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Una oportunidad desarrollista

04 noviembre de 2016

por Agustín Kozak Grassini (*)

A lo largo de la campaña electoral del 2015 la economía estuvo en el centro de la escena. Muchos argentinos vieron con preocupación la posibilidad de que Mauricio Macri se convierta en Presidente por el eventual ajuste que podría sobrevenir. El propio “Macri candidato” se encargó de atenuar esta intranquilidad atribuyendo estas creencias a una “campaña del miedo” en su contra.

En noviembre de ese año, parte considerable de los dos tercios del electorado que no lo había votado en primera vuelta, prefirió otorgarle el beneficio de la duda. Las figuras que acompañaron a Daniel Scioli hacían presagiar la continuidad de ciertos modos y prácticas, estilo que cansó a por lo menos el 51% de los votantes de acuerdo con los resultados finales.

Sin embargo en los primeros meses de su Gobierno, el “Macri Presidente” se encargó de hacer realidad los temores de quienes lo votaron con desconfianza. Una verdadera grieta se produjo entre las promesas de campaña y las políticas implementadas: devaluación, despidos en el sector público que rápidamente se propagaron al privado, tarifazo, aceleración inflacionaria, transferencia de ingresos a sectores concentrados y aumento de la pobreza.

Pese a todo?

A pesar de los sentimientos negativos que esta introducción pueda despertar, este artículo es esencialmente optimista respecto de que durante la gestión Macri pueda aprovecharse una oportunidad desarrollista. Me explico.

La economía nacional padece una estructura productiva desequilibrada, en varias dimensiones: sectorial (campo e industria), territorial (pampa húmeda y el resto del país) y actoral (grandes empresas y pymes). Este desequilibrio no solo impone un cepo al crecimiento económico de largo plazo, también supone un límite objetivo a la redistribución del ingreso y hasta pone en jaque nuestra soberanía política, al enfrentar al país sistemáticamente a la restricción externa, doblegando los intereses nacionales en favor de las condicionalidades de organismos internacionales para poder aliviarla.

Hasta que no resolvamos estos problemas estructurales, Argentina sufrirá los recurrentes retrocesos a los que estamos acostumbrados. Tal resolución no es esperable de la mano invisible del mercado que, como regla de asignación, tiende a consolidar el statu quo. Se requiere del Estado, aunque no cualquier Estado, sino de uno que tenga capacidad para intervenir de manera efectiva en la resolución de problemas muy complejos.

Es el Estado Las experiencias de Japón, Corea, Alemania, e incluso los relativos éxitos de Brasil y la India, deben ser atribuidas a un Estado competente. Hasta el propio Banco Mundial (BM) ha reconocido que un Estado de calidad es un artículo de primera necesidad, y no uno de lujo, para el desarrollo económico. Es necesario recrear los ámbitos que permitan pensar y discutir las estrategias de largo plazo, que puedan identificar los cuellos de botella y las políticas para aliviarlas, que orienten la gestión macroeconómica para evitar convertirla en un factor desestabilizante.

En nuestro país, a contramano de estas lecciones, el tiro de gracia del neoliberalismo fue la desarticulación de las capacidades estatales para encauzar a los mercados bajo otras lógicas diferentes a las que le son propias. El último intento de planificación estatal de la economía nacional data de 1987. Sacrilegio que el credo neoliberal se encargó de excomulgar, con consecuencias de mucho más largo aliento de lo que suele imaginarse. Por ejemplo, los gobiernos de la poscovertibilidad que promovieron un Estado mucho más activo omitieron el problema de la reconstrucción de las capacidades en sus agendas. El enfoque cualitativo del Estado estuvo ausente.

El punto principal del presente artículo es reflexionar sobre las posibilidadedes de lograr amplios consenso acerca del Estado que necesitamos para desarrollarnos. A partir de ciertas condiciones políticas, presentes en la actualidad, no es descabellado pensar en que hay una oportunidad desarrollista, que pueda dar lugar a la resurrección de las capacidades de planificación estatal y la implementación de políticas de largo plazo. Las enumero.

