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El retorno de los brujos

La sabiduría del diagnóstico es determinar el “hay que”, la sabiduría del político es la de determinar el “cómo” y la sabiduría del estadista es diseñar la estrategia para curar las consecuencias negativas

El retorno de los brujos
Carlos Leyba 29 octubre de 2021

Sólo he robado el título de la obra de Jacques Bergier y Louis Pauwels que supo causar un revuelo de proporciones en los años '60. En común con el título de aquella obra está el intento de identificación de algunas apelaciones mágicas que, durante este proceso electoral, se han convertido en un eco infinito del vacío. 

Preocupa porque, frente a situaciones realmente graves, como las que atravesamos cada vez con mayor intensidad, estamos sopesando comparativamente distintas versiones de la nada misma para poder decidir. La nada misma. 

Ni una sola idea relevante acerca de dónde y cómo deberíamos ir, cómo salir de la telaraña en que estamos atrapados. En la economía, en la política, en la vida social. Ni una idea relevante. Y en el vacío, en el hueco, el run run de la magia de los brujos. 

En realidad, si miramos los juicios sobre las personas que encarnan la política, la opinión publica ya ha decidido: “Con esos no”. No ha decidido con “estos sí” que es la manera en que, cuando se vota, se construye el respeto que abre el camino a la autoridad que es lo que nutre el poder como poder hacer las cosas. Necesitamos reconstruir el vector que lleva de la política al poder como vía de realizaciones.  

Pero el que se anuncia es un voto negativo. Es que los que lideran los espacios, en la mayor parte de los casos, tienen más imagen negativa que positiva. 

No sé si ese es un fenómeno “raro” o único. Lo que sí se que sin liderazgo no hay programa que se realice. Y la mirada negativa es la negación del liderazgo. 

Peor aún porque sin programa no es posible la existencia de liderazgo. El huevo y la gallina. 

No es fácil construir liderazgo. Imagino que a los liderazgos los construye la historia: el elogio de la oportunidad. 

Pero lo que sí se, sin duda alguna, es que los programas los construye el conocimiento, y todo lo que eso implica, más la voluntad instalada desde una perspectiva ética, moral. 

Dele la vuelta que quiera: pero sin ese principio moral que guía el conocimiento, el programa carece de sentido histórico y, en consecuencia, no será el escenario de desarrollo del liderazgo. 

Los programas, como deben ser concebidos, concepción que lleva tiempo, meses, son los escenarios que paren los liderazgos. 

No hay liderazgo sin programa y tampoco programa que se realice sin liderazgos: “Lindamente lo dijo, hace cinco siglos, el maestro Leonardo: La teoría è il capitano e la prattica sono i soldati”. Ortega y Gasset.  

¿Qué tenemos? ¿Qué nos anuncian? El termómetro de la opinión pública nos dice sólo lo que no queremos. 

Consecuencia lógica de que nadie ofrece un programa: la teoría.  La opinión a la deriva es un reflejo de lo que nos pasa: un país sin recursos y sin ideas, esas ideas que construyen el camino de salida del laberinto en el que estamos. Que se sale “por arriba” es poesía de la buena. La política, de la buena, es proponer el camino de salida.

No es fácil encontrar las verdaderas razones del rechazo a la dirigencia. No es fácil más allá de la obviedad del rechazo que genera el fracaso de los dirigentes y de una sociedad, que hace 46 años, es una fábrica de pobres, esmerada en resolver sus problemas apelando a endeudarse o en seguir endeudada sin atenderla. Es que detrás esta la original, de escasa duración, la idea que es posible generar derechos sustentables sin acumular. O que es posible consumir sin producir. 

Es obvio que esa sucesión de frustraciones generalice el rechazo a los que tratan de conducir.  

¿De que vale tratar de encontrar correlaciones, por ejemplo, entre esa imagen negativa de los líderes políticos y la adhesión electoral con alguna medida concreta de política económica? 

Por ejemplo imaginar que una medida como el “control de cambios o cepo” determina el rechazo electoral de quién ha instaurado la medida. ¿Hace sentido esa correlación? ¿Es causal o mera coincidencia, si es que siempre ha sido así? 

