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El diálogo Trump-Erdogan y el incierto futuro de Turquía

Atilio Molteni 25 noviembre de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

La nueva reunión que el pasado 13 de noviembre sostuvieron en la Casa Blanca los presidentes Donald Trump de Estados Unidos y Recep Tayyip Erdogan, de Turquía, introdujo una pausa reflexiva en el escenario de alta complejidad y controversia que intenta desempeñar, en una de las áreas más explosivas del planeta, el líder visitante. El diálogo confirmó que las desatenciones de Washington facilitaron la presencia rusa en el convulsivo Medio Oriente y que el gobierno turco no tiene otros principios ni aliados permanentes que el afán de consolidarse en lo que considera su territorio soberano y su área de influencia.

La conversación entre los mandatarios duró casi dos horas y fue seguida por una conferencia conjunta de prensa en la que éstos intercambiaron elogios y explicitaron el deseo compartido de comenzar una nueva etapa, sin desconocer que sus relaciones tradicionales no pasan por el mejor momento. Tampoco ocultaron que el buen diálogo no hizo posible resolver las principales diferencias de punto de vista que hay entre ellos.

Estas se nutren de las dudas que albergan tanto Washington como la dirigencia europea acerca de la actual orientación geopolítica del gobierno de Ankara, el que tras haber sido entre 1952 y 2002 un sólido aliado frente a la ex URSS y un confiable respaldo para dirimir los complejos esfuerzos destinados a reducir las difíciles áreas de conflicto que presenta el Medio Oriente, en la actualidad están caracterizadas tanto por el acercamiento a la Federación Rusa como por acciones de connivencia con los dirigentes iraníes, poderes que históricamente fueron oponentes turcos en tal región. En otras palabras, por el desconcierto que origina la búsqueda de una autonomía estratégica del Gobierno turco ante los inusitados golpes de timón que se advierten en el poder mundial.

Los dos problemas centrales que inquietan de la política exterior turca son bien conocidos. Uno de ellos nació de las sorpresivas acciones que recientemente llevaron a cabo los militares turcos, con aliados internos, al ingresar por las suyas al noreste de Siria, tras el imprudente retiro de las tropas especiales de Estados Unidos que ocupaban la región en cumplimiento de una orden emanada del presidente Trump.

En ese ámbito, Washington había contado con el muy eficiente apoyo de las milicias kurdas aliadas del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), un grupo étnico político que el gobierno de Ankara considera terrorista. Y aunque Estados Unidos compartía esa calificación, no dejó de reconocer ni de utilizar tales milicias, las que desempeñaron un rol muy positivo ante la necesidad de someter a las sanguinarias fuerzas del Estado Islámico (EI), lo que permitió que tales aliados circunstanciales tomaran posesión de un vasto territorio en una extensa zona vecina a Turquía, hecho que ese último país interpretó como un enclave peligroso y lesivo de su seguridad nacional.

Para cambiar esa situación, el Gobierno de Ankara llevó adelante la Operación denominada “Paz en Primavera” con el propósito de desplazar a los kurdos y sus aliados para crear una zona de seguridad o de amortiguación sobre su frontera (ignorando una nota de Trump en la que pedía que no hiciera tal cosa, la que también contenía la clara amenaza de destruir la economía turca si el Gobierno de Erdogan seguía adelante con el plan). Adicionalmente, el Gobierno turco quería desplazar a hacia tal área de contención a una parte de los 3,6 millones de ciudadanos sirios refugiados en su país.

El avance turco hizo posible controlar parte del territorio que antes ocupaban los kurdos.

Tras esa maniobra relámpago, y al registrarse un alto número de víctimas en la población local, Estados Unidos gestionó un cese del fuego temporario. En una maniobra espejo, Rusia y Siria tampoco se quedaron con los brazos cruzados. Acordaron con el gobierno turco la propuesta de patrullar varios sectores al este del río Éufrates, lo que legitimó de hecho la presencia de ambos en la zona, movida que al mismo tiempo creó una situación de extrema peligrosidad por la presencia contigua de fuerzas que pueden llegar a enfrentarse en cualquier momento.

Como resultado de estas acciones, los militares turcos pudieron controlar varios campamentos donde estaban alojados centenares de prisioneros miembros de Estado Islámico. Por si fuera poco, Erdogan ahora decidió amenazar con el regreso de 800 de esos prisioneros a sus países europeos de origen, medida que crearía un grave problema de seguridad a los Estados destinatarios.