Primero, aunque la fe en la planificación estatal de largo plazo quizás no sea predominante en la matriz ideológica del gabinete de Macri, creo que es un Gobierno propenso a promover algunas mejoras institucionales. En parte por convencimiento propio, pero en parte también por necesidad política: limitar al peronismo cuando la sana alternancia democrática determine que a Cambiemos le toque volver al llano.

Segundo, la existencia de un Gobierno dividido implica que el Poder Ejecutivo deba negociar para asegurar la gobernabilidad. La oposición gobierna en 18 de las 24 provincias. Así, el Senado de la Nación (el órgano en el cual las provincias están representadas igualitariamente) se transformó en un verdadero centro de intercambio político. La gobernabilidad se cambia por leyes

Tercero, la renovación del peronismo. Detrás del velo de cierta hegemonía, con la declinación del kirchnerismo comienzan a surgir dirigentes jóvenes y formados, que hasta el momento fueron, cuando menos, subestimados por plantear visiones alternativas, críticas constructivas, ideas más institucionalistas y desarrollistas. Ahora, los integrantes de la nueva generación peronista están consolidándose como una línea interna con aspiraciones de liderazgo.

Cuarto, el rol del peronismo en oposición. Más allá de esta corriente interna, cuando el peronismo gobierna, suele hacerlo con abrumadora mayoría. Al líder consagrado se le abroga la representación irrestricta de los intereses del pueblo. En este marco cualquier regla institucional es vista como un estorbo para ejecutar la plena autoridad que, sobre el Presidente, el pueblo ha delegado. Después de todo, gobernar es ejercer el poder para la felicidad del pueblo y el líder es, se supone, su mejor intérprete. Pero en oposición, el peronismo suele ser mucho más institucionalista. Por ejemplo, en lo que va del año la agenda institucional peronista dio lugar a dos importantes reformas sancionadas en el Senado: la ley de debates presidenciales y la creación de la Oficina de Presupuesto del Congreso. En el mismo sentido, y aunque sin resolución aún, se está discutiendo la limitación de superpoderes al Poder Ejecutivo.

La agenda económica

Si bien las reformas citadas anteriormente son instituciones de corte político, nada impide que se pueda trabajar sobre una agenda institucional económica que abarque los siguientes aspectos: mejorar las capacidades del Estado para planificar una estrategia hacia un nuevo patrón de inserción internacional, consistente con una mejor redistribución del ingreso; generar las competencias que permitan a millones de compatriotas participar de esquema cada vez más complejos y dinámicos de producción de riquezas, con mayor valor añadido; definir una matriz de incentivos que induzca a la integración, diversificación y modernización de la estructura productiva, y contemplen esquemas diferenciales territoriales para apuntalar la federalización del desarrollo; impulsar una verdadera burguesía nacional capaz de gestionar el progreso técnico, portador de un genuino espíritu innovador; atraer al ahorro nacional para orientarlo a las inversiones transformadoras de la economía argentina e instituir las reglas que obliguen al Ejecutivo a respetar la planificación de largo plazo.

Sin dicha agenda, cabe preguntarse qué será de la actual aceleración del endeudamiento externo, el retraso del tipo de cambio real y la apertura comercial. ¿Finalizará en otro 2001? Además, es preocupante notar que, de cara a las próximas elecciones, el Gobierno encara un situación de pobreza incómoda, pero con mucho margen de acción, y la tentación es demasiado grande. Es relativamente sencillo, para los niveles de deuda exterior/PIB que heredó, expandir la economía en base a consumo con un tipo de cambio nominal planchado y con dólares de la cuenta capital. Receta con réditos electores potencialmente altos en el corto plazo, pero con secuelas muy gravosas a largo plazo. Los ciclos políticos se han recortado a dos años, y consecuentemente la política se ha vuelto más cortoplascista. Alguien debe pensar en el largo plazo.

En resumen, están dadas ciertas condiciones para lograr amplios consensos acerca del Estado que necesitamos. El problema es que, si estos debates no se dan, no tendremos escapatoria y sufriremos otro ciclo de populismo y ajuste del que resulta que los pobres son cada vez más, y más pobres. ¿Oportunidad desarrollista u optimismo ingenuo? El tiempo dirá.

(*) Profesor de Política Económica de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE).

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