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Iceberg a la vista para la economía

La extrema volatilidad del tipo de cambio pone una vez más en evidencia la falta de consistencia.

28 marzo de 2019

Por Eliana Scialabba y Leandro Moro

La extrema volatilidad del tipo de cambio pone una vez más en evidencia la falta de consistencia, lo que amplifica los desequilibrios macroeconómicos, requiriendo de una mayor corrección para volver a la normalidad.

Desagregando el análisis en dos ejes fundamentales, hay que estudiar tanto los riesgos desde la perspectiva monetaria como fiscal.

Por el lado monetario, el mercado de dinero se encuentra todavía corrigiendo precios por la abrupta (y continuada) caída en la demanda de dinero. Dado que la inflación es un fenómeno exclusivamente monetario, los movimientos de la oferta y demanda de pesos afectan su valor, que se pone de manifiesto respecto al resto de los bienes. Es decir, si el peso disminuye su valor, el resto de los bienes costarán más unidades de pesos para ser adquiridos, y viceversa.

Consecuentemente, dado que el dinero es fiduciario (su valor solo depende de la confianza del público en el ente emisor) la pérdida de credibilidad en el banco central afectará a la demanda de dinero, y por ende, al nivel de precios de la economía. En este sentido entonces es importante destacar que, aun cuando el BCRA deje de emitir (aunque en la realidad no es tan así), si la demanda de dinero sigue cayendo, la inflación no cederá.

Ahora bien, a los efectos de contrarrestar la caída de la demanda de dinero, el BCRA quita dinero de circulación, vía Leliq: un bono de a 7 días que entrega a los bancos a cambio de que éstos congelen los depósitos de los particulares en el ente emisor.

Dado este contexto, existe una posibilidad de corto plazo, donde, si las expectativas de devaluación continúan en aumento, y el público en general retira los depósitos a plazo para dolarizar sus carteras, los bancos comerciales deberán devolver las Leliq al BCRA y poner todo ese circulante (60% de la base monetaria aproximadamente) en circulación.

De ocurrir esto, existen dos alternativas posibles: o se emite un bono de mediano largo plazo para los depositantes (estilo Plan Bonex), o se inyecta toda esa cantidad de dinero en cuestión de semanas y vamos a un escenario de hiperinflación (en un escenario de alto déficit fiscal).

El frente fiscal no es más alentador. Para un ratio deuda sobre PIB cercano a 100%, y una tasa de interés promedio de la deuda pública del 5%-6%, el Gobierno requerirá solamente para el pago de intereses (suponiendo que renueva la totalidad de la deuda) cerca de US$ 35.000 millones.

Adicionalmente, para cumplir con el objetivo de déficit primario “cero” y teniendo en cuenta los desembolsos del FMI para el 2020, el Tesoro requerirá financiamiento adicional, que al momento nadie parece estar dispuesto a proveer.

Este panorama general nos deja, entonces, tres opciones disponibles para evitar un nuevo default.

Emitir la cantidad de dinero necesaria para cubrir la brecha fiscal, con la consecuente aceleración inflacionaria.

Reestructurar la deuda y acordar un nuevo préstamo con los organismos internacionales.

 Generar un ahorro primario equivalente a los intereses de la deuda, lo que se traduciría en una política fiscal contractiva de magnitudes similares a las de 2002.

En este escenario no es casual que los agentes económicos se refugien en lo único que pueda garantizarles el traspaso a futuro de poder adquisitivo. En otros términos, los agentes racionales comprenden la complejidad del asunto, y ven el “iceberg” aproximarse, producto de lo cual, tratan de ganarse su lugar en los botes salvavidas que luego escasearan, ergo, adquieren moneda estadounidense (a cualquier precio) esperando el impacto.

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