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Un escenario geopolítico en constante evolución

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Atilio Molteni 16 agosto de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Aunque nunca es fácil detectar el real objetivo de cada gesto armado del grupo político-militar Hezbolá, hay que destacar que el pasado 6 de agosto estos cuadros pro-iraníes del Líbano enviaron 19 misiles a la región llamada “Granjas de Shebaa”, o “Monte Dov”, una zona ocupada por Israel cerca de las Alturas del Golán. Esa intifada tecnológica no originó víctimas y su ferretería bélica quedó en gran parte neutralizada por el sistema de defensa de la cúpula de hierro. El ataque y la represalia sólo pusieron de manifiesto que la tensión regional está en pleno apogeo.

Hezbolá dijo que sus cohetitos dieron respuesta a los “raids” aéreos de Israel contra facciones palestinas que lanzaron desde la localidad libanesa de Kiryat Shmona, su propia lluvia de cohetes contra territorio judío. Esa sí fue una rareza. No es habitual que ese grupo armado asuma, a cara descubierta, la responsabilidad de un acontecimiento de esta naturaleza. Hay que retrotraerse hasta la Segunda Guerra del Líbano de 2006, y a los enfrentamientos protagonizados durante la guerra civil de Siria, para hallar similares antecedentes.

Más curioso fue el epílogo de esta bravata, debido a que ambas partes declararon que, en principio, no tenían intención de escalar el conflicto. A pesar de ello, el 8 de agosto el actual Primer Ministro de Israel, Naftali Bennet, indicó que las autoridades libanesas deberían responsabilizarse por lo que ocurre en su territorio. En paralelo, y como sucede en el juego estadounidense de “las gallinas”, donde nadie quiere mostrar que se fue a barajas, el Secretario General de Hezbolá, Hassan Nasrallah, afirmó que su organización se propone responder a todas las acciones militares del Estado judío.

Tales empujones verbales no dejaron claro si los protagonistas están listos para modificar sus respectivas “líneas rojas”.

Como ya se explicó previamente, Hezbolá desarrolló una amplia capacidad misilística con el apoyo del Gobierno de Teherán. Los analistas estiman que semejante arsenal consta de 140.000 unidades de distinto tipo, algunas de un alcance que permitirían dañar casi todo el territorio de Israel. El objetivo estratégico de la organización terrorista es brindar apoyo a las fuerzas iraníes ante una confrontación con las fuerzas armadas de del Estado judío que implique generar daño a las instalaciones nucleares del régimen de los ayatolás.

Este acontecimiento surge en un contexto donde aún persiste en la memoria colectiva la terrible explosión del puerto de Beirut (ocurrida el 4 de agosto de 2020), un hecho que causó centenares de muertos y gran destrucción. Hasta el momento no fueron hallados los responsables de tal episodio, ni Líbano pudo constituir un gobierno desde la renuncia del Primer Ministro, Hassan Riab.

Es un momento en el que la situación económica no tiene el piloto de tormenta necesario para frenar la hiperinflación y la falta de los mínimos servicios básicos que necesita la población. Nadie descarta que Líbano se transforme, bajo estos moldes, en una nueva Siria. O que no es muy lejana la posibilidad de una guerra civil entre las distintas facciones que desean adueñarse, sin éxito, del timón del país.

A todo ello se agregan los tres ataques con drones (UAV) que fueran lanzados el último 30 de julio al buque vinculado a Israel “Mercer Street”, hecho que se consumó frente a la costa de Omán y fue atribuido a Irán por ciertos países occidentales. Este episodio también podría generar represalias por parte del Estado judío sobre objetivos sensibles para los intereses de Teherán, una táctica bastante frecuente.

La otra pieza maestra de este escenario es la asunción el 5 de agosto del clérigo y jurista Ebrahim Raisi como Presidente de Irán, un hecho que por la afinidad de su pensamiento con el Líder Supremo Ali Khamenei, supone el fin de las tensiones y diferencias que fueron comunes con los antecesores del nuevo mandatario. Este replanteo también pone fin a la gestión de los reformistas y da vía libre a la línea dura, en gran parte fortalecida por la nefasta gestión de Donald Trump.

Uno de los desarrollos que fue condenado por nuestro país, fue la designación como ministro del Interior al General Ahmad Vahidi, uno de los presuntos participantes del atentado a la AMIA de 1994.

Hay quienes afirman que la política exterior de Raisi estará orientada a reforzar el poder regional de Irán, un enfoque que acrecentará la vigencia de la Guardia Revolucionaria y afianzará los vínculos de seguridad y económicos con Rusia y China, sin que tal línea sirva para reintegrar a Teherán en la economía global. Semejante escenario podría dar nuevo impulso a las relaciones iraníes con países del Medio Oriente y Asia Central, para equilibrar su enfrentamiento permanente con Israel.

También, el gobierno que acaba de asumir estaría inclinado a continuar con las negociaciones respecto a su capacidad nuclear, algo que implicaría revivir el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC) de 2015, si esa movida se asocia al levantamiento de una sustantiva parte de las sanciones existentes con el fin de movilizar la economía local que, además, sufre las consecuencias de una mala gestión ante el Covid-19.

