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Disculpas totales

Imposible que algún líder pida disculpas por los años de desidia. Improbable toparse con humildad.

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10 septiembre de 2021

Por Carlos Celaya

La adolescente vuelve a casa. Hay visita. Un candidato conversa con su madre en el comedor. Toman mate, hablan del barrio. Él escucha las quejas de la mujer. El semáforo de la esquina que lleva meses sin funcionar, y ya hubo un accidente. Faltan cloacas desde hace 12 años. La luz se corta y, claro, un día hubo un incendio por culpa de las velas.

Y la pandemia, por supuesto. La maldita pandemia. Cerraron los talleres y la mujer se quedó sin trabajo. Encima, la escuela sin clases.

La chica mira de reojo al candidato, muerde un bizcochito y le pregunta, sin dejar de masticar: “Y vos, ¿que nos vas a prometer?”.

Que esa chica o su madre comprueben, una vez más, que los candidatos tocan a su puerta unos días antes de las elecciones y se evaporan posteriormente, es lo normal. Que hablen del futuro en época de elecciones, también. Que regalen sonrisas, esperable.

Lo que ya no es tan frecuente es que los políticos, en plena campaña, ni se tomen la molestia de prometer algo.

Estamos en una casa más, en un barrio más, de una ciudad cualquiera del interior de la provincia de Buenos Aires. Todas las encuestas reflejan la indiferencia. Mucho voto en blanco, mucho no sabe/no contesta, mucha indecisión. Apatía y también enojo. Los medios de comunicación se quejan de un vergonzoso debate “sin ideas”.

Sin embargo, la banalidad del diálogo público y el desierto de propuestas concretas que presenciamos antes de las elecciones del domingo no tienen nada de bochornoso. Ni siquiera es un espectáculo triste. Esta campaña electoral puede estar vacía de palabras, pero está repleta de gestos. Es clara y elocuente. Comunica muy bien el estado en el que estamos: nuestra conversación está rota.

No es la “santilleta” o la “rossineta”, no son los exabruptos de un candidato ultra ni el pornoperonismo. No son las frases hechas ni el discurso chabacano de una vicepresidenta imputada con delirios de estadista. Sencillamente, miramos a los ojos de los candidatos y no entendemos lo que dicen.

El Frente de Todos dice que “vamos a salir”, aunque nadie ve la puerta. Cambiemos dice que es “lado a lado”, que estamos en un tiempo de “escucha”, como si acompañar o escuchar fueran los remedios para tanta infección. A veces, suenan más verosímiles en su discurso si dicen que estamos enfermos de decadencia. Obviamente, la culpa siempre es del otro. Y nadie considera que deba hacerse cargo por la degradación acumulada en décadas.

Complicado encontrar una propuesta y una contrapropuesta argumentada. Difícil escuchar una idea innovadora o una réplica interesante. Imposible que algún líder se disculpe por los años de desidia. Improbable toparse con humildad. Descartado que empresarios y sindicalistas, periodistas o maestros, asuman parte de su responsabilidad ante tanto canibalismo.

De todos los problemas que nos rodean, sea la inflación o la inseguridad, la corrupción o la pobreza, es el fracaso de nuestra conversación lo que más nos condena. Elegimos las peores palabras en lugar de las mejores. Optamos por quitarles el valor, por traicionarlas.

Hace años que nuestra capacidad de debatir está atrofiada. ¿Qué esperábamos si perdonamos a Cristina Kirchner no dar explicaciones por medio centenar de muertes en el accidente de un tren a 25 km por hora? ¿Qué debate podríamos tener si el Presidente, Alberto Fernández, celebra fiestas y encuentros durante la cuarentena que habían sido prohibidos por él mismo? ¿En qué favorecen el debate esas insoportables sesiones en la Cámara de Diputados que duran 17 horas? ¿Qué conversación es posible cuando una disputa por intereses distintos se salda con extorsiones y aprietes mafiosos?

Nosotros, inocentes ciudadanos, no nos salvamos. Juzgamos con severidad la política, pero tenemos problemas para mantener un diálogo elemental.

¿Cómo reaccionamos ante una contrariedad en la calle? ¿Qué decimos cuando el chófer del coche no respeta nuestra prioridad de paso? ¿Cuándo se conocen y charlan un chico de Barrio Norte con un chico de la Villa Zabaleta? ¿Por qué nos gusta rodearnos de personas que piensan lo mismo que nosotros?

No sabemos qué candidato sumará más votos el domingo, pero lo que es seguro es que ya ha ganado el partido del esperpento y, por ahora, va perdiendo el partido del diálogo.

Y ha sido ante la mirada de millones de jóvenes. Esos que perdieron empleos, los que no los encontraron, los que se quedaron sin escuelas, los que se empobrecieron, los que se entristecieron o los que se irían a Ezeiza si pudieran pagarse un taxi.

Argentina tiene un problema con la palabra y con la conversación. Es posible que hablemos mucho, pero dialogamos muy poco y mal. Y esta campaña no ha hecho más que mostrarlo con crudeza.

Es algo parecido a una discusión en casa, entre los padres, mientras los hijos miran en silencio como vuelan insultos, platos y reproches. Ya nadie puede ocultar la degradación. Nadie pide perdón a los chicos.

En lugar de “dame tu voto” podríamos haber escuchado “te doy mis disculpas”. Eso quizás hubiera llamado más la atención que algunas de las patéticas piruetas a las que hemos asistido para reclamar la mirada del voto de los jóvenes. Para la degradación oxidada que les estamos dejando, hubiera sido lo mínimo.

Pero para pedir perdón, como para dialogar, hace falta entrenar un poco.

Primero, entrenar la asertividad, la capacidad para expresar sin hostilidad ni agresividad las emociones frente a los demás. Decir lo que se quiere decir, desprovisto de drama y con claridad.

Segundo, hace falta entrenar la empatía, que los candidatos suelen confundir con simpatía. Hablar de los empleos que hay que crear y dónde, de las oportunidades que necesitan los más jóvenes, de cómo acompañarlos con sus ideas hubiera sido entender lo que sienten, acercarse a su estado de ánimo. Los más damnificados por los efectos de la pandemia, ¿merecían algo más que escuchar con qué facilidad se garcha en el peronismo?

Y tercero, necesitamos entrenar nuestra objetividad, saber usar los datos para entender los problemas y darles soluciones. Saber mirar con perspectiva, desprenderse de prejuicios y reconocer los errores cuando se han producido.

Sin asertividad, sin empatía y sin objetividad es imposible aspirar a que los políticos se sienten ante los ciudadanos, los miren a los ojos y podamos mantener una charla coherente.

Mi nieto se llama Antonio, pero lo llamamos Poroto. Tiene casi 7 años. Se parece a Marlon Brando, piensa como Albert Einstein y dibuja como Kandinsky. Como todos los nietos, supongo. Podemos charlar sobre las constelaciones del cielo, sobre el ciclo de crecimiento de las albahacas, sobre la ingeniería de nuestros puentes de plástico, sobre la física de nuestra pelota y la química de la levadura. Charlamos sobre insectos o sobre ballenas y me dedica canciones con su piano, pero juro que sería incapaz de explicarle en qué consiste esta campaña electoral. Afortunadamente tiene cosas mucho mejores para hacer, como aprender a hablar mejor que nuestros dirigentes.

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