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Maduro debe irse

La comunidad internacional deberá vigilar, con mucho celo, la rápida e incruenta salida de Nicolás Maduro del poder y la elección de una clase dirigente con vocación patriótica y capacidad de conducir la reparación del desastre económico y humanitario.

Atilio Molteni 04 febrero de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

El jueves 31 de enero, el Parlamento Europeo se sumó a las fuerzas de la oposición política interna y del creciente número de gobiernos que sólo reconocen a Juan Guaidó como legítimo Presidente interino de Venezuela. Tal decisión supone considerar ilegal la presencia de Nicolás Maduro al frente del Gobierno de ese país, que hasta el momento pretendió ampararse en las fraudulentas elecciones de mayo de 2018 para ejercer, a partir del 10 de enero pasado, un nuevo mandato presidencial.

Desde el punto de vista político, el colectivo rechazo a cualquier forma de chavismo no requiere excesiva demostración. El país vive hace años una fuerte crisis financiera, económica, social y humanitaria que a todas luces es la más grave de América Latina. Los innegables signos de corrupción, hiperinflación, inseguridad y abrumador desabastecimiento alimentario y medicinal, son prueba suficiente de tan incalificable desastre. Tres millones de venezolanos (10 % de la población) decidieron refugiarse en terceros países con el lógico instinto de subsistir. El único respaldo que exhibe Maduro proviene de los estamentos militares que se benefician del régimen y de sus nexos con el narconegocio, un engranaje que aceita el feroz e irracional mecanismo de represión que se emplea para controlar la abrumadora resistencia de las fuerzas democráticas.

La solución de la crisis venezolana exigirá importantes y complejas decisiones. No sólo lograr la incruenta salida de Maduro, el presidente ilegítimo que está en el poder desde 2013 como sucesor de Hugo Chávez, sino también un cambio de régimen político que facilite la transición democrática y las medidas institucionales que garanticen la subordinación de las fuerzas armadas al nuevo poder civil. Ello deberá ser el resultado de un acuerdo nacional, con apoyo diplomático y aptitud para inmunizar al país de los riesgos de una guerra civil.

Contra lo que parecen sugerir las declaraciones del presidente Donald Trump, la normalización democrática de Venezuela no debería surgir de una intervención militar externa. Cuando se menciona desde la cúspide del poder público que todas las opciones están sobre la mesa, o se detectan notas como las que trascendieron de John Bolton (5.000 soldados a Colombia) y se alude a la designación de Elliot Abrams para restablecer las instituciones en Venezuela, debido a sus acciones en América Central durante los años noventa, hay un serio problema de coherencia y viabilidad política.

Como es de conocimiento, el 23 de enero la Asamblea Nacional venezolana decidió, bajo las provisiones del artículo 233 de la Constitución, que Guaidó actúe como presidente encargado con el mandato de convocar a elecciones legítimas. Fue un proceso surgido de una iniciativa multitudinaria de sectores sociales y políticos que permitió aprobar el manifiesto del 26 de noviembre de 2018, cuyo texto indica la vocación de llevar adelante acciones de protesta pacífica y no violenta; generar un plan nacional de gobernabilidad y reconocer a dicha Asamblea como la única institución con legitimidad democrática y responsabilidad institucional del país. Las protestas masivas de esa misma fecha dieron el marco popular para que Guaidó obtuviera un amplio reconocimiento internacional que, entre otros, incluyó a los 14 miembros del Grupo de Lima más Estados Unidos.

La nueva arquitectura del poder ya dio sus primeros pasos. El 28 de enero comenzó una etapa compleja en la que el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos bloqueó todos los activos de Petróleos de Venezuela S.A. (PdVSA), y congeló los fondos de la filial de la empresa en Estados Unidos (Citgo) por unos U$S 7.000 millones. Esa actividad era, hasta entonces, la principal fuente de ingresos del chavismo y de los militares, pues Venezuela exporta 500.000 barriles por día (bpd) a los Estados Unidos, los que se dirigen a las tres refinerías que se encuentran en el Golfo de México propiedad de dicha empresa, cuyas instalaciones se hallan preparadas para tratar el petróleo pesado venezolano que luego se distribuye mediante la cadena de cinco mil estaciones de servicio Citgo en ese país. Dos días después de la medida, el gobierno estadounidense traspasó a Guaidó el control de los aludidos fondos.

