, las mezquitas shiítas de las ciudades de Kunduz y de Kandahar fueron objeto de sendos ataques que provocaron la muerte de numerosos fieles, miembros de la etnia hazara, la tercera más numerosa del país.

El 2 de noviembre, un atentado suicida junto con un ataque con armas largas contra un hospital de Kabul dejó un saldo de 25 muertos y decenas de heridos por el enfrentamiento entre los atacantes y la guardia talibán que fue sorprendida. 

Durante el ataque para recuperar el hospital, resultó muerto el jefe militar talibán de Kabul, Hamdullah Mokhlis, miembro de la red Haqqani, considerada terrorista por los Estados Unidos debido a su proximidad con Al Qaeda.

La relación de Al Qaeda con los talibanes en esta nueva etapa es, de momento, un misterio, si bien la proximidad entre la organización terrorista y los talibanes fue manifiesta durante el pasado, es nebulosa en la actualidad. 

No así, en cambio, la enemistad entre los talibanes y la otra vertiente del terrorismo yihadista: Estado Islámico. Los ataques y atentados mencionados son obra de su brazo regional Estado Islámico en el Korasán (EI-K).

El EI-K se ha convertido en el enemigo principal de los talibanes. Se trata, en realidad, de una lucha por el poder entre dos organizaciones terroristas enemigas, cuya razón de ser es la pretensión de la formación de un emirato supranacional por parte de Estado Islámico, frente a la caracterización nacional de los talibanes. 

La consecuencia es una población civil afgana que ve comenzar un nuevo ciclo de guerra mientras la tenue esperanza de una pacificación con el triunfo talibán pasa al olvido. Para los talibanes, el EI-K representa todo un desafío que deberán intentar neutralizar rápidamente so riesgo de aparecer como incapaces de asegurar una estabilización política en el país.

La interna talibán

Dicho desafío no es el único. Si durante la lucha armada frente al Ejército afgano y frente a las tropas extranjeras, la unidad interna talibán fue casi monolítica, de aquí en más no lo es. Ahora, es el momento de la “interna”. Esa interna que protagoniza en particular la denominada “red Haqqani” frente a los históricos del movimiento.

La escena actual se desarrolló en el hotel Intercontinental. Allí, en enero de 2018, miembros de la red Haqqani tomaron por asalto el establecimiento, asesinaron 40 personas, entre ellos 14 extranjeros, y capturaron cientos de rehenes. Ahora, 34 meses después, se trató de un acto formal presidido por ministro del Interior talibán, y jefe actual del clan, Sirajuddin Haqqani.

La elección del lugar no fue casual, mucho menos a la luz del tenor del acto. Es que el ministro Haqqani subió a la tribuna e hizo el elogio de los suicidas que perpetraron atentados terroristas contra el antiguo régimen y contra las fuerzas extranjeras.

No fue permitida la presencia de periodistas. Solo los familiares de los suicidas a quienes Haqqani prometió una futura entrega de tierras, de vestimentas y 100 euros por familia.

El ministro no fue fotografiado, ni filmado, casi como un preanuncio de un eventual pase a la clandestinidad, si la interna se agudiza. La información fue suministrada por su portavoz quién puso en boca de Haqqani un compromiso de no traicionar el “legado” de los suicidas y atribuyó el triunfo de los islámicos a la “sangre de los mártires”.

Sin duda, lo último que las cancillerías y los servicios de inteligencia occidental hubiesen deseado escuchar. Las fotos publicadas sobre la reunión muestran, “por razones de seguridad” el rosto difuso de un protagonista: el de Sirajuddin Haqqani.

¿Cuánto poder detentan los Haqqani? Además de Sirajuddin en el Ministerio del Interior, su tío Khalil Haqqani es Ministro de Refugiados. El joven hermano de Sirajuddin, Annas Haqqani, fue el primer talibán en entrar a Kabul para negociar la transferencia del gobierno con las autoridades anteriores que permanecieron en el país.