Las medidas de política económica no son buenas o malas porque recojan la adhesión o el rechazo de la opinión pública. El razonamiento que asocia “popularidad” con la bondad de una medida,  hace peligrar el real elogio de la responsabilidad del que gobierna. Arriesga la siembra de una sucesión de medidas demagógicas, fracaso, crisis, promesa, medidas demagógicas y así. 

Ejemplos. Todo el festival del “deme dos” generaba una entusiasta adhesión de los sectores medios y aseguraba la catástrofe de la resaca posterior. 

O, como recomendaba un consultor económico muy respetado por el periodismo, en los años electorales hay que atrasar el tipo de cambio para ganar elecciones porque, en ese caso, el consumo vuela. Claro que con él vuelan los dólares y se aterriza en la crisis subsiguiente. La popularidad de las medidas, como patrón de conducta, es tan irracional como recomendar las medidas por su lustre de “impopularidad”. 

Que dos fenómenos corran paralelos, o una correlación entre ellos, no indica una relación de causalidad. Hay ejemplos, en Argentina, de triunfos con el 62% de los votos con “control de cambios o cepo”. Y no sólo aquí. Por ejemplo, en países de la Comunidad Económica Europea hubo controles cambiarios durante muchos años y liderazgos populares asentados. 

La conclusión de ese razonamiento, adaptada a nuestros días, sería que liberar el mercado cambiario o la cuenta capital, generaría una apoteosis electoral. Curioso.

Esta sugerencia es casi una cuestión de brujería. ¿Se imagina Ud. el día siguiente, hoy y aquí, de la apertura de la cuenta capital, la eliminación del cepo? Ya estuvimos ahí. Primero porque jamás “una medida” es política económica, diría, es la confesión de la imposibilidad de diseñarla. Por ejemplo “la congelación de 1.400 precios”. 

Seguramente todas la medidas “drásticas” son la consecuencia de una previa mala política económica de cuyo origen no podemos acordarnos. Como reza uno de los apotegmas del General: “No se preocupe m´hijo que los que vengan nos harán buenos”. En otras palabras hay cuatro largas décadas en las que no hay nada para rescatar. 

¿Será por eso que la política está sumergida en el marketing electoral?

Cuando el fracaso de los especialistas en marketing político parecía consagrado, cuando las encuestas han fallado, acaba de reaparecer el reino del “marketing machete”. Los “brujos del marketing” acuden a imitar el pasado ganador donde hubiere ocurrido.

Todos recuerdan cuando el PRO copió la campaña de Barack Obama que, en boca de Mauricio, predicó el mantra “¡sí se puede!”. Un machete que debe de haber costado millones. 

Nadie se rinde. El gurú catalán de Alberto Fernández nos martilla día y noche con el “sí” que, acomodado a la porteñidad irrenunciable de Alberto, cierra con un “re”. Módica manera de repetir muchas veces “que sí, re”. 

La campaña que lo llevó a Macri al triunfo, la está copiando Alberto para salir del territorio de derrota.

El mantra de “sí”, no garantiza trocar “te voto por la bronca que le tengo al otro” por “voto por este programa y este liderazgo”.

No hay en oferta programa ni liderazgo para salir del laberinto, de la telaraña. 

Se está cocinando, en el oficialismo también, un menjunje mágico del “hay que”. 

Hay que terminar con el déficit fiscal, el atraso tarifario, el poliducto de subsidios, la emisión monetaria y el atraso cambiario. Sin duda. 

El atraso cambiario es un ancla inflacionaria que hoy resulta inútil, pero que arriesga disolver el actual superávit comercial. La emisión monetaria, la que deriva de las ingenierías fiscales y de absorción que practica el BCRA. 

La arquitectura de una sociedad que trata de compensar la falta de ingresos, derivados de la falta de trabajo de millones de personas, está sostenida por pilares de algodón. Nadie lo duda. 

Como nadie duda que, más allá de lógicas correcciones de equidad, los costos de los bienes y servicios deben ser cubiertos por los precios o tarifas de los mismos. Tampoco nadie puede abogar por el déficit fiscal prolongado, menos en una economía con alta tasa de inflación, como método para colmar la utilización de la capacidad instalada. 