Si se incluyen sus arenas bituminosas, Venezuela tiene las reservas petroleras más importantes del mundo. En 1975, durante el período democrático anterior a Chávez, el país decidió estatizar todo el sector petrolero y crear el monopolio estatal PdVSA. Una vez en el Gobierno, el iniciador del chavismo utilizó los ingresos del petróleo para financiar su política interna y sus acciones internacionales (que incluyeron el apoyo al kirchnerismo). Entre esas reformas se destacó el torpe despido de 20.000 empleados y de sus directivos técnicos, reemplazándolos por militares, quienes se sumaron dócilmente a la corrupción del régimen. Tal disparate condujo a una violenta caída de la producción, la que se redujo de 3,5 a solo 1,1 millones bpd.

Cuando Maduro llegó al poder, en 2013, el período de bonanza de los precios mundiales del petróleo perdió intensidad y también los ingresos de Venezuela por ese concepto (los que pasaron U$S 80.000 a menos de U$S 25.000 millones al año en 2016), y toda la economía se resintió pues el PNB descendió a la mitad.

En estos días PdVSA solo produce 700.000 bpd, gran parte de los cuales se destina al consumo nacional o a hacer frente a compromisos con sus acreedores rusos y chinos. El resto de la producción venezolana está a cargo de “joint ventures”, dentro de los cuales se destacan la compañía rusa Rosneft (140.000 bpd), única sociedad rusa que quedó de las que llegaron a Venezuela con Chávez, la compañía estatal china, Chevron y otras firmas estadounidenses que operan en el área de servicios especializados.

Tanto Rusia como China están entre los países que han dado su apoyo a Maduro, entre los que se cuentan Cuba, Bolivia, Nicaragua y Turquía. Ello abre un serio interrogante. ¿Es posible que Moscú y Pekín, cuya disputa geopolítica con Estados Unidos no es secreto para nadie, tengan la voluntad y los recursos para financiar la crítica situación venezolana, ahora agravada por las sanciones norteamericanas?

Va de suyo que Moscú es, sin duda, un aliado central de Maduro y que Vladimir Putin se pronunció reiteradamente en defensa del dictador venezolano, ya que su Gobierno lo respaldó sin reservas en el Consejo de Seguridad de la ONU. Por otro lado, la cooperación militar entre ambos países es importante, puesto que Rusia devino en el primer proveedor de armamentos de Venezuela, mientras sus inversiones y préstamos al Gobierno y a PdVSA son enormes. Sin embargo, la crisis venezolana es de tal magnitud que sería necesaria una asistencia financiera rusa del orden de los US$ 40.000 millones en el curso de 2019 para sustentar la situación social y política existente.

El problema para Moscú surge de la diversidad de prioridades de similar carácter, ya que debe hacer frente a sus propias sanciones (originadas en Washington y en la UE) y convivir con otros escenarios de conflicto como los que existen en el Medio Oriente y Ucrania. A su vez, China ya redujo en 50% su exposición financiera en el país caribeño (llegó a US$ 60.000 millones), tiene otros proyectos en marcha en la región y difícilmente quiera añadir un nuevo conflicto con Washington cuando se halla librando la enorme guerra comercial que enfrenta con ese país. Ello no quita que sus intereses se orienten a concebir una solución de la crisis venezolana que permita atender sin sobresaltos los acuerdos existentes, a cuyo amparo se exhiben grandes beneficios económicos.

A la hora de evaluar el escenario, las señales optimistas parecen superar a los gravísimos problemas de reconstrucción que hoy están sobre la mesa. Por lo pronto, es lógico suponer que la comunidad internacional hará lo posible por facilitar la reinstauración de una sana democracia en Venezuela y que sus graves problemas humanitarios se irán encarrilando con la alineación de fuerzas positivas. Los únicos dos requisitos que deberán vigilarse con todo celo es la rápida e incruenta salida de Maduro y la elección de una clase dirigente con vocación patriótica y capacidad de conducir la reparación de este desastre económico y humanitario.

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