Hay más. Najibullah Haqqani es ministro de Comunicación. Abdul Haqqani, de Enseñanza Superior. Muchos otros ocupan puestos entre las segundas y terceras líneas del nuevo gobierno.

Los Haqqani marginalizaron del poder a su rival, el mollah Baradar, cofundador del movimiento con el fallecido mollah Omar y jefe de la delegación talibán que firmó en Doha, Catar, el 29 de febrero de 2020, el acuerdo de paz con la administración norteamericana del expresidente Donald Trump.

Para el lugar de primer ministro, las maniobras y presiones del clan Haqqani obtuvieron que el nombramiento recayese en el desdibujado Mohammad Hassan Akhund, un hombre sin poder real dentro de la estructura talibán. El mollah Baradar quedó como adjunto del primer ministro con escasas atribuciones.

Hoy, el poder es de los Haqqani. Es decir, de la rama militar del movimiento talibán en detrimento del sector político que encabeza Baradar. O sea, de los enemigos manifiestos de Occidente, para nada comprometidos en la vigencia de los derechos humanos y resueltos partidarios del rol secundario atribuido a las mujeres.

El poder Haqqani

Sirajuddin Haqqani es fuente de inquietud para los servicios de inteligencia occidentales. Se trata de un hombre educado, que habla inglés que está ligado desde hace largo tiempo con los poderosísimos servicios secretos pakistaníes, conocidos como ISI, Inter-Services Intelligency.

No son pocos los analistas que lo consideran como el verdadero jefe del movimiento talibán, al punto que le asignan al líder supremo religioso, el mollah Haibatullah Akhundzada, una dependencia total del ministro del Interior. Para Akhundzada solo queda reservada una mera función religiosa sin derecho a inmiscuirse en política.

Hace medio siglo, los Haqqani formaban una red yihadista tribal que luchó contra los invasores soviéticos y que pasó a convertirse, años después, en la red terrorista más potente del Asia del Sur. Pueblan un territorio a caballo entre Afganistán y Pakistán, entre la ciudad de Khost del lado afgano y la de Miranshah, del lado pakistaní. 

Fue esa ubicación geográfica y el sentido práctico de su jefe Jalaluddin Haqqani, muerto en 2018, los elementos que permitieron el desarrollo político del clan tribal. Es que más del 60% de la ayuda occidental para la lucha contra los soviéticos entre 1979 y 1989 transitó por los territorios de los Haqqani.

Dicha ruta alimentó a posteriori todos los conflictos que se desarrollaron en Afganistán. Desde la guerra civil entre 1992 y 1996 que finalizó con el primer triunfo talibán hasta los combates contra las tropas norteamericanas y sus aliados entre el 2002 y la actualidad. La presencia en el territorio fue, además, la razón de la alianza con el Inter-Services Intelligence (ISI) pakistaní.

Los Haqqani siempre se resguardaron de participar en atentados o ataque contra objetivos occidentales fuera del territorio afgano. Sí, en cambio, hospedaron a las filiales yihadistas, habitualmente financiadas por fondos provenientes de los países del Golfo Pérsico.

La relación entre la, por aquel entonces, principal organización yihadista Al Qaeda y la red Haqqani fue tan estrecha que el propio Osama Bin Laden llegó a respaldarse en el clan Haqqani frente a las tentativas del mollah Omar, el jefe talibán, de restringir la libertad de acción del fundador de Al Qaeda durante los años 2000.

Con las desapariciones físicas del mollah Omar y de Jalaluddin Haqqani, su hijo y heredero, el actual ministro del Interior, Sirajuddin Haqqani, supo evitar los conflictos “fratricidas” entre los dirigentes islamistas. Su éxito fue la causa de su ascenso como jefe militar supremo y como segundo en la jerarquía talibán.

A tal punto, que trastocó una tradición invariable: la de la jefatura del movimiento por parte de los pashtunes (la etnia mayoritaria del país) sureños, en particular de la región de Kandahar, la segunda ciudad del país por número de habitantes. Con los Haqqani, también integrantes de la etnia pashtún, el eje se trasladó al noreste, a la frontera con Pakistán.