En síntesis: nadie rechaza el discurso del “hay que”. 

Pero nadie debe escapar a la obligación de explicar el “cómo” y sobre todo al deber de determinar con claridad las consecuencias de las medidas propuestas para resolver esos dilemas. 

La sabiduría del diagnóstico es, sin duda, determinar el “hay que”, la sabiduría del político es la de determinar el “cómo” y la sabiduría del estadista es conocer las consecuencias y diseñar la estrategia para evitar y curar los daños de las consecuencias negativas que, por la experiencia histórica, sin atención se tornan insuperables. 

Lo “insustancial” es el “hay que” que escuchamos todos los días por radio y televisión. 

La demagogia  es predicar el “hay que” y a la vez sugerir “soluciones drásticas, corajudas, valientes” sin medir las consecuencias inmediatas y futuras. 

No hay tal cosa como “un programa” que no explicite el diagnóstico, el “hay que”, el cómo resolvemos y, fundamentalmente, que no detalle las consecuencias y las estrategias para impedir lo malo de las mismas y multiplicar lo benéfico.

Hay una Argentina que es hoy un país lejano. Teníamos el mayor PIB per capita de América Latina (1974) luego de la cuarta década de más crecimiento del PIB desde 1814. 

Eso ocurrió entre 1964 y 1974, década que, por otra parte, “constituye sin duda la etapa más exitosa del proceso de industrialización”. 

“Durante este periodo no se observa ningún año en el que la actividad económica haya experimentado una caída de nivel absoluto. Por el contrario, la tasa anual de crecimiento 'entre puntas' alcanza prácticamente 8%? Crecen, simultánea­mente, la productividad industrial (6% por año a lo largo del período), los salarios, el empleo y las exportaciones" ("El proceso de industrialización en la Argentina", Jorge Katz y Bernardo Kosacoff).

Es espantoso mirar para atrás. Sobre todo cuando tenemos este presente que nos atormenta, por aquello que puede desencadenar en lo inmediato. O por el malestar acumulado de una sociedad dominada por la pobreza creciente y la inseguridad desatendida; por el crecimiento del malestar colectivo que nos produce la grieta o por el sonsonete de la repetida catilinaria del descargo de la culpa en los demás que están del otro lado de la grieta. 

Pero el pasado no tan lejano indica, lo acabamos de ver, que otra Argentina fue posible y no de una manera efímera.

Sin disensos, todos, cualquiera sea la opinión que tengamos de la historia y de las teorías, afirmamos que 1975 es un punto de quiebre. 

Nunca más volvimos a ser una sociedad sin pobres y con una economia creciendo y con una idea de futuro promisoria. 

Se argumenta que “El Rodrigazo” (1975) era una decisión inevitable. Se argumenta un origen previo. No es hoy mi preocupación. 

Rodrigo, miembro de una secta, un grupo de imagineros, Los Caballeros del Fuego devotos de “Astrología Esotérica” de José López Rega, urdieron unas pociones mágicas mezcladas con palabras que sonaban a economía para conjurar unos males, entre los que, para ellos, estaba, por ejemplo, la continuidad del desarrollo industrial y las exportaciones de ese sector. 

La Argentina, según ellos tenía otro destino. Nunca más recuperamos el que, hasta entonces, teníamos.  

Hicieron un programa de brujos: las pociones mágicas,devaluar, tarifas, imponer la quiebra de los salarios, sin atender las consecuencias. La respuesta fue un modelo de espirilización de precios y salarios que ni la violencia de la Dictadura Genocida pudo detener.

Son muchos los rumores que señalan que, aún dentro del oficialismo, se están conjurando nuevos brujos que creen que hacer política económica es tomar decisiones sin tener en cuenta las consecuencias. 

De ambos lados de la grieta se oye el run run del retorno de los brujos. 

Las cosas son más complicadas y más dificiles, lo que no quiere decir que no sean posibles, si es que se toman en cuenta las consecuencias. 

Una costumbre, la de tomar en cuenta las consecuencias, que la polìtica argentina ha perdido porque de una u otra manera se tienta con el retorno de los brujos que ya desencadenaron, en 1975, el fin de una Argentina en crecimiento, sin pobres y con industria.  
 

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