Tras la invasión turca, el Gobierno de Trump anunció la imposición de sanciones que quedaron en suspenso al registrarse el cese del fuego. Ello no evitó que el 29 de octubre la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobara una resolución bipartita, y casi unánime, en la que se sugiere una amplia lista de sanciones a Turquía (proyecto que aún debe ser aprobado por el Senado) y otra decisión, no obligatoria, que caracteriza como genocidio a las acciones del Imperio Otomano realizadas entre 1915 y 1923 contra los armenios. Semejante reacción puede interpretarse como una crítica del Congreso al abandono estratégico de Trump al aliado kurdo, lo que facilitó la epopeya militar del régimen de Erdogan y la paralela consolidación del régimen sirio de Al-Assad y de su aliado ruso en Siria, en un momento en que avanza el juicio político contra el Jefe de la Casa Blanca.

El segundo factor irritativo en danza, es la compra que realizó Turquía del sistema de defensa antiaéreo ruso S-400, una medida que afecta la estructura de seguridad de la OTAN, motivo por el que en julio pasado Washington anunció que no va a entregar el centenar de aviones F-35 de nueva generación adquiridos por ese país, ni le permitirá seguir participando en la fabricación local de componentes de esas aeronaves. Además, podría aplicar las sanciones previstas en la legislación norteamericana de 2017 que regula las compras militares a Rusia.

Lo que Washington le propuso a Erdogan fue desactivar la puesta en operaciones del sistema ruso y venderle en cambio el norteamericano “Patriot”. La respuesta inicial de Erdogan a ese enfoque fue anunciar la posibilidad de retirarse de la OTAN y solicitar a Estados Unidos que deje su base aérea localizada en Incirlik, en el sur de Turquía. Y si bien ese tema fue discutido en la reunión con Trump, después del regreso de Erdogan a Ankara funcionarios calificados del gobierno declararon que no habría cambios en la decisión de activar los S-400 (cuyas características técnicas son superiores a las versiones disponibles en Occidente).

Otro componente muy importante de la visita de Erdogan a Washington, estuvo representado por su entrevista en la Casa Blanca con cinco senadores republicanos convocados por Trump, una iniciativa que los analistas interpretaron como el deseo de mostrar al mandatario extranjero la presión independiente y crítica que ejerce el Congreso estadounidense a los desarrollos de Turquía en materia de democracia, los encaminados a obtener un arma nuclear, sus acciones en Siria y sus vínculos con Rusia.

El gobierno de Erdogan también debe lidiar con una economía recesiva y ese es un frente en el que los vínculos presidenciales con Estados Unidos y Europa resultan esenciales para un gobierno que hizo de la reactivación el pilar habitual de su popularidad. Hasta qué punto los factores comerciales y financieros van a introducir un factor de racionalidad en la gestión del Presidente Erdogan, y constituir un freno a las acciones turcas vinculadas con el interés de generar una nueva geopolítica en el Medio Oriente, es algo que está por verse.

Cabe recordar que Turquía es un país con una población de mayoría musulmana sunita (82 millones), no de origen árabe y, a su modo, tiene rango de potencia regional. Posee la mayor economía y el ejército más poderoso del área. Se distingue de sus vecinos por las credenciales europeas adquiridas durante el período secular del país, como el ser miembro fundador de la OECD, aliado de la OTAN y aspirante a integrar la UE, en un proceso de accesión que comenzó en octubre de 2005 y fue congelado desde entonces por la oposición de Francia y otros países.

Al mismo tiempo, Turquía es el ejemplo más evidente de la crisis del secularismo en Medio Oriente, debido a que Erdogan está en el poder desde 2003.

Erdogan es el tipo de caudillo que representa a las corrientes religiosas islamistas del Partido político de centro derecha de la Justicia y el Desarrollo (o AKP). Se caracteriza en forma simultánea por su carácter egocéntrico, pragmatismo y tendencias populistas. A su vez exhibe el perfil de quien combina un fuerte nacionalismo con el islam político, bajo cuyas banderas trata de reconstruir la identidad del país a través del cambio de las estructuras de poder de la dirigencia secular tradicional y de las Fuerzas Armadas. En ese proceso se movió desde una posición muy equilibrada hacia un creciente autoritarismo que hizo eclosión en 2011, un enfoque que hoy enfrenta a un electorado muy dividido por una situación económica que pasó de un ciclo de elevado crecimiento, a un angustiante proceso inflacionario y una espectacular caída de la libra turca, procesos que se agudizan por la fuerte dependencia de la inversión extranjera y por el comercio con Europa, el principal cliente de sus exportaciones (42%).

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