El financiamiento y la ayuda

Desde la caída del anterior gobierno talibán en 2001 transcurrieron 20 años de combates. Dos décadas durante las cuales el número de efectivos talibanes osciló -según estimaciones serias- entre un mínimo de 11.000 combatientes en 2008 hasta un máximo de 200.000 en la actualidad.

Alimentar, armar, entrenar y mantener a las familias durante 20 años, no son tareas que queden resueltas por la mera voluntad. Hace falta dinero. Mucho dinero. Más aún si, además, se trata de financiar el funcionamiento de las escuelas coránicas, fuente principal de reclutamiento. Al respecto, conviene recordar que talibán se traduce por “estudiante”.

Las fuentes de financiamiento para semejante despliegue son cuatro. Sin un orden de cuantía, imposible de establecer, los recursos provienen de los aportes de las tribus pashtún, de los fondos provenientes de sectores fundamentalistas de los países del Golfo Pérsico, del ISI pakistaní y del cultivo de la adormidera.

Este último representa una fuente de autonomía financiera. Es a partir de su flor rosada que es producido el opio, materia prima para la morfina, legal, y la heroína, ilegal. Para dimensionar la cuestión, el precio de la heroína puesta en las fronteras afganas equivale a mil veces -1.000- el valor de la adormidera recién cosechada.

Para los talibán -al igual que para el gobierno depuesto- las áreas ocupadas que cultivan adormidera generan impuestos sobre la producción, tasas sobre el transporte y sobre los productos importados por los laboratorios, derechos de aduana. El negocio narcotraficante en Afganistán representa, según los años y los precios, entre US$ 1.200 y US$ 2.500 millones.

Con los talibanes ya en el poder, en 1996, dos circunstancias determinaron la casi desaparición del cultivo. Por un lado, la necesidad del régimen de evitar un aislamiento total de la comunidad internacional. Por el otro, una sequía de extrema gravedad. Ambas causas dieron origen a la decisión talibán de prohibir el cultivo que se redujo, entonces, en un 99 por ciento.

Pero tras el ataque a las Torres Gemelas de 2001 y la consecuente caída del gobierno talibán, el cultivo recuperó envión. Actualmente, Afganistán produce el 84 por ciento del opio que se consume en el mundo.

En 2020, la producción creció 37% y el área sembrada totalizó 224.000 hectáreas de cultivo. El total, estimado para dicho año, alcanzó unas 6.300 toneladas. El cultivo emplea, de manera directa e indirecta, unos 3,3 millones de afganos. Semejante fuente de ingresos modificó por completo la otrora intransigencia talibán frente a la droga.

Narcotráfico, derechos humanos, etnias, religión, situación de las mujeres, la administración talibán padece un aislamiento internacional que ni siquiera Rusia o China, en su enfrentamiento con Estados Unidos y Occidente, rompen.

Dicho aislamiento tiene consecuencias prácticas. Por ejemplo, el congelamiento de los fondos del Banco Central de Afganistán ?US$ 10.000 millones- que están depositados en instituciones bancarias norteamericanas y europeas.

De momento, las definiciones de los talibanes no pasan de la enumeración de buenas intenciones, sin tomar ningún compromiso serio en las distintas materias sobre las que el mundo desconfía de la predisposición del gobierno fundamentalista islámico.

Los nuevos amos de Afganistán reclaman ayuda internacional para hacer frente a la amenaza de hambruna que pende sobre un cuarto de su población. La Unión Europea comprometió, al respecto, US$ 1.000 millones. China solo US$ 19 millones. Difícilmente logren más.

El Gobierno talibán enfrenta así numerosos desafíos existenciales. Desde la amenaza terrorista de Estado Islámico, la situación social en deterioro precipitado, el exilio y la emigración de los sectores más preparados y el aislamiento internacional. Y debe dar respuesta.

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