Pero los puntos de vista de las partes son diversos, debido al interés estadounidense de continuar negociando en una segunda etapa un acuerdo más amplio con limitaciones a la capacidad misilística iraní y su apoyo a grupos militantes en Medio Oriente.

Al escribir esta nota, tampoco las cosas pintan bien en otros terrenos de esa región. En Afganistán, los talibanes ya controlan dos terceras partes del territorio como resultado de una ofensiva que comenzó en mayo, utilizando prácticas de guerrilla de desgaste muy efectivas.

Durante la semana pasada esa fuerza tribal ocupó 16 ciudades estratégicas en el Norte, Sur y Oeste del país, incluyendo Herat y Kandahar, que son importantes capitales provinciales, mientras los analistas occidentales estiman que Kabul va a ser sitiada y podría caer en un plazo breve. Por lo pronto, Washington ha puesto en marcha la evacuación total de su personal, de sus nacionales y otros refugiados, enviando y desplegando 5.000 soldados adicionales, como lo han hecho otros países aliados.

El presidente Joe Biden entendió que esa guerra no se puede ganar después de 20 años de combate, y continuó con el acuerdo de 2020 negociado por su antecesor con el Talibán donde se estipuló el retiro estadounidense, una maniobra que no incluyó el efectivo cese del fuego con el gobierno de Kabul y entendimientos de convivencia política entre ellos. Por otra parte, las conversaciones realizadas en Doha (Catar) no hicieron hasta ahora progreso alguno y los insurgentes dieron prioridad a continuar con sus avances territoriales.

Ahora comenzaron las críticas acerca de la rapidez del retiro estadounidense, por no haber tomado suficientemente en cuenta la incapacidad de las fuerzas de seguridad afganas para hacer frente por sí solas a fundamentalistas que buscan una victoria total.

Las fuerzas gubernamentales alcanzaron teóricamente 300.000 efectivos, organizados con la ayuda de Washington y una inversión de US$ 83.000 millones. En la práctica solo se habría contado con la sexta parte, pero muchos soldados abandonaron sus posiciones sin combatir, demostrando su falta de compromiso con el gobierno y sus jefes, quienes, además, distribuyeron sus tropas en un gran número de ciudades lo cual fue una estrategia errónea, demostrada cuando colapsaron una después de otra.

Los líderes republicanos (pensando en las elecciones de mitad de mandato) han recordado que puede presentarse un escenario semejante a la caída de Saigón en 1975 y sostienen que la credibilidad de Estados Unidos va a quedar muy dañada, al transformarse Kabul en un desastre estratégico y una derrota política.

El Gobierno del Presidente Ashraf Ghani se muestra incapaz de sostener el poder sin el apoyo Washington y de la OTAN, y podemos estar cerca de presenciar el acto final, que puede consistir en una solución militar dictada por el Talibán. Los países que tendrían influencia en el futuro inmediato son Paquistán, Irán, Rusia y China, pero su capacidad de condicionar las acciones de los fundamentalistas es limitada, debido a que tienen intereses geopolíticos muy diversos.

Algunos observadores sostienen que el Talibán se propone resucitar un régimen islámico represivo y que tendrá lugar a una grave crisis humanitaria en el país, quedando atrás los avances logrados en el estatus de las mujeres y otros derechos humanos.

Bajo esa perspectiva, no es posible desestimar el resurgimiento del terrorismo, dado que Al-Qaeda y Estado Islámico (EI) están presentes en varias provincias afganas y son una amenaza a la estabilidad global, cuando es la razón que motivó la intervención norteamericana con resultados que, con un altísimo costo, han evitado mayores peligros para Occidente.

El retiro regional de Estados Unidos incluye, en diciembre, a sus fuerzas de combate en Iraq (de donde Washington se retiró en 2011, para regresar cuatro años después al surgir EI). Según el nuevo convenio la salida de tropas sólo dejará los soldados que son necesarios para entrenar al ejército iraquí.

De esta manera el actual jefe de la Casa Blanca acaba de concretar un entendimiento muy diferente al planteado con Afganistán, durante una visita del Primer Ministro, Mustafá al-Kadhimi. A pesar de que Iraq es un país dividido entre sunitas y chiitas, árabes y kurdos, así como en otras facciones que responden a cada uno de esos agrupamientos étnicos y religiosos, las ideas fueron más claras y aceptables que las surgidas del pacto afgano. Con este último país, Biden intentará evitar un vacío de poder que permita continuar con las acciones de contraterrorismo.

El lector debería recordar que los nuevos desarrollos coinciden con cambios equivalentes en la política exterior de la Oficina Oval, donde la competencia estratégica con China tiene especial gravitación.

La lectura del equipo de Biden tiene que ver con una nueva interpretación de sus intereses internacionales, que no coinciden con los que rigieron 20 años atrás. Y si bien existen temas permanentes como la decisión de limitar las acciones de Irán y colaborar con sus aliados estratégicos, como Israel, Jordania y países del Golfo, Washington internalizó el enfoque destinado a reducir su presencia militar y de seguridad como medio idóneo de superar las tensiones geoestratégicas regionales. Los demócratas insisten en dar prioridad a la diplomacia y la negociación, pero a veces la realidad toma otros caminos.

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