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IPC de octubre: 3,8% y alerta naranja

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Héctor Rubini 13 noviembre de 2020

Por Héctor Rubini (*)

El Indec informó que la inflación de octubre fue de 3,8%. Es el registro mensual más alto del año y de toda la gestión de la actual administración. El registro más cercano que supera al de octubre es el de noviembre del año pasado, con una inflación de 4,3%.

Si se deja de lado el violento impacto de las cuarentenas sobre la demanda agregada y la actividad económica en los meses de abril y mayo, el sendero de suba de precios muestra una paulatina pero inequívoca aceleración. Más lenta que lo que sugiere el “bombazo” de emisión monetaria y de pasivos cuasifiscales del BCRA, pero que empieza a explicitarse de la mano de dos factores ineludibles: la recomposición de gastos de consumo postergados (hasta en alimentos) y la progresiva liberación de prohibiciones a las actividades sociales y a la circulación de personas. Naturalmente, esto último también recrea demanda de bienes y servicios, pero si eso ocurre bajo congelamiento de precios regulados de bienes de consumo y de servicios públicos y privados y “ancla cambiaria” (vía tipo de cambio oficial), “algo” alimenta esa suba de precios.

Por un lado, la emisión monetaria y por el otro, indudablemente las expectativas: que ante la sucesión de medidas focalizadas en la represión del mercado cambiario, se mantienen en una tónica pesimista respecto de un retorno rápido y sostenido a un sendero de crecimiento permanente de la actividad y el empleo, y también respecto de un abordaje al problema inflacionario de manera clara, creíble, y siguiendo el instrumental convencional de las economías capitalistas. Esto es: con mercados financieros y cambiarios más libres, sin tantos controles de precios, y con señales de política coherentes con la preservación de la seguridad del derecho de propiedad privada.

Esto último no es trivial ni se limita a un puñado de “buitres” especulativos deseosos de “salir de Argentina”. Daría la impresión que el “keynesianismo” inicial no fue suficiente para amortiguar el “efecto pobreza” en el mercado interno, y que el “monetarismo-fiscalismo” que se requiera a posteriori no asoma como factible. Por el contrario, se persistió con controles cuantitativos en materia de flujos de divisas (tanto para comercio exterior como para movimiento de capitales) y también para la viabilidad de convertir pesos en dólares y viceversa para preservar ahorros personales y/o el capital de trabajo de empresas orientadas al mercado interno.

Con costos a la suba, que se empiezan a deslizar con los incrementos de precios de combustibles, perspectivas de caída de reservas internacionales sin final previsible, y una brecha del dólar “blue” respecto del oficial que no cede, la emisión monetaria provee combustible necesario para sostener la demanda de dólares y también la de bienes y servicios del sector privado. Con ajustes de tarifas no completados en el gobierno anterior y controles tarifarios y de precios de bienes y servicios en el actual, la caída de actividad del segundo trimestre no cambió el sendero de la inflación. Y no cambió porque fue entendido (correctamente) por el sector privado como un shock tipo transitorio y no permanente. A partir del 3er trimestre se imponían políticas más amigables para los mercados, sin generar incertidumbre sobre la base de cualquier economía capitalista mixta que es la seguridad jurídica de los derechos de propiedad privada y de los contratos.

Pero a nadie escapa que el “main driver” de la emisión monetaria es el financiamiento al Tesoro y que para esterilizarla se opta por emitir pasivos cuasifiscales que no son más que promesas de emisión monetaria futura. En los primeros 10 meses del año, el flujo de emisión monetaria al Tesoro fue de $1,48 billón (equivalente al 85% de la base monetaria promedio de diciembre de 2019), y ello fue íntegramente a sostener la demanda agregada (básicamente consumo). Su absorción provino básicamente de pases pasivos, Leliq y otras operaciones en moneda local ($ 811.469 millones) con el sistema bancario, y venta de divisas ($ 336.583 millones). Emisión para sostener consumo y contracción monetaria de agentes más bien ahorradores, o con ahorro previo. Claramente, una estrategia que torna imposible pensar en el éxito “desinflacinario” de controles de cambios, de precios y de importaciones.

Frente a la demanda de divisas en canales no oficiales se optó por cerrar más el acceso a divisas en los segmentos oficiales. El resultado fue no sólo un ajuste a la suba de las expectativas de devaluación, sino de la suba de costos de producción. En una economía que lejos está de ser una economía abierta, los sectores con mayor concentración monopólica y que ofrecen bienes y servicios con demanda estacional, ajustaron sus precios más que lo esperado por muchos.

La suba de la inflación de octubre, por lo tanto, no es un dato para subestimar. Las subas estacionales de estos meses no han concluido y además las autoridades han contratado en el exterior la impresión de nuevos billetes de $1.000, lo que anticipa una potente emisión monetaria en diciembre (un clásico del período 2008-2015), más la ya anunciada liberación de tarifas públicas y precios regulados a partir de enero próximo. Los precios de los commodities en el exterior están a la suba, de modo que tampoco se quedarán quietos los precios de los combustibles.

En este escenario de potencial mayor volatilidad de precios relativos es que deberá ahora el gobierno evaluar si discontinuará o no con esta estrategia de controles de precios y “ancla cambiaria” con los controles más prohibitivos de las últimas 5-6 décadas. La brecha cambiaria lejos está de controlarse, la inflación lejos está de converger a cifras promedio como la de nuestros países limítrofes, y se cierne una puja distributivo-política atizada por un inevitable (y duro) debate en torno del financiamiento al sistema jubilatorio. Debate que, llamativamente no asoma sobre el aumento de otras transferencias, en muchos casos bastante menos urgente y justificables que el de sostener la supervivencia y la salud de una población a la que cada vez más todos los gobiernos van dejando en el último lugar de sus prioridades.

El FMI, a su vez, va reclamar algún programa coherente para cobrar al Estado argentino los millones de dólares prestados en 2018 y 2019. Probablemente acepte un “reperfilamiento” a bastante largo plazo, pero sin certeza de generación de dólares y de cobro, esto no será posible. Y requerirá, en sus más y en sus menos, lo que no se ha querido hacer hasta el presente: un plan económico. “Algo” que suponga, guste o no, control monetario, disciplina fiscal, baja de la inflación, suba permanente, no transitoria, del tipo de cambio real, y un mínimo de certezas y respeto de los derechos de propiedad. Caso contrario, no habrá inversión, ni creación de vacantes laborales, ni crecimiento económico con mayor estabilidad.

El dato de inflación de octubre es una clara una alerta respecto de “heterodoxias” sin plan. Como es bien sabido, sin una sólida coherencia interna, y sin un manejo cuidadoso de las expectativas, conducen, a la corta o a la larga, a sobreajustes y desequilibrios nada fáciles de administrar.

